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October 22, 2022 18:27
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All poems from Antonio Machado
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Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano que en el sueño infantil de un claro día vimos partir hacia un país lejano. Hoy tiene ya las sienes plateadas, un gris mechón sobre la angosta frente; y la fría inquietud de sus miradas revela un alma casi toda ausente. Deshójanse las copas otoñales del parque mustio y viejo. La tarde, tras los húmedos cristales, se pinta, y en el fondo del espejo. El rostro del hermano se ilumina suavemente. ¿Floridos desengaños dorados por la tarde que declina? ¿Ansias de vida nueva en nuevos años? ¿Lamentará la juventud perdida? Lejos quedó —la pobre loba— muerta. ¿La blanca juventud nunca vivida teme, que ha de cantar ante su puerta? ¿Sonríe al sol de oro, de la tierra de un sueño no encontrada; y ve su nave hender el mar sonoro, de viento y luz la blanca vela henchida? El ha visto las hojas otoñales, amarillas, rodar, las olorosas ramas del eucalipto, los rosales que enseñan otra vez sus blancas rosas.. Y este dolor que añora o desconfía el temblor de una lágrima reprime, y un resto de viril hipocresía en el semblante pálido se imprime. Serio retrato en la pared clarea todavía. Nosotros divagamos. En la tristeza del hogar golpea el tictac del reloj. Todos callamos. He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas; he navegado en cien mares, y atracado en cien riberas. En todas partes he visto caravanas de tristeza, soberbios y melancólicos borrachos de sombra negra, y pedantones al paño que miran, callan, y piensan que saben, porque no beben el vino de las tabernas. Mala gente que camina y va apestando la tierra... Y en todas partes he visto gentes que danzan o juegan, cuando pueden, y laboran sus cuatro palmos de tierra. Nunca, si llegan a un sitio, preguntan adonde llegan. Cuando caminan, cabalgan a lomos de mula vieja, y no conocen la prisa ni aun en los días de fiesta. Donde hay vino, beben vino; donde no hay vino, agua fresca. Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra. La plaza y los naranjos encendidos con sus frutas redondas y risueñas. Tumulto de pequeños colegiales que, al salir en desorden de la escuela, llenan el aire de la plaza en sombra con la algazara de sus voces nuevas. ¡Alegría infantil en los rincones de las ciudades muertas!... ¡Y algo nuestro de ayer, que todavía vemos vagar por estas calles viejas! Tierra le dieron una tarde horrible del mes de julio, bajo el sol de fuego. A un paso de la abierta sepultura, había rosas de podridos pétalos, entre geranios de áspera fragancia y roja flor. El cielo puro y azul. Corría un aire fuerte y seco. De los gruesos cordeles suspendido, pesadamente, descender hicieron el ataúd al fondo de la fosa los dos sepultureros... Y al resonar sonó con recio golpe, solemne, en el silencio. Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio. Sobre la negra caja se rompían los pesados terrones polvorientos... El aire se llevaba de la honda fosa el blanquecino aliento. —Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa, larga paz a tus huesos... Definitivamente, duerme un sueño tranquilo y verdadero. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín. Con timbre sonoro y hueco truena el maestro, un anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano. Y todo un coro infantil va cantando la lección; mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales Fue una clara tarde, triste y soñolienta... tarde de verano. La hiedra asomaba al muro del parque, negra y polvorienta... La fuente sonaba. Rechinó en la vieja cancela mi llave; con agrio ruido abrióse la puerta de hierro mohoso y, al cerrarse, grave golpeó el silencio de la tarde muerta. En el solitario parque, la sonora copla borbollante del agua cantora me guía a la fuente. La fuente vertía sobre el blanco mármol su monotonía. La fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano, un sueño lejano mi canto presente? Fue una tarde lenta del lento verano. Respondí a la fuente: No recuerdo, hermana, mas sé que tu copla presente es lejana. Fue esta misma tarde: mi cristal vertía como hoy sobre el mármol su monotonía. ¿Recuerdas, hermano? ... Los mirtos talares, que ves, sombreaban los claros cantares que escuchas. Del rubio color de la llama, el fruto maduro pendía en la rama, lo mismo que ahora. ¿Recuerdas, hermano? .. Fue esta misma lenta tarde de verano. —No sé qué me dice tu copla riente de ensueños lejanos, hermana la fuente. Yo sé que tu claro cristal de alegría ya supo del árbol la fruta bermeja; yo sé que es lejana la amargura mía que sueña en la tarde de verano vieja. Yo sé que tus bellos espejos cantores copiaron antiguos delirios de amores: mas cuéntame, fuente de lengua encantada, cuéntame mi alegre leyenda olvidada. —Yo no sé leyendas de antigua alegría, sino historias viejas de melancolía. Fue una clara tarde del lento verano.. Tú venías solo con tu pena, hermano; tus labios besaron mi linfa serena, y en la clara tarde, dijeron tu pena. Dijeron tu pena tus labios que ardían; la sed que ahora tienen, entonces tenían. —Adiós para siempre la fuente sonora, del parque dormido eterna cantora. Adiós para siempre; tu monotonía, fuente, es más amarga que la pena mía. Rechinó en la vieja cancela mi llave; con agrio ruido abrióse la puerta de hierro mohoso y, al cerrarse, grave sonó en el silencio de la tarde muerta. El limonero lánguido suspende una pálida rama polvorienta, sobre el encanto de la fuente limpia, y allá en el fondo sueñan los frutos de oro... Es una tarde clara, casi de primavera, tibia tarde de marzo que el hálito de abril cercano lleva; y estoy solo, en el patio silencioso, buscando una ilusión cándida y vieja: alguna sombra sobre el blanco muro, algún recuerdo, en el pretil de piedra de la fuente, dormido, o, en el aire, algún vagar de túnica ligera. En el ambiente de la tarde flota ese aroma de ausencia. que dice al alma luminosa: nunca, y al corazón: espera. Ese aroma que evoca los fantasmas de las fragancias vírgenes y muertas. Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara, casi de primavera, tarde sin flores, cuando me traías el buen perfume de la hierbabuena, y de la buena albahaca, que tenía mi madre en sus macetas. Que tú me viste hundir mis manos puras en el agua serena, para alcanzar los frutos encantados que hoy en el fondo de la fuente sueñan... Sí, te conozco, tarde alegre y clara, casi de primavera. Yo escucho los cantos de viejas cadencias, que los niños cantan cuando en coro juegan, y vierten en coro sus almas que sueñan, cual vierten sus aguas las fuentes de piedra: con monotonías de risas eternas, que no son alegres, con lágrimas viejas, que no son amargas y dicen tristezas, tristezas de amores de antiguas leyendas. En los labios niños, las canciones llevan confusa la historia y clara la pena; como clara el agua lleva su conseja de viejos amores, que nunca se cuentan. Jugando a la sombra de una plaza vieja, los niños cantaban... La fuente de piedra vertía su eterno cristal de leyenda. Cantaban los niños canciones ingenuas, de un algo que pasa y que nunca llega: la historia confusa y clara la pena. Seguía su cuento la fuente serena; borrada la historia, contaba la pena. Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario. Girando en torno a la torre y al caserón solitario, y las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno, de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno. Es una tibia mañana. El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana. Pasados los verdes pinos, casi azules, primavera se ve brotar en los finos chopos de la carretera y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente. El campo parece, más que joven, adolescente. Entre las hierbas alguna humilde flor ha nacido, azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido, y mística primavera! ¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera, espuma de la montaña ante la azul lejanía sol del día, claro día! ¡Hermosa tierra de España! A la desierta plaza conduce un laberinto de callejas. A un lado, el viejo paredón sombrío de una ruinosa iglesia; a otro lado, la tapia blanquecina de un huerto de cipreses y palmeras, y, frente a mí, la casa, y en la casa la reja ante el cristal que levemente empaña su figurilla plácida y risueña. Me apartaré. No quiero llamar a tu ventana ... Primavera viene —su veste blanca flota en el aire de la plaza muerta — ; viene a encender las rosas rojas de tus rosales... Quiero verla ... Yo voy soñando caminos de la tarde. ¡Las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas!... ¿Adonde el camino irá? Yo voy cantando, viajero a lo largo del sendero... —La tarde cayendo está—, "En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón." Y todo el campo un momento se queda, mudo y sombrío, meditando. Suena el viento en los álamos del río. La tarde más se obscurece; y el camino que serpea y débilmente blanquea, se enturbia y desaparece. Mi cantar vuelve a plañir: "Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada." Amada, el aura dice tu pura veste blanca ... No te verán mis ojos ¡mi corazón te aguarda! El viento me ha traído tu nombre en la mañana; el eco de tus pasos repite la montaña ... No te verán, mis ojos; ¡mi corazón te aguarda! En las sombrías torres repican las campanas... No te verán mis ojos; ¡mi corazón te aguarda! Los golpes del martillo dicen la negra caja; y el sitio de la fosa, los golpes de la azada... No te verán mis ojos; ¡mi corazón te aguarda! Hacia un ocaso radiante caminaba el sol de estío, y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante, tras de los álamos verdes de las márgenes del río. Dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera de la cigarra cantora, el monorritmo jovial, entre metal y madera, que es la canción estival. En una huerta sombría giraban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras el son del agua se oía. Era una tarde de julio, luminosa y polvorienta. Yo iba haciendo mi camino, absorto en el solitario crepúsculo campesino. Y pensaba: "¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa toda desdén y armonía; hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía de este rincón vanidoso, obscuro rincón que piensa!" Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente. Lejos la ciudad dormía, como cubierta de un mago fanal de oro transparente. Bajo los arcos de piedra el agua clara corría. Los últimos arreboles coronaban las colinas manchadas de olivos grises y de negruzcas encinas. Yo caminaba cansado, sintiendo la vieja angustia que hace el corazón pesado. El agua en sombra pasaba tan melancólicamente, bajo los arcos del puente, como si al pasar dijera: "Apenas desamarrada la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera, se canta: no somos nada. Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera." Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría. (Yo pensaba: ¡el alma mía!) Y me detuve un momento, en la tarde, a meditar... ¿Qué es esta gota en el viento que grita al mar: soy el mar? Vibraba el aire asordado por los élitros cantores que hacen el campo sonoro, cual si estuviera sembrado de campanitas de oro. En el azul fulguraba un lucero diamantino. Cálido viento soplaba, alborotando el camino. Yo, en la tarde polvorienta, hacia la ciudad volvía. Sonaban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras caer el agua se oía. Yo meditaba absorto, devanando los hilos del hastío y la tristeza, cuando llegó a mi oído, por la ventana de mi estancia, abierta a una caliente noche de verano, el plañir de una copla soñolienta, quebrada por los trémolos sombríos de las músicas magas de mi tierra. ... Y era el Amor, como una roja llama. —Nerviosa mano en la vibrante cuerda ponía un largo suspirar de oro, que se trocaba en surtidor de estrellas—. ... Y era la Muerte, al hombro la cuchilla, el paso largo, torva y esquelética, —tal cuando yo era niño la soñaba—. Y en la guitarra, resonante y trémula, la brusca mano, al golpear, fingía el reposar de un ataúd en tierra. Y era un plañido solitario el soplo que el polvo barre y la ceniza avienta. La calle en sombra. Ocultan los altos caserones el sol que muere; hay ecos de luz en los balcones. ¿No ves, en el encanto del mirador florido, óvalo rosado de un rostro conocido? La imagen, tras el vidrio de equívoco reflejo, surge o se apaga como daguerrotipo viejo. Suena en la calle sólo el ruido de tu paso; se extinguen lentamente los ecos del ocaso. ¡Oh, angustia! Pesa y duele el corazón ... ¿Es ella? No puede ser... Camina... En el azul, la estrella. Siempre fugitiva y siempre cerca de mí, en negro manto mal cubierto el desdeñoso gesto de tu rostro pálido. No sé adónde vas, ni dónde tu virgen belleza tálamo busca en la noche. No sé qué sueños cierran tus párpados, ni de quién haya entreabierto tu lecho inhospitalario. Detén el paso, belleza esquiva, detén el paso. Besar quisiera la amarga, amarga flor de tus labios. En una tarde clara y amplia como el hastío, cuando su lanza blande el tórrido verano, copiaban el fantasma de un grave sueño mío mil sombras en teoría, enhiestas, sobre el llano. La gloria del ocaso era un purpúreo espejo, era un cristal de llamas, que al infinito viejo iba, arrojando el grave soñar en la llanura... Y yo sentí la espuela sonora de mi paso repercutir lejana en el sangriento ocaso, y más allá, la alegre canción de un alba pura. Maldiciendo su destino como Glauco, el dios marino, mira, turbia la pupila de llanto, el mar, que le debe su blanca virgen Scyla. El sabe que un Dios más fuerte con la sustancia inmortal está jugando a la muerta, cual niño bárbaro. Él piensa que ha de caer como rama que sobre las aguas flota, antes de perderse, gota de mar en la mar inmensa. En sueños oyó el acento de una palabra divina; en sueños se le ha mostrado la cruda ley diamantina, sin odio ni amor, y el frío soplo del olvido sabe, sobre un arenal de hastío. Bajo las palmeras del oasis el agua buena miró brotar de la arena; y se abrevó entre las dulces gacelas, y entre los fieros animales carniceros... Y supo cuánto es la vida hecha de sed y de dolor. Y fue compasivo para el ciervo y el cazador, para el ladrón y el robado, para el pájaro azorado, para el sanguinario azor. Con el sabio amargo dijo: Vanidad de vanidades, todo es negra vanidad; y oyó otra voz que clamaba, alma de sus soledades: sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad. Y viendo cómo lucían miles de blancas estrellas, pensaba que todas ellas en su corazón ardían. ¡Noche de amor! Y otra noche sintió la mala tristeza que enturbia la pura llama, y el corazón que bosteza, y el histrión que declama. Y dijo: Las galerías del alma que espera están desiertas, mudas, vacías: las blancas sombras se van. Y el demonio de los sueños abrió el jardín encantado del ayer. ¡Cuan bello era! ¡Qué hermosamente el pasado fingía la primavera, cuando del árbol de otoño estaba el fruto colgado, mísero fruto podrido, que en el hueco acibarado guarda el gusano escondido! ¡Alma, que en vano quisiste ser más joven cada día, arranca tu flor, la humilde flor de la melancolía! ¡Verdes jardinillos, claras plazoletas, fuente verdinosa donde el agua sueña, donde el agua muda resbala en la piedra!... Las hojas de un verde mustio, casi negras de la acacia, el viento de septiembre besa, y se lleva algunas amarillas, secas, jugando, entre el polvo blanco de la tierra. Linda doncellita, que el cántaro llenas de agua transparente, tú, al verme, no llevas a los negros bucles de tu cabellera, distraídamente, la mano morena, ni, luego, en el limpio cristal te contemplas... Tú miras al aire de la tarde bella, mientras de agua clara el cántaro llenas. Mientras la sombra pasa de un santo amor, hoy quiero poner un dulce salmo sobre mi viejo atril. Acordaré las notas del órgano severo al suspirar fragante del pífano de abril. Madurarán su aroma las pomas otoñales, la mirra y el incienso salmodiarán su olor; exhalarán su fresco perfume los rosales, bajo la paz en sombra del tibio huerto en flor. Al grave acorde lento de música y aroma, la sola y vieja y noble razón de mi rezar levantará su vuelo suave de paloma, y la palabra blanca se elevará al altar. Daba el reloj las doce… y eran doce golpes de azada en tierra… …¡Mi hora! —grité—… El silencio me respondió: —No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla. Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera. Sobre la tierra amarga, caminos tiene el sueño laberínticos, sendas tortuosas, parques en flor y en sombra y en silencio criptas hondas, escalas sobre estrellas; retablos de esperanzas y recuerdos. Figurillas que pasan y sonríen —juguetes melancólicos de viejo—; imágenes amigas, a la vuelta florida del sendero, y quimeras rosadas que hacen camino… lejos… En la desnuda tierra del camino la hora florida brota, espino solitario, del valle humilde en la revuelta umbrosa. El salmo verdadero de tenue voz hoy torna al corazón, y al labio, la palabra quebrada y temblorosa. Mis viejos mares duermen; se apagaron sus espumas sonoras sobre la playa estéril. La tormenta camina lejos en la nube torva. Vuelve la paz al cielo; la brisa tutelar esparce aromas otra vez sobre el campo, y aparece, en la bendita soledad, tu sombra. El sol es un globo de fuego, la luna es un disco morado. Una blanca paloma se posa en el alto ciprés centenario. Los cuadros de mirtos parecen de marchito velludo empolvado. ¡El jardín y la tarde tranquila!… Suena el agua en la fuente de mármol. ¡Tenue rumor de túnicas que pasan sobre la infértil tierra!… ¡Y lágrimas sonoras de las campanas viejas! Las ascuas mortecinas del horizonte humean… Blancos fantasmas lares van encendiendo estrellas. —Abre el balcón. La hora de una ilusión se acerca… La tarde se ha dormido, y las campanas sueñan. ¡Oh, figuras del atrio, más humildes cada día y lejanas: mendigos harapientos sobre marmóreas gradas; miserables ungidos de eternidades santas, manos que surgen de los mantos viejos y de las rotas capas! ¿Pasó por vuestro lado una ilusión velada, de la mañana luminosa y fría en las horas más plácidas?… Sobre la negra túnica, su mano era una rosa blanca… La tarde todavía dará incienso de oro a tu plegaria, y quizás el cenit de un nuevo día amenguará tu sombra solitaria. Mas no es tu fiesta el ultramar lejano, sino la ermita junto al manso río; no tu sandalia el soñoliento llano pisará, ni la arena del hastío. Muy cerca está, romero, la tierra verde y santa y florecida de tus sueños; muy cerca, peregrino que desdeñas la sombra del sendero y el agua del mesón en tu camino. Crear fiestas de amores en nuestro amor pensamos, quemar nuevos aromas en montes no pisados, y guardar el secreto de nuestros rostros pálidos, porque en las bacanales de la vida vacías nuestras copas conservamos, mientras con eco de cristal y espuma ríen los zumos de la vid dorados. Un pájaro escondido entre las ramas del parque solitario, silba burlón… Nosotros exprimimos la penumbra de un sueño en nuestro vaso… Y algo, que es tierra en nuestra carne, siente la humedad del jardín como un halago. Arde en tus ojos un misterio, virgen esquiva y compañera. No sé si es odio o es amor la lumbre inagotable de tu aljaba negra. Conmigo irás mientras proyecte sombra mi cuerpo y quede a mi sandalia arena. —¿Eres la sed o el agua en mi camino? Dime, virgen esquiva y compañera. Algunos lienzos del recuerdo tienen luz de jardín y soledad de campo la placidez del sueño en el paisaje familiar soñado. Otros guardan las fiestas de días aun lejanos; figurillas sutiles que pone un titerero en su retablo… Ante el balcón florido, está la cita de un amor amargo. Brilla la tarde en el resol bermejo… La hiedra efunde de los muros blancos… A la revuelta de una calle en sombra, un fantasma irrisorio besa un nardo. Crece en la plaza en sombra el musgo, y en la piedra vieja y santa de la iglesia. En el atrio hay un mendigo… Más vieja que la iglesia tiene el alma. Sube muy lento, en las mañanas frías, por la marmórea grada, hasta un rincón de piedra… Allí aparece su mano seca entre la rota capa. Con las órbitas huecas de sus ojos ha visto cómo pasan las blancas sombras, en los claros días, las blancas sombras de las horas santas. Las ascuas de un crepúsculo morado detrás del negro cipresal humean… En la glorieta en sombra está la fuente con su alado y desnudo Amor de piedra, que sueña mudo. En la marmórea taza reposa el agua muerta. ¿Mi amor?… ¿Recuerdas, dime, aquellos juncos tiernos, lánguidos y amarillos que hay en el cauce seco?… ¿Recuerdas la amapola que calcinó el verano, la amapola marchita, negro crespón del campo?… ¿Te acuerdas del sol yerto y humilde, en la mañana, que brilla y tiembla roto sobre una fuente helada?… Me dijo un alba de la primavera: Yo florecí en tu corazón sombrío ha muchos años, caminante viejo que no cortas las flores del camino. Tu corazón de sombra, ¿acaso guarda el viejo aroma de mis viejos lirios? ¿Perfuman aún mis rosas la alba frente del hada de tu sueño adamantino? Respondí a la mañana: Sólo tienen cristal los sueños míos. Yo no conozco el hada de mis sueños; ni sé si está mi corazón florido. —Pero si aguardas la mañana pura que ha de romper el vaso cristalino, quizás el hada te dará tus rosas, mi corazón tus lirios. Al borde del sendero un día nos sentamos. Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita son las desesperantes posturas que tomamos para aguardar… Mas Ella no faltará a la cita. Es una forma juvenil que un día a nuestra casa llega. Nosotros le decimos: ¿por qué tornas a la morada vieja? Ella abre la ventana, y todo el campo en luz y aroma entra. En el blanco sendero, los troncos de los árboles negrean; las hojas de sus copas son humo verde que a lo lejos sueña. Parece una laguna el ancho río entre la blanca niebla de la mañana. Por los montes cárdenos camina otra quimera. ¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja, que me traes el retablo de mis sueños siempre desierto y desolado, y sólo con mi fantasma dentro, mi pobre sombra triste sobre la estepa y bajo el sol de fuego, o soñando amarguras en las voces de todos los misterios, dime, si sabes, vieja amada, dime si son mías las lágrimas que vierto! Me respondió la noche: Jamás me revelaste tu secreto. Yo nunca supe, amado, si eras tú ese fantasma de tu sueño, ni averigüé si era su voz la tuya, o era la voz de un histrión grotesco. Dije a la noche: Amada mentirosa, tú sabes mi secreto; tú has visto la honda gruta donde fabrica su cristal mi sueño, y sabes que mis lágrimas son mías. y sabes mi dolor, mi dolor viejo. ¡Oh! Yo no sé, dijo la noche, amado, yo no sé tu secreto, aunque he visto vagar ese que dices desolado fantasma, por tu sueño. Yo me asomo a las almas cuando lloran y escucho su hondo rezo, humilde y solitario, ese que llamas salmo verdadero; pero en las hondas bóvedas del alma no sé si el llanto es una voz o un eco.Para escuchar tu queja de tus labios yo te busqué en tu sueño, y allí te vi vagando en un borroso laberinto de espejos. Abril florecía frente a mi ventana. Entre los jazmines y las rosas blancas de un balcón florido, vi las dos hermanas. La menor cosía, la mayor hilaba… Entre los jazmines y las rosas blancas, la más pequeñita, risueña y rosada —su aguja en el aire—, miró a mi ventana. La mayor seguía, silenciosa y pálida, el huso en su rueca que el lino enroscaba. Abril florecía frente a mi ventana. Una clara tarde la mayor lloraba, entre los jazmines y las rosas blancas, y ante el blanco lino que en su rueca hilaba. —¿Qué tienes? —le dije—, silenciosa y pálida, señaló el vestido que empezó la hermana. En la negra túnica la aguja brillaba; sobre el blanco velo, el dedal de plata. Señaló a la tarde de abril que soñaba, mientras que se oía tañer de campanas. Y en la clara tarde me enseñó sus lágrimas… Abril florecía frente a mi ventana. Fue otro abril alegre y otra tarde plácida. El balcón florido solitario estaba… Ni la pequeñita risueña y rosada, ni la hermana triste, silenciosa y pálida, ni la negra túnica, ni la toca blanca… Tan sólo en el huso el lino giraba por mano invisible, y en la oscura sala la luna del limpio espejo brillaba… Entre los jazmines y las rosas blancas del balcón florido, me miré en la clara luna del espejo que lejos soñaba… Abril florecía frente a mi ventana. ¡Ay del que llega sediento a ver el agua correr, y dice: la sed que siento no me la calma el beber! ¡Ay de quien bebe y, saciada la sed, desprecia la vida: moneda al tahúr prestada, que sea al azar rendida! Del iluso que suspira bajo el orden soberano, y del que sueña la lira pitagórica en su mano. ¡Ay del noble peregrino que se para a meditar, después de largo camino en el horror de llegar! ¡Ay de la melancolía que llorando se consuela, y de la melomanía de un corazón de zarzuela! ¡Ay de nuestro ruiseñor, si en una noche serena se cura del mal de amor que llora y canta sin pena! ¡De los jardines secretos, de los pensiles soñados, y de los sueños poblados de propósitos discretos! ¡Ay del galán sin fortuna que ronda a la luna bella; de cuantos caen de la luna, de cuantos se marchan a ella! ¡De quien el fruto prendido en la rama no alcanzó, de quien el fruto ha mordido y el gusto amargo probó! ¡Y de nuestro amor primero y de su fe mal pagada, y, también, del verdadero amante de nuestra amada! Tus ojos me recuerdan las noches de verano, negras noches sin luna, orilla al mar salado, y el chispear de estrellas del cielo negro y bajo. Tus ojos me recuerdan. las noches de verano. Y tu morena carne, los trigos requemados, y el suspirar de fuego de los maduros campos. Tu hermana es clara y débil como los juncos lánguidos, como los sauces tristes, como los linos glaucos. Tu hermana es un lucero en el azul lejano… Y es alba y aura fría sobre los pobres álamos que en las orillas tiemblan del río humilde y manso. Tu hermana es un lucero en el azul lejano. De tu morena gracia, de tu soñar gitano, de tu mirar de sombra quiero llenar mi vaso. Me embriagaré una noche de cielo negro y bajo, para cantar contigo, orilla al mar salado, una canción que deje cenizas en los labios… De tu mirar de sombra quiero llenar mi vaso. Para tu linda hermana arrancaré los ramos de florecillas nuevas a los almendros blancos, en un tranquilo y triste alborear de marzo. Los regaré con agua de los arroyos claros, los ataré con verdes junquillos del remanso… Para tu linda hermana yo haré un ramito blanco. Me dijo una tarde de la primavera: Si buscas caminos en flor en la tierra, mata tus palabras y oye tu alma vieja. Que el mismo albo lino que te vista, sea tu traje de duelo, tu traje de fiesta. Ama tu alegría y ama tu tristeza, si buscas caminos en flor en la tierra. Respondí a la tarde de la primavera: Tú has dicho el secreto que en mi alma reza: Yo odio la alegría por odio a la pena. Mas antes que pise tu florida senda, quisiera traerte muerta mi alma vieja. La vida hoy tiene ritmo de ondas que pasan, de olitas temblorosas que fluyen y se alcanzan. La vida hoy tiene el ritmo de los ríos, la risa de las aguas que entre los verdes junquerales corren, y entre las verdes cañas. Sueño florido lleva el manso viento; bulle la savia joven en las nuevas ramas; tiemblan alas y frondas, y la mirada sagital del águila no encuentra presa… treme el campo en sueños, vibra el sol como un arpa. ¡Fugitiva ilusión de ojos guerreros, que por las selvas pasas a la hora del cenit: tiemble en mi pecho el oro de tu aljaba! En tus labios florece la alegría de los campos en flor; tu veste alada aroman las primeras velloritas, las violetas perfuman tus sandalias. Yo he seguido tus pasos en el viejo bosque, arrebatados tras la corza rápida, y los ágiles músculos rosados de tus piernas silvestres entre verdes ramas. ¡Pasajera ilusión de ojos guerreros, que por las selvas pasas cuando la tierra reverdece y ríen los ríos en las cañas! ¡Tiemble en mi pecho el oro que llevas en tu aljaba! Era una mañana y abril sonreía. Frente al horizonte dorado moría la luna, muy blanca y opaca; tras ella, cual tenue ligera quimera, corría la nube que apenas enturbia una estrella. Como sonreía la rosa mañana al sol del Oriente abrí mi ventana; y en mi triste alcoba penetró el Oriente en canto de alondras, en risa de fuente y en suave perfume de flora temprana. Fue una clara tarde de melancolía. Abril sonreía. Yo abrí las ventanas de mi casa al viento… El viento traía perfume de rosas, dolor de campanas… Doblar de campanas lejanas, llorosas, suave de rosas aromado aliento… …¿Dónde están los huertos floridos de rosas? ¿Qué dicen las dulces campanas al viento? Pregunté a la tarde de abril que moría: ¿Al fin la alegría se acerca a mi casa? La tarde de abril sonrió: La alegría pasó por tu puerta —y luego, sombría: Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa. El casco roído y verdoso del viejo falucho reposa en la arena… La vela tronchada parece que aun sueña en el sol y en el mar. El mar hierve y canta… El mar es un sueño sonoro bajo el sol de abril. El mar hierve y ríe con olas azules y espumas de leche y de plata, el mar hierve y ríe bajo el cielo azul. El mar lactescente, el mar rutilante, que ríe en sus liras de plata sus risas azules… ¡Hierve y ríe el mar!… El aire parece que duerme encantado en la fúlgida niebla de sol blanquecino. La gaviota palpita en el aire dormido, y al lento volar soñoliento, se aleja y se pierde en la bruma del sol. El sueño bajo el sol que aturde y ciega, tórrido sueño en la hora de arrebol; el río luminoso el aire surca; esplende la montaña; la tarde es polvo y sol. El sibilante caracol del viento ronco dormita en el remoto alcor; emerge el sueño ingrave en la palmera, luego se enciende en el naranjo en flor. La estúpida cigüeña su garabato escribe en el sopor del molino parado; el toro abate sobre la hierba la testuz feroz. La verde, quieta espuma del ramaje efunde sobre el blanco paredón, lejano, inerte, del jardín sombrío, dormido bajo el cielo fanfarrón. Lejos, enfrente de la tarde roja, refulge el ventanal del torreón. La tarde caía triste y polvorienta. El agua cantaba su copla plebeya en los cangilones de la noria lenta. Soñaba la mula, ¡pobre mula vieja!, al compás de sombra que en el agua suena. La tarde caía triste y polvorienta. Yo no sé qué noble, divino poeta, unió a la amargura de la eterna rueda la dulce armonía del agua que sueña, y vendó tus ojos ¡pobre mula vieja!… Mas sé que fue un noble, divino poeta, corazón maduro de sombra y de ciencia. La aurora asomaba lejana y siniestra. El lienzo de Oriente sangraba tragedias, pintarrajeadas con nubes grotescas. En la vieja plaza de una vieja aldea, erguía su horrible pavura esquelética el tosco patíbulo de fresca madera… La aurora asomaba lejana y siniestra. Vosotras, las familiares, inevitables golosas, vosotras, moscas vulgares, me evocáis todas las cosas. ¡Oh, viejas moscas voraces como abejas en abril, viejas moscas pertinaces sobre mi calva infantil! ¡Moscas del primer hastío en el salón familiar, las claras tardes de estío en que yo empecé a soñar! Y en la aborrecida escuela, raudas moscas divertidas, perseguidas por amor de lo que vuela, —que todo es volar— sonoras rebotando en los cristales en los días otoñales… Moscas de todas las horas, de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada; de esta segunda inocencia, que da en no creer en nada, de siempre… Moscas vulgares, que de puro familiares no tendréis digno cantor: yo sé que os habéis posado sobre el juguete encantado, sobre el librote cerrado, sobre la carta de amor, sobre los párpados yertos de los muertos. Inevitables golosas, que ni labráis como abejas ni brilláis cual mariposas; pequeñitas, revoltosas; vosotras, amigas viejas, me evocáis todas las cosas. Recuerdo que una tarde de soledad y hastío ¡oh tarde como tantas!, el alma mía era, bajo el azul monótono, un ancho y terso río que ni tenía un pobre juncal en su ribera. ¡Oh mundo sin encanto, sentimental inopia que borra el misterioso azogue del cristal! ¡Oh el alma sin amores que el Universo copia con un irremediable bostezo universal! Quiso el poeta recordar a solas; las ondas bien amadas, la luz de los cabellos que él llamaba en sus rimas rubias olas. Leyó… La letra mata: no se acordaba de ellos… Y un día —como tantos— al aspirar un día aromas de una rosa que en el rosal se abría, brotó como una llama la luz de los cabellos que él en sus madrigales llamaba rubias olas, brotó, porque un aroma igual tuvieron ellos… Y se alejó en silencio para llorar a solas. Como atento no más a mi quimera no reparaba en torno mío, un día me sorprendió la fértil primavera que en todo el ancho campo sonreía. Brotaban verdes hojas, de las hinchadas yemas del ramaje, y flores amarillas, blancas, rojas, alegraban la mancha del paisaje. Y era una lluvia de saetas de oro, el sol sobre las frondas juveniles; del amplio río en el caudal sonoro se miraban los álamos gentiles. Tras de tanto camino es la primera vez que miro brotar la primavera, dije, y después, declamatoriamente: —¡Cuán tarde ya para la dicha mía! Y luego, al caminar, como quien siente alas de otra ilusión: —Y todavía ¡yo alcanzaré mi juventud un día! Lejos de tu jardín quema la tarde inciensos de oro en purpurinas llamas, tras el bosque de cobre y de ceniza. En tu jardín hay dalias. ¡Malhaya tu jardín!… Hoy me parece la obra de un peluquero, con esa pobre palmerilla enana, y ese cuadro de mirtos recortados… y el naranjito en su tonel… El agua de la fuente de piedra no cesa de reír sobre la concha blanca. ¿Sevilla?… ¿Granada?… La noche de luna, blancas paredes y oscuras ventanas. Cerrados postigos, corridas persianas… El cielo vestía su gasa de abril. Un vino risueño me dijo el camino. Yo escucho los áureos consejos del vino, el vino es a veces escala de ensueño. Abril y la noche y el vino risueño ataron en coro su salmo de amor. La calle copiaba, con sombra en el muro, el paso fantasma y el sueño maduro de apuesto embozado, galán caballero: espada tendida, calado sombrero… La luna vertía su blanco soñar. Como un laberinto mi sueño torcía de calle en calleja. Mi sombra seguía de aquel laberinto la sierpe encantada, en pos de una oculta plazuela cerrada. La luna lloraba su dulce blancor. La casa y la clara ventana florida, de blancos jazmines y nardos prendida, más blancos que el blanco soñar de la luna… —Señora, la hora, tal vez importuna… ¿Que espere? (La dueña se lleva el candil.) Ya sé que sería quimera, señora, mi sombra galante buscando a la aurora en noches de estrellas y luna, si fuera mentira la blanca nocturna quimera que usurpa a la luna su trono de luz. ¡Oh dulce señora, más cándida y bella que la solitaria matutina estrella tan clara en el cielo! ¿Por qué silenciosa oís mi nocturna querella amorosa? ¿Quién hizo, señora, cristal vuestra voz?… La blanca quimera parece que sueña. Acecha en la oscura estancia la dueña. —Señora, si acaso otra sombra emboscada teméis, en la sombra, fiad en mi espada… Mi espada se ha visto a la luna brillar. ¿Acaso os parece mi gesto anacrónico? El vuestro es, señora, sobrado lacónico. ¿Acaso os asombra mi sombra embozada, de espada tendida y toca plumada?… ¿Seréis la cautiva del moro Gazul? Dijéraislo, y pronto mi amor os diría el son de mi guzla y la algarabía más dulce que oyera ventana moruna Mi guzla os dijera la noche de luna, la noche de cándida luna de abril. Dijera la clara cantiga de plata del patio moruno, y la serenata que lleva el aroma de floridas preces a los miradores y a los ajimeces, los salmos de un blanco fantasma lunar. Dijera las danzas de trenzas lascivas, las muelles cadencias de ensueños, las vivas centellas de lánguidos rostros velados, los tibios perfumes, los huertos cerrados; dijera el aroma letal del harén. Yo guardo, señora, en viejo salterio también una copla de blanco misterio, la copla más suave, más dulce y más sabia que evoca las claras estrellas de Arabia y aromas de un moro jardín andaluz. 74 Silencio… En la noche la paz de la luna alumbra la blanca ventana moruna. Silencio… Es el musgo que brota, y la hiedra que lenta desgarra la tapia de piedra… El llanto que vierte la luna de abril. —Si sois una sombra de la primavera blanca entre jazmines, o antigua quimera soñada en las trovas de dulces cantores, yo soy una sombra de viejos cantares, y el signo de un álgebra vieja de amores. Los gayos, lascivos decires mejores, los árabes albos nocturnos soñares, las coplas mundanas, los salmos talares, poned en mis labios; yo soy una sombra también del amor. Ya muerta la luna, mi sueño volvía por la retorcida, moruna calleja. El sol en Oriente reía su risa más vieja. Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte! Medrosas tiritan tus hojas menguadas. Naranjo en la corte, ¡qué pena de verte con tus naranjitas secas y arrugadas! Pobre limonero de fruto amarillo cual pomo pulido de pálida cera, ¡qué pena mirarte, mísero arbolito criado en mezquino tonel de madera! De los claros bosques de la Andalucía, ¿quién os trajo a esta castellana tierra que barren los vientos de la adusta sierra, hijos de los campos de la tierra mía? ¡Gloria de los huertos, árbol limonero, que enciendes los frutos de pálido oro, y alumbras del negro cipresal austero las quietas plegarias erguidas en coro; y fresco naranjo del patio querido, del campo risueño y el huerto soñado, siempre en mi recuerdo maduro o florido de frondas y aromas y frutos cargado! Está la plaza sombría; muere el día. Suenan lejos las campanas. De balcones y ventanas se iluminan las vidrieras, con reflejos mortecinos, como huesos blanquecinos y borrosas calaveras. En toda la tarde brilla una luz de pesadilla. Está el sol en el ocaso. Suena el eco de mi paso. —¿Eres tú? Ya te esperaba… —No eras tú a quien yo buscaba. Pasan las horas de hastío por la estancia familiar, el amplio cuarto sombrío donde yo empecé a soñar. Del reloj arrinconado, que en la penumbra clarea, el tic-tac acompasado odiosamente golpea. Dice la monotonía del agua clara al caer: un día es como otro día; hoy es lo mismo que ayer. Cae la tarde. El viento agita el parque mustio y dorado… ¡Qué largamente ha llorado toda la fronda marchita! Sonaba el reloj la una, dentro de mi cuarto. Era triste la noche. La luna, reluciente calavera, ya del cenit declinado, iba del ciprés del huerto fríamente iluminado el alto ramaje yerto. Por la entreabierta ventana llegaban a mis oídos metálicos alaridos de una música lejana. Una música tristona, una mazurca olvidada, entre inocente y burlona, mal tañida y mal soplada. Y yo sentí el estupor del alma cuando bosteza el corazón, la cabeza, y… morirse es lo mejor. Nuestros vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir. ¡Gran cantar! Entre los poetas míos tiene Manrique un altar. Dulce goce de vivir: mala ciencia del pasar, ciego huir a la mar. Tras el pavor del morir está el placer de llegar. ¡Gran placer! Mas ¿y el horror de volver? ¡Gran pesar! Anoche cuando dormía soñé, ¡bendita ilusión! que una fontana fluía dentro de mi corazón. Di, ¿por qué acequia escondida, agua, vienes hasta mí, manantial de nueva vida de donde nunca bebí? Anoche cuando dormía soñé, ¡bendita ilusión! que una colmena tenía dentro de mi corazón; y las doradas abejas iban fabricando en él, con las amarguras viejas, blanca cera y dulce miel. Anoche cuando dormía soñé, ¡bendita ilusión! que un ardiente sol lucía dentro de mi corazón. Era ardiente porque daba calores de rojo hogar, y era sol porque alumbraba y porque hacía llorar. Anoche cuando dormía soñé, ¡bendita ilusión! que era Dios lo que tenía dentro de mi corazón. ¿Mi corazón se ha dormido? Colmenares de mis sueños ¿ya no labráis? ¿Está seca la noria del pensamiento, los cangilones vacíos, girando, de sombra llenos? No, mi corazón no duerme. Está despierto, despierto. Ni duerme ni sueña, mira, los claros ojos abiertos, señas lejanas y escucha a orillas del gran silencio. Leyendo un claro día mis bien amados versos, he visto en el profundo espejo de mis sueños que una verdad divina temblando está de miedo, y es una flor que quiere echar su aroma al viento. El alma del poeta se orienta hacia el misterio. Sólo el poeta puede mirar lo que está lejos dentro del alma, en turbio y mago sol envuelto. En esas galerías, sin fondo, del recuerdo, donde las pobres gentes colgaron cual trofeo el traje de una fiesta apolillado y viejo, allí el poeta sabe el laborar eterno mirar de las doradas abejas de los sueños. Poetas, con el alma atenta al hondo cielo, en la cruel batalla o en el tranquilo huerto, la nueva miel labramos 86 con los dolores viejos, la veste blanca y pura pacientemente hacemos, y bajo el sol bruñimos el fuerte arnés de hierro. El alma que no sueña, el enemigo espejo, proyecta nuestra imagen con un perfil grotesco. Sentimos una ola de sangre, en nuestro pecho, que pasa… y sonreímos, y a laborar volvemos. Desgarrada la nube; el arco iris brillando ya en el cielo, y en un fanal de lluvia y sol en el campo envuelto. Desperté. ¿Quién enturbia los mágicos cristales de mi sueño? Mi corazón latía atónito y disperso. …¡El limonar florido, el cipresal del huerto, el prado verde, el sol, el agua, el iris…, el agua en tus cabellos!… Y todo en la memoria se perdía como una pompa de jabón al viento. Y era el demonio de mi sueño, el ángel más hermoso. Brillaban como aceros los ojos victoriosos, y las sangrientas llamas de su antorcha alumbraron la honda cripta del alma. —¿Vendrás conmigo? —No, jamás; las tumbas y los muertos me espantan. Pero la férrea mano mi diestra atenazaba. —Vendrás conmigo… Y avancé en mi sueño cegado por la roja luminaria. Y en la cripta sentí sonar cadenas, y rebullir de fieras enjauladas. Desde el umbral de un sueño me llamaron… Era la buena voz, la voz querida. —Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?… Llegó a mi corazón una caricia. —Contigo siempre… Y avancé en mi sueño por una larga, escueta galería, sintiendo el roce de la veste pura y el palpitar suave de la mano amiga. Una clara noche de fiesta y de luna, noche de mis sueños, noche de alegría —era luz de mi alma, que hoy es bruma toda, no eran mis cabellos negros todavía—, el hada más joven me llevó en sus brazos a la alegre fiesta que en la plaza ardía. So el chisporroteo de las luminarias, amor sus madejas de danzas tejía. Y en aquella noche de fiesta y de luna, noche de mis sueños, noche de alegría, el hada más joven besaba mi frente…, con su linda mano su adiós me decía… Todos los rosales daban sus aromas, todos los amores amor entreabría. Si yo fuera un poeta galante cantaría a vuestros ojos un cantar tan puro como en el mármol blanco el agua limpia. Y en una estrofa de agua todo el cantar sería: «Ya sé que no responden a mis ojos, que ven y no preguntan cuando miran, los vuestros claros, vuestros ojos tienen la buena luz tranquila, la buena luz del mundo en flor, que he visto desde los brazos de mi madre un día». Llamó a mi corazón, un claro día, con un perfume de jazmín, el viento —A cambio de este aroma, todo el aroma de tus rosas quiero. —No tengo rosas; flores en mi jardín no hay ya; todas han muerto. Me llevaré los llantos de las fuentes, las hojas amarillas y los mustios pétalos. Y el viento huyó… Mi corazón sangraba Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto? Hoy buscarás en vano a tu dolor consuelo. Lleváronse tus hadas el lino de tus sueños. Está la fuente muda, y está marchito el huerto. Hoy sólo quedan lágrimas para llorar. No hay que llorar, ¡silencio! Y nada importa ya que el vino de oro rebose de tu copa cristalina, o el agrio zumo enturbie el puro vaso… Tú sabes, las secretas galerías del alma, los caminos de los sueños, y la tarde tranquila donde van a morir… Allí te aguardan las hadas silenciosas de la vida, y hacia un jardín de eterna primavera te llevarán un día. ¡Tocados de otros días, mustios encajes y marchitas sedas; salterios arrumbados, rincones de las salas polvorientas; daguerrotipos turbios, cartas que amarillean; libracos no leídos que guardan grises florecitas secas; romanticismos muertos, cursilerías viejas, cosas de ayer que sois el alma, y cantos y cuentos de la abuela!… La casa tan querida donde habitaba ella, sobre un montón de escombros arruinada o derruida, enseña el negro y carcomido mal trabado esqueleto de madera. La luna está vertiendo su clara luz en sueños que platea en las ventanas. Mal vestido y triste, voy caminando por la calle vieja. Ante el pálido lienzo de la tarde, la iglesia, con sus torres afiladas y el ancho campanario, en cuyos huecos voltean suavemente las campanas, alta y sombría, surge. La estrella es una lágrima en el azul celeste. Bajo la estrella clara, flota, vellón disperso, una nube quimérica de plata Tarde tranquila, casi con placidez de alma, para ser joven, para haberlo sido cuando Dios quiso, para tener algunas alegrías… lejos, y poder dulcemente recordarlas. Yo, como Anacreonte, quiero cantar, reír y echar al viento las sabias amarguras y los graves consejos. Y quiero, sobre todo, emborracharme, ya lo sabéis… ¡Grotesco! Pura fe en el morir, pobre alegría y macabro danzar antes de tiempo. ¡Oh tarde luminosa! El aire está encantado. La blanca cigüeña dormita volando, y las golondrinas se cruzan, tendidas las alas agudas al viento dorado, y en la tarde risueña se alejan volando, soñando… Y hay una que torna como la saeta, las alas agudas tendidas al aire sombrío, buscando su negro rincón del tejado. La blanca cigüeña, como un garabato, tranquila y disforme, ¡tan disparatada! sobre el campanario. Es una tarde cenicienta y mustia, destartalada, como el alma mía; y es esta vieja angustia que habita mi usual hipocondría. La causa de esta angustia no consigo ni vagamente comprender siquiera; pero recuerdo y, recordando, digo: —Sí, yo era niño, y tú, mi compañera. Y no es verdad, dolor, yo te conozco, tú eres nostalgia de la vida buena y soledad de corazón sombrío, de barco sin naufragio y sin estrella. Como perro olvidado que no tiene huella ni olfato y yerra por los caminos, sin camino, como el niño que en la noche de una fiesta se pierde entre el gentío y el aire polvoriento y las candelas chispeantes, atónito, y asombra su corazón de música y de pena, así voy yo, borracho melancólico, guitarrista lunático, poeta, y pobre hombre en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla. ¿Y ha de morir contigo el mundo mago donde guarda el recuerdo los hálitos más puros de la vida, la blanca sombra del amor primero, la voz que fue a tu corazón, la mano que tú querías retener en sueños, y todos los amores que llegaron al alma, al hondo cielo? ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, la vieja vida en orden tuyo y nuevo? ¿Los yunques y crisoles de tu alma trabajan para el polvo y para el viento? Desnuda está la tierra, y el alma aúlla al horizonte pálido como loba famélica. ¿Qué buscas, poeta, en el ocaso? Amargo caminar, porque el camino pesa en el corazón. ¡El viento helado, y la noche que llega, y la amargura de la distancia!… En el camino blanco algunos yertos árboles negrean; en los montes lejanos hay oro y sangre… El sol murió… ¿Qué buscas poeta, en el ocaso? La tarde está muriendo como un hogar humilde que se apaga. Allá, sobre los montes, quedan algunas brasas. Y ese árbol roto en el camino blanco hace llorar de lástima. ¡Dos ramas en el tronco herido, y una hoja marchita y negra en cada rama! ¿Lloras?… Entre los álamos de oro, lejos, la sombra del amor te aguarda. Te he visto, por el parque ceniciento que los poetas aman para llorar, cómo una noble sombra vagar, envuelto en tu levita larga. El talante cortés, ha tantos años compuesto de una fiesta en la antesala, ¡qué bien tus pobres huesos ceremoniosos guardan! Yo te he visto, aspirando distraído, con el aliento que la tierra exhala —hoy tibia tarde en que las mustias hojas húmedo viento arranca—, del eucalipto verde el frescor de las hojas perfumadas. Y te he visto llevar la seca mano a la perla que brilla en tu corbata. El hada más hermosa ha sonreído al ver la lumbre de una estrella pálida, que en hilo suave, blanco y silencioso se enrosca al huso de su rubia hermana. Y vuelve a sonreír, porque en su rueca el hilo de los campos se enmaraña. Tras la tenue cortina de la alcoba está el jardín envuelto en luz dorada. La cuna, casi en sombra. El niño duerme. Dos hadas laboriosas lo acompañan, hilando de los sueños los sutiles copos en ruecas de marfil y plata. Guitarra del mesón que hoy suenas jota, mañana petenera, según quien llega y tañe las empolvadas cuerdas, guitarra del mesón de los caminos, no fuiste nunca, ni serás, poeta. Tú eres alma que dice su armonía solitaria a las almas pasajeras… Y siempre que te escucha el caminante sueña escuchar un aire de su tierra. El rojo sol de un sueño en el Oriente asoma. Luz en sueños. ¿No tiemblas, andante peregrino? Pasado el llano verde, en la florida loma, acaso está el cercano final de tu camino. Tú no verás del trigo la espiga sazonada y de macizas pomas cargado el manzanar, ni de la vid rugosa la uva aurirrosada ha de exprimir su alegre licor en tu lagar. Cuando el primer aroma exhalen los jazmines y cuando más palpiten las rosas del amor, una mañana de oro que alumbre los jardines, ¿no huirá, como una nube dispersa, el sueño en flor? Campo recién florido y verde, ¡quién pudiera soñar aún largo tiempo en estas pequeñitas corolas azuladas que manchan la pradera, y en esas diminutas primeras margaritas! La primavera besaba suavemente la arboleda, y el verde nuevo brotaba como una verde humareda. Las nubes iban pasando sobre el campo juvenil… Yo vi en las hojas temblando las frescas lluvias de abril. Bajo ese almendro florido, todo cargado de flor —recordé—, yo he maldecido mi juventud sin amor. Hoy, en mitad de la vida, me he parado a meditar… ¡Juventud nunca vivida quién te volviera a soñar! Eran ayer mis dolores como gusanos de seda que iban labrando capullos; hoy son mariposas negras. ¡De cuántas flores amargas ha sacado blanca cera! ¡Oh tiempo en que mis pesares trabajaban como abejas! Hoy son como avenas locas, o cizaña en sementera, como tizón en espiga, como carcoma en madera. ¡Oh tiempo en que mis dolores tenían lágrimas buenas, y eran como agua de noria que va regando una huerta! Hoy son agua de torrente que arranca el limo a la tierra. Dolores que ayer hicieron de mi corazón colmena, hoy tratan mi corazón como a una muralla vieja: quieren derribarlo, y pronto, al golpe de la piqueta. Galería del alma… ¡El alma niña! Su clara luz risueña; y la pequeña historia, y la alegría de la vida nueva… ¡Ah, volver a nacer, y andar camino, ya recobrada la perdida senda! Y volver a sentir en nuestra mano aquel latido de la mano buena de nuestra madre… Y caminar en sueños por amor de la mano que nos lleva. En nuestras almas todo por misteriosa mano se gobierna. Incomprensibles, mudas, nada sabemos de las almas nuestras. Las más hondas palabras del sabio nos enseñan, lo que el silbar del viento cuando sopla, o el sonar de las aguas cuando ruedan. Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas, hizo sonar la música olvidada como una nota de la lira inmensa, y la ola humilde a nuestros labios vino de unas pocas palabras verdaderas. Y podrás conocerte, recordando del pasado soñar los turbios lienzos, en este día triste en que caminas con los ojos abiertos. De toda la memoria, sólo vale el don preclaro de evocar los sueños. Los árboles conservan verdes aun las copas, pero del verde mustio de las marchitas frondas. El agua de la fuente, sobre la piedra tosca y de verdín cubierta, resbala silenciosa. Arrastra el viento algunas amarillentas hojas. ¡El viento de la tarde sobre la tierra en sombra! Húmedo está, bajo el laurel, el banco de verdinosa piedra; lavó la lluvia, sobre el muro blanco, las empolvadas hojas de la hiedra. Del viento del otoño el tibio aliento los céspedes undula, y la alameda conversa con el viento… ¡el viento de la tarde en la arboleda! Mientras el sol en el ocaso esplende que los racimos de la vid orea, y el buen burgués, en su balcón, enciende la estoica pipa en que el tabaco humea, voy recordando versos juveniles… ¿Qué fue de aquel mi corazón sonoro? ¿Será cierto que os vais, sombras gentiles, huyendo entre los árboles de oro? Yo conocí, siendo niño, la alegría de dar vueltas sobre un corcel colorado, en una noche de fiesta. En el aire polvoriento chispeaban las candelas, y la noche azul ardía toda sembrada de estrellas. ¡Alegrías infantiles que cuestan una moneda de cobre, lindos pegasos, caballitos de madera! Deletreos de armonía que ensaya inexperta mano. Hastío. Cacofonía del sempiterno piano que yo de niño escuchaba soñando… no sé con qué. Con algo que no llegaba, todo lo que ya se fue. En medio de la plaza y sobre tosca piedra, el agua brota y brota. En el cercano huerto eleva, tras el muro ceñido por la hiedra, alto ciprés la mancha de su ramaje yerto. La tarde está cayendo frente a los caserones de la ancha plaza, en sueños. Relucen las vidrieras con ecos mortecinos de sol. En los balcones hay formas que parecen confusas calaveras. La calma es infinita en la desierta plaza, donde pasea el alma su traza de alma en pena. El agua brota y brota en la marmórea taza. En todo el aire en sombra no más que el agua suena. Poeta ayer, hoy triste y pobre filósofo trasnochado, tengo en monedas de cobre el oro de ayer cambiada. Sin placer y sin fortuna, pasó como una quimera mi juventud, la primera… la sola, no hay más que una: la de dentro es la de fuera. Pasó como un torbellino, bohemia y aborrascada, harta de coplas y vino, mi juventud bien amada. Y hoy miro a las galerías del recuerdo, para hacer aleluyas de elegías desconsoladas de ayer. ¡Adiós, lágrimas cantoras, lágrimas que alegremente brotabais, como en la fuente las limpias aguas sonoras! ¡Buenas lágrimas vertidas por un amor juvenil, cual frescas lluvias caídas sobre los campos de abril! No canta ya el ruiseñor de cierta noche serena; sanamos del mal de amor que sabe llorar sin pena. Poeta ayer, hoy triste y pobre filósofo trasnochado, tengo en monedas de cobre el oro de ayer cambiado. Es mediodía. Un parque. Invierno. Blancas sendas; simétricos montículos y ramas esqueléticas. Bajo el invernadero, naranjos en maceta, y en su tonel, pintado de verde, la palmera. Un viejecillo dice, para su capa vieja: «¡El sol, esta hermosura del sol!…» Los niños juegan. El agua de la fuente resbala, corre y sueña lamiendo, casi muda, la verdinosa piedra. Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido —ya conocéis mi torpe aliño indumentario—; mas recibí la flecha que me asignó Cupido y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada. Converso con el hombre que siempre va conmigo —quien habla solo espera hablar a Dios un día—; mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía. Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. Y cuando llegue el día del último viaje y esté a partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día. Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, buscando los recodos de sombra, lentamente. A trechos me paraba para enjugar mi frente y dar algún respiro al pecho jadeante; o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia delante y hacia la mano diestra vencido y apoyado en un bastón, a guisa de pastoril cayado, trepaba por los cerros que habitan las rapaces aves de altura, hollando las hierbas montaraces de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego—. Sobre los agrios campos caía un sol de fuego. Un buitre de anchas alas, con majestuoso vuelo cruzaba solitario el puro azul del cielo. Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo, y una redonda loma cual recamado escudo, y cárdenos alcores sobre la parda tierra —harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—, las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero para formar la corva ballesta de un arquero en torno a Soria. —Soria es una barbacana hacia Aragón que tiene la torre castellana—. Veía el horizonte cerrado por colinas oscuras, coronadas de robles y de encinas; desnudos peñascales, algún humilde prado donde el merino pace y el toro arrodillado sobre la hierba rumia, las márgenes del río lucir sus verdes álamos al claro sol de estío y, silenciosamente, lejanos pasajeros, ¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—, cruzar el largo puente y bajo las arcadas de piedra ensombrecerse las agujas plateadas del Duero. El Duero cruza el corazón de roble de Iberia y de Castilla. ¡Oh tierra triste y noble, la de los altos llanos y yermos y roquedas, de campos sin arados, regatos ni arboledas; decrépitas ciudades, caminos sin mesones y atónitos palurdos sin danzas ni canciones que aún van, abandonando el mortecino hogar, como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar! Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora. ¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada? Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira; cambian la mar y el monte y el ojo que los mira. ¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma yerra de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra. La madre en otro tiempo fecunda en capitanes madrastra es apenas de humildes ganapanes. Castilla no es aquella tan generosa un día, cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía, ufano de su nueva fortuna y su opulencia, a regalar a Alfonso los huertos de Valencia; o que, tras la aventura que acreditó sus bríos, pedía la conquista de los inmensos ríos indianos. a la corte; la madre de soldados, guerreros y adalides que han de tornar cargados de plata y oro a España, en regios galeones, para la presa, cuervos; para la lid, leones. Filósofos nutridos de sopa de convento contemplan impasibles el amplio firmamento; y si les llega en sueños, como un rumor distante, clamor de mercaderes de muelles de Levante, no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa? Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa. Castilla miserable, ayer dominadora; envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora. El sol va declinando. De la ciudad lejana me llega un armonioso tañido de campana —ya irán a su rosario las enlutadas viejas—. De entre las peñas salen dos lindas comadrejas; me miran y se alejan, huyendo, y aparecen de nuevo, ¡tan curiosas! ... Los campos se oscurecen. Hacia el camino blanco está el mesón abierto al campo ensombrecido y al pedregal desierto. El hombre de estos campos que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra, antaño hubo raído los negros encinares, talado los robustos robledos de la sierra. Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares; la tempestad llevarse los limos de la tierra por los sagrados ríos hacia los anchos mares; y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra. Es hijo de una estirpe de rudos caminantes, pastores que conducen sus hordas de merinos a Extremadura fértil, rebaños trashumantes que mancha el polvo y dora el sol de los caminos. Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto, hundidos, recelosos, movibles; y trazadas cual arco de ballesta, en el semblante enjuto de pómulos salientes, las cejas muy pobladas. Abunda el hombre malo del campo y de la aldea, capaz de insanos vicios y crímenes bestiales, que bajo el pardo sayo esconde un alma fea, esclava de los siete pecados capitales. Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza, guarda su presa y llora la que el vecino alcanza; ni para su infortunio ni goza su riqueza; le hieren y acongojan fortuna y malandanza. El numen de estos campos es sanguinario y fiero: al declinar la tarde, sobre el remoto alcor, veréis agigantarse la forma de un arquero, la forma de un inmenso centauro flechador. Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta —no fue por estos campos el bíblico jardín—; son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín. Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano, el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas en donde los vencejos anidan en verano y graznan en las noches de invierno las cornejas. Con su frontón al Norte, entre los dos torreones de antigua fortaleza, el sórdido edificio de agrietados muros y sucios paredones es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio! Mientras el sol de enero su débil luz envía, su triste luz velada sobre los campos yermos, a un ventanuco asoman, al declinar el día, algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos, a contemplar los montes azules de la sierra; o, de los cielos blancos, como sobre una fosa, caer la blanca nieve sobre la fría tierra, sobre la tierra fría la nieve silenciosa... Igual que el ballestero tahúr de la cantiga, tuviera una saeta el hombre ibero para el Señor que apedreó la espiga y malogró los frutos otoñales, y un “gloria a ti” para el Señor que grana centenos y trigales que el pan bendito le darán mañana. “Señor de la ruina adoro porque aguardo y porque temo: con mi oración se inclina hacia la tierra un corazón blasfemo. ¡Señor, por quien arranco el pan con pena, sé tu poder, conozco mi cadena! ¡Oh dueño de la nube del estío que la campiña arrasa, del seco otoño, del helar tardío y del bochorno que la mies abrasa! “¡Señor del iris, sobre el campo verde donde la oveja pace; Señor del fruto que el gusano muerde y de la choza que el turbión deshace, “tu soplo el fuego del hogar aviva, tu lumbre da sazón al rubio grano, y cuaja el hueso de la verde oliva, la noche de San Juan, tu santa mano! “¡Oh dueño de fortuna y de pobreza, ventura y malandanza, que al rico das favores y pereza y al pobre su fatiga y su esperanza! “¡Señor, Señor: en la voltaria rueda del año he visto mi simiente echada, corriendo igual albur que la moneda del jugador en el azar sembrada! “¡Señor, hoy paternal, ayer cruento, con doble faz de amor y de venganza, a Ti, en un dado de tahúr al viento, va mi oración, blasfemia y alabanza!” Este que insulta a Dios en los altares, no más atento al ceño del Destino, también soñó caminos en los mares y dijo: “Es Dios sobre la mar camino.” ¿No es él quien puso a Dios sobre la guerra más allá de la suerte, más allá de la tierra, más allá de la mar y de la muerte? ¿No dio la encina ibera para el fuego de Dios la buena rama, que fue en la santa hoguera de amor una con Dios en pura llama? Mas hoy... ¡Qué importa un día! Para los nuevos lares estepas hay en la floresta umbría, leña verde en los viejos encinares. Aún larga patria espera abrir al corvo arado sus besanas; para el grano de Dios hay sementera bajo cardos y abrojos y bardanas. ¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito; ¡hombres de España, ni el pasado ha muerto, ni está el mañana—ni el ayer—escrito! ¿Quién ha visto la faz al Dios hispano? Mi corazón aguarda al hombre ibero de la recia mano, que tallará en el roble castellano el Dios adusto de la tierra parda. ¡Primavera soriana, primavera humilde, como el sueño de un bendito, de un pobre caminante que durmiera de cansancio en un páramo infinito! ¡Campillo amarillento, como tosco sayal de campesina, pradera de velludo polvoriento donde pace la escuálida merina! ¡Aquellos diminutos pegujales de tierra dura y fría, donde apuntan centenos y trigales que el pan moreno nos darán un día! Y otra vez roca y roca, pedregales desnudos y pelados serrijones, la tierra de las águilas caudales, malezas y jarales, hierbas monteses, zarzas y cambrones. ¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía! ¡Castilla, tus decrépitas ciudades! ¡La agria melancolía que puebla tus sombrías soledades! ¡Castilla varonil, adusta tierra; Castilla del desdén contra la suerte, Castilla del dolor y de la guerra, tierra inmortal, Castilla de la muerte! Era una tarde, cuando el campo huía del sol, y en el asombro del planeta, como un globo morado aparecía la hermosa luna, amada del poeta. En el cárdeno cielo vïoleta alguna clara estrella fulguraba. El aire ensombrecido oreaba mis sienes y acercaba el murmullo del agua hasta mi oído. Entre cerros de plomo y de ceniza manchados de roídos encanares, y entre calvas roquedas de caliza, iba a embestir los ocho tajamares del puente el padre río, que surca de Castilla el yermo frío. ¡Oh Duero, tu agua corre y correrá mientras las nieves blancas de enero el sol de mayo haga fluir por hoces y barrancas; mientras tengan las sierras su turbante de nieve y de tormenta, y brille el olifante del sol, tras de la nube cenicienta!... ¿Y el viejo romancero fue el sueño de un juglar junto a tu orilla? ¿Acaso como tú y por siempre, Duero, irá corriendo hacia la mar Castilla? ¡Encinares castellanos en laderas y altozanos, serrijones y colinas llenos de oscura maleza, encinas, pardas encinas humildad y fortaleza! Mientras que llenándoos va el hacha de calvijares, ¿nadie cantaros sabrá, encinares? El roble es la guerra, el roble dice el valor y el coraje, rabia inmoble en su torcido ramaje; y es más rudo que la encina, más nervudo, más altivo y más señor. El alto roble parece que recalca y ennudece su robustez como atleta que, erguido, afinca en el suelo. El pino es el mar y el cielo y la montaña: el planeta. La palmera es el desierto, el sol y la lejanía: la sed; una fuente fría soñada en el campo yerto. Las hayas son la leyenda. Alguien, en las viejas hayas, leía una historia horrenda de crímenes y batallas. ¿Quién ha visto sin temblar un hayedo en un pinar? Los chopos son la ribera, liras de la primavera, cerca del agua que fluye, pasa y huye, viva o lenta, que se emboca turbulenta o en remanso se dilata. En su eterno escalofrío copian del agua del río las vivas ondas de plata. De los parques las olmedas son las buenas arboledas que nos han visto jugar, cuando eran nuestros cabellos rubios y, con nieve en ellos, nos han de ver meditar. Tiene el manzano el olor de su poma, el eucalipto el aroma de sus hojas, de su flor el naranjo la fragancia; y es del huerto la elegancia el ciprés oscuro y yerto. ¿Qué tienes tú, negra encina campesina, con tus ramas sin color en el campo sin verdor; con tu tronco ceniciento sin esbeltez ni altiveza, con tu vigor sin tormento, y tu humildad que es firmeza? En tu copa ancha y redonda nada brilla, ni tu verdioscura fronda ni tu flor verdiamarilla. Nada es lindo ni arrogante en tu porte, ni guerrero, nada fiero que aderece tu talante. Brotas derecha o torcida con esa humildad que cede sólo a la ley de la vida, que es vivir como se puede. El campo mismo se hizo árbol en ti, parda encina. Ya bajo el sol que calcina, ya contra el hielo invernizo, el bochorno y la borrasca, el agosto y el enero, los copos de la nevasca, los hilos del aguacero, siempre firme, siempre igual, impasible, casta y buena, ¡oh tú, robusta y serena, eterna encina rural de los negros encinares de la raya aragonesa y las crestas militares de la tierra pamplonesa; encinas de Extremadura, de Castilla, que hizo a España, encinas de la llanura, del cerro y de la montaña; encinas del alto llano que el joven Duero rodea, y del Tajo que serpea por el suelo toledano; encinas de junto al mar —en Santander—, encinar que pones tu nota arisca, como un castellano ceño, en Córdoba la morisca, y tú, encinar madrileño, bajo Guadarrama frío, tan hermoso, tan sombrío, con tu adustez castellana corrigiendo la vanidad y el atuendo y la hetiquez cortesana!... Ya sé, encinas campesinas, que os pintaron, con lebreles elegantes y corceles, los más egregios pinceles, y os cantaron los poetas augustales, que os asordan escopetas de cazadores reales; mas sois el campo y el lar y la sombra tutelar de los buenos aldeanos que visten parda estameña, y que cortan vuestra leña con sus manos. Eres tú, Guadarrama, viejo amigo, la sierra gris y blanca, la sierra de mis tardes madrileñas que yo veía en el azul pintada? Por tus barrancos hondos y por tus cumbres agrias, mil Guadarramas y mil soles vienen, cabalgando conmigo, a tus entrañas. Son de abril las aguas mil. Sopla el viento achubascado, y entre nublado y nublado hay trozos de cielo añil. Agua y sol. El iris brilla. En una nube lejana, zigzaguea una centella amarilla. La lluvia da en la ventana y el cristal repiquetea. A través de la neblina que forma la lluvia fina, se divisa un prado verde, y un encinar se esfumina, y una sierra gris se pierde. Los hilos del aguacero sesgan las nacientes frondas, y agitan las turbias ondas en el remanso del Duero. Lloviendo está en los habares y en las pardas sementeras; hay sol en los encinares, charcos por las carreteras. Lluvia y sol. Ya se oscurece el campo, ya se ilumina; allí un cerro desparece, allá surge una colina. Ya son claros, ya sombríos los dispersos caseríos, los lejanos torreones. Hacia la sierra plomiza van rodando en pelotones nubes de guata y ceniza. Es una tarde mustia y desabrida de un otoño sin frutos, en la tierra estéril y raída donde la sombra de un centauro yerra. Por un camino en la árida llanura, entre álamos marchitos, a solas con su sombra y su locura, va el loco hablando a gritos. Lejos se ven sombríos estepares, colinas con malezas y cambrones, y ruinas de viejos encinares coronando los agrios serrijones. El loco vocifera a solas con su sombra y su quimera. Es horrible y grotesca su figura; flaco, sucio, maltrecho y mal rapado, ojos de calentura iluminan su rostro demacrado. Huye de la ciudad... Pobres maldades, misérrimas virtudes y quehaceres de chulos aburridos, y ruindades de ociosos mercaderes. Por los campos de Dios el loco avanza. Tras la tierra esquelética y sequiza —rojo de herrumbre y pardo de ceniza— hay un sueño de lirio en lontananza. Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano! —¡carne triste y espíritu villano!—. No fue por una trágica amargura esta alma errante desgajada y rota; purga un pecado ajeno: la cordura, la terrible cordura del idiota. La calva prematura brilla sobre la frente amplia y severa; bajo la piel de pálida tersura se trasluce la fina calavera. Mentón agudo y pómulos marcados por trazos de un punzón adamantino; y de insólita púrpura manchados los labios que soñara un florentino. Mientras la boca sonreír parece, los ojos perspicaces, que un ceño pensativo empequeñece, miran y ven, profundos y tenaces. Tiene sobre la mesa un libro viejo donde posa la mano distraída. Al fondo de la cuadra, en el espejo, una tarde dorada está dormida. Montañas de violeta y grasientos breñales, la tierra que ama el santo y el poeta, los buitres y las águilas caudales. Del abierto balcón al blanco muro va una franja de sol anaranjada que inflama el aire, en el ambiente oscuro que envuelve la armadura arrinconada. El acusado es pálido y lampiño. Arde en sus ojos una fosca lumbre que repugna a su máscara de niño y ademán de piadosa mansedumbre. Conserva del oscuro seminario el talante modesto y la costumbre de mirar a la tierra o al breviario. Devoto de María, madre de pecadores, por Burgos bachiller en teología, presto a tomar las órdenes menores. Fue su crimen atroz. Hartóse un día de los textos profanos y divinos, sintió pesar del tiempo que perdía enderezando hipérbatons latinos. Enamoróse de una hermosa niña; subiósele el amor a la cabeza como el zumo dorado de la viña, y despertó su natural fiereza. En sueños vio a sus padres —labradores de mediano caudal —iluminados del hogar por los rojos resplandores, los campesinos rostros atezados, Quiso heredar. ¡Oh guindos y nogales del huerto familiar verde y sombrío, y doradas espigas candeales que colmarán las trojes del estío!. Y se acordó del hacha que pendía en el muro, luciente y afilada; el hacha fuerte que la leña hacía de la rama de roble cercenada. ..................................... Frente al reo, los jueces en sus viejos ropones enlutados y una hilera de oscuros entrecejos y de plebeyos rostros —los jurados. El abogado defensor perora, golpeando el pupitre con la mano; emborrona papel un escribano, mientras oye el fiscal, indiferente, el alegato enfático y sonoro, y repasa los autos judiciales o, entre sus dedos, de las gafas de oro acaricia los límpidos cristales. Dice un ujier: «Va sin remedio al palo.» El joven cuervo la clemencia espera. Un pueblo carne de horca, la severa justicia aguarda que castiga al malo. Yo, para todo viaje —siempre sobre la madera de mi vagón de tercera—, voy ligero de equipaje. Si es de noche, porque no acostumbro a dormir yo, y de día, por mirar los arbolitos pasar, yo nunca duermo en el tren, y, sin embargo, voy bien. ¡Este placer de alejarse! Londres, Madrid, Ponferrada, tan lindos... para marcharse. Lo molesto es la llegada. Luego, el tren, al caminar, siempre nos hace soñar; y casi, casi olvidamos el jamelgo que montamos. ¡Oh el pollino que sabe bien el camino! ¿Dónde estamos? ¿Dónde todos nos bajamos? ¡Frente a mí va una monjita tan bonita! Tiene esa expresión serena que a la pena da una esperanza infinita. Y yo pienso: Tú eres buena; porque diste tus amores a Jesús; porque no quieres ser madre de pecadores. Mas tú eres maternal, bendita entre las mujeres, madrecita virginal. Algo en tu rostro es divino bajo tus cofias de lino. Tus mejillas —esas rosas amarillas— fueron rosadas, y, luego, ardió en tus entrañas fuego; y hoy, esposa de la Cruz, ya eres luz, y sólo luz... ¡Todas las mujeres bellas fueran, como tú, doncellas en un convento a encerrarse!... Y la niña que yo quiero, ¡ay!, preferirá casarse con un mocito barbero! El tren camina y camina, y la máquina resuella, y tose con tos ferina. ¡Vamos en una centella! Es una hermosa noche de verano. Tienen las altas casas abiertos los balcones del viejo pueblo a la anchurosa plaza. En el amplio rectángulo desierto, bancos de piedra, evónimos y acacias simétricos dibujan sus negras sombras en la arena blanca. En el cenit, la luna, y en la torre, la esfera del reloj iluminada. Yo en este viejo pueblo paseando solo, como un fantasma. Mirad: el arco de la vida traza el iris sobre el campo que verdea. Buscad vuestros amores, doncellitas, donde brota la fuente de la piedra. En donde el agua ríe y sueña y pasa, allí el romance del amor se cuenta. ¿No han de mirar un día, en vuestros brazos, atónitos, el sol de primavera, ojos que vienen a la luz cerrados, y que al partirse dé la vida ciegan? ¿No beberán un día en vuestros senos los que mañana labrarán la tierra? ¡Oh, celebrad este domingo claro, madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas! Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre. Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas, y escriben en las torres sus blancos garabatos. Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas. Entre los robles muerden los negros toros la menuda hierba, y el pastor que apacienta los merinos su pardo sayo en la montaña deja. Es la tierra de Soria árida y fría. Por las colinas y las sierras calvas, verdes pradillos, cerros cenicientos, la primavera pasa, dejando entre las hierbas olorosas sus diminutas margaritas blancas. La tierra no revive, el campo sueña. Al empezar abril está nevada la espalda del Moncayo; el caminante lleva en su bufanda envueltos cuello y boca, y los pastores pasan cubiertos con sus luengas capas. Las tierras labrantías, como retazos de estameñas pardas; el huertecillo, el abejar, los trozos de verde oscuro en que el merino pasta, entre plomizos peñascales, siembran el sueño alegre de infantil Arcadia. En los chopos lejanos del camino, parecen humear las yertas ramas como un glauco vapor—las nuevas hojas—, y en las quiebras de valles y barrancas blanquean los zarzales florecidos y brotan las violetas perfumadas. Es el campo ondulado, y los caminos ya ocultan los viajeros que cabalgan en pardos borriquillos, ya al fondo de la tarde arrebolada elevan las plebeyas figurillas que el lienzo de oro del ocaso manchan. Mas si trepáis a un cerro y veis el campo desde los picos donde habita el águila, son tornasoles de carmín y acero, llanos plomizos, lomas plateadas, circuidos por montes de violeta, con las cumbres de nieve sonrosada. ¡Las figuras del campo sobre el cielo! Dos lentos bueyes aran en un alcor, cuando el otoño empieza, y entre las negras testas doblegadas bajo el pesado yugo, pende un cesto de juncos y retama, que es la cuna de un niño; y tras la yunta marcha un hombre que se inclina hacia la tierra, y una mujer que en las abiertas zanjas arroja la semilla. Bajo una nube de carmín y llama, en el oro fluido y verdinoso del poniente las sombras se agigantan. La nieve. En el mesón al campo abierto, se ve el hogar donde la leña humea, y la. olla al hervir borbollonea. El cierzo corre por el campo yerto, alborotando en blancos torbellinos la nieve silenciosa. La nieve sobre el campo y las caminos, cayendo está como sobre una fosa. Un viejo acurrucado tiembla y tose cerca del fuego; su mechón de lana la vieja hila, y una niña cose verde ribete a su estameña grana. Padres los viejos son de un arriero que caminó sobre la blanca tierra, y una noche perdió ruta y sendero, y se enterró en las nieves de la sierra. En torno al fuego hay un lugar vacío, y en la frente del viejo, de hosco ceño, como un tachón sombrío —tal el golpe de un hacha sobre un leño—. La vieja mira al campo, cual si oyera pasos sobre la nieve. Nadie pasa. Desierta la vecina carretera, desierto el campo en torno de la casa. La niña piensa que en los verdes prados ha de correr con otras doncellitas en los días azules y dorados, cuando crecen las blancas margaritas. ¡Soria fría, Soria pura, ‘’cabeza de Extremadura’’, con su castillo guerrero arruinado, sobre el Duero; con sus murallas roídas y sus casas denegridas! ¡Muerta ciudad de señores, soldados o cazadores; de portales con escudos de cien linajes hidalgos, y de famélicos galgos, de galgos flacos y agudos, que pululan por las sórdidas callejas y a la medianoche ululan, cuando graznan las cornejas! ¡Soria fría! La campana de la Audiencia da la una. Soria, ciudad castellana, ¡tan bella! bajo la luna. ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria, oscuros encanares, ariscos pedregales, calvas sierras, caminos blancos y álamos del río, tardes de Soria, mística y guerrera, hoy siento por vosotros, en el fondo del corazón, tristeza, tristeza que es amor! ¡Campos de Soria, donde parece que las rocas sueñan, conmigo vais! ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas!... He vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, tras las murallas viejas de Soria—barbacana hacia Aragón, en castellana tierra—. Estos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua cuando el viento sopla, tienen en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas. ¡Álamos del amor, que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas; álamos que seréis mañana liras del viento perfumado en primavera; álamos del amor cerca del agua que corre y pasa y sueña, álamos de las márgenes del Duero, conmigo vais, mi corazón os lleva! ¡Oh!, sí, conmigo vais, campos de Soria, tardes tranquilas, montes de violeta, alamedas del río, verde sueño del suelo gris y de la parda tierra, agria melancolía de la ciudad decrépita, me habéis llegado al alma, ¿o acaso estabais en el fondo de ella? ¡Gentes del alto llano numantino que a Dios guardáis como cristianas viejas, que el sol de España os llene de alegría, de luz y de riqueza! Siendo mozo Alvargonzález, dueño de mediana hacienda, que en otras tierras se dice bienestar y aquí opulencia, en la feria de Berlanga prendóse de una doncella, y la tomó por mujer al año de conocerla. Muy ricas las bodas fueron, y quien las vio las recuerda: sonadas las tornabodas que hizo Alvar en su aldea; hubo gaitas, tamboriles, flauta, bandurria y vihuela, fuegos a la valenciana y danza a la aragonesa. Feliz vivió Alvargonzález en el amor de su tierra. Naciéronle tres varones, que en el campo son riqueza, y, ya crecidos, los puso, uno a cultivar la huerta, otro a cuidar los merinos, y dio el menor a la iglesia. Mucha sangre de Caín tiene la gente labriega, y en el hogar campesino armó la envidia pelea. Casáronse los mayores; tuvo Alvargonzález nueras, que le trajeron cizaña, antes que nietos le dieran. La codicia de los campos ve tras la muerte la herencia; no goza de lo que tiene por ansia de lo que espera. El menor, que a los latines prefería las doncellas hermosas y no gustaba de vestir por la cabeza, colgó la sotana un día y partió a lejanas tierras. La madre lloro, y el padre diole bendición y herencia. Alvargonzález ya tiene la adusta frente arrugada; por la barba le platea la sombra azul de la cara. Una mañana de otoño salió solo de su casa; no llevaba sus lebreles, agudos canes de caza; iba triste y pensativo por la alameda dorada; anduvo largo camino y llego a una fuente clara. Echóse en la tierra, puso sobre una piedra la manta, y a la vera de la fuente durmió al arrullo del agua Y Alvargonzález veía, como Jacob, una escala que iba de la tierra al cielo, y oyó una voz que le hablaba. Mas las hadas hilanderas, entre las vedijas blancas y vellones de oro, han puesto un mechón de negra lana. Tres niños están jugando a la puerta de su casa; entre los mayores brinca un cuervo de negras alas. La mujer vigila, cose y, a ratos, sonríe y canta. —Hijos, ¿qué hacéis?—les pregunta. Ellos se miran y callan. —Subid al monte, hijos míos, y antes que la noche caiga, con un brazado de estepas hacedme una buena llama. Sobre el lar de Alvargonzález está la leña apilada; el mayor quiere encenderla, pero no brota la llama. —Padre, la hoguera no prende, está la estepa mojada. Su hermano viene a ayudarle y arroja astillas y ramas sobre los troncos de roble; pero el rescoldo se apaga. Acude el menor y enciende, bajo la negra campana de la cocina, una hoguera que alumbra toda la casa. Alvargonzález levanta en brazos al más pequeño y en sus rodillas lo sienta: —Tus manos hacen el fuego; aunque el último naciste, tú eres en mi amor primero. Los dos mayores se alejan por los rincones del sueño. Entre los dos fugitivos reluce un hacha de hierro. Sobre los campos desnudos, la luna llena manchada de un arrebol purpurino, enorme globo, asomaba. Los hijos de Alvargonzález silenciosos caminaban, y han visto al padre dormido junto de la fuente clara. Tiene el padre entre las cejas un ceño que le aborrasca el rostro, un tachón sombrío como la huella de un hacha. Soñando está con sus hijos, que sus hijos lo apuñalan, y cuando despierta mira que es cierto lo que soñaba. A la vera de la fuente quedó Alvargonzález muerto. Tiene cuatro puñaladas entre el costado y el pecho, por donde la sangre brota, más un hachazo en el cuello. Cuenta la hazaña del campo el agua clara corriendo, mientras los dos asesinos huyen hacia los hayedos. Hasta la Laguna Negra, bajo las fuentes del Duero, llevan el muerto, dejando detrás un rastro sangriento; y en la laguna sin fondo, que guarda bien los secretos, con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron. Se encontró junto a la fuente la manta de Alvargonzález, y camino del hayedo, se vio un reguero de sangre. Nadie de la aldea ha osado a la laguna acercarse, y el sondarla inútil fuera, que es la laguna insondable. Un buhonero que cruzaba aquellas tierras errante, fue en Dauria acusado, preso y muerto en garrote infame. Pasados algunos meses, la madre murió de pena. Los que muerta la encontraron dicen que las manos yertas sobre su rostro tenía, oculto el rostro con ellas. Los hijos de Alvargonzález ya tienen majada y huerta, campos de trigo y centeno y prados de fina hierba; en el olmo viejo, hendido por el rayo, la colmena, dos yuntas para el arado, un mastín y mil ovejas Ya están las zarzas floridas y los ciruelos blanquean; ya las abejas doradas liban para sus colmenas, y en los nidos, que coronan las torres de las iglesias, asoman los garabatos ganchudos de las cigüeñas. Ya los olmos del camino y chopos de las riberas de los arroyos, que buscan al padre Duero, verdean. El cielo está azul, los montes sin nieve son de violeta. La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza; muerto está quien la ha labrado, mas no le cubre la tierra La hermosa tierra de España, adusta, fina y guerrera Castilla, de largos ríos, tiene un puñado de sierras entre Soria y Burgos como reductos de fortaleza, como yelmos crestonados, y Urbión es una cimera. Los hijos de Alvargonzález, por una empinada senda, para tomar el camino de Salduero a Covaleda, cabalgan en pardas mulas, bajo el pinar de Vinuesa. Van en busca de ganado con que volver, a su aldea, y por tierra de pinares larga jornada comienzan. Van Duero arriba, dejando atrás los arcos de piedra del puente y el caserío de la ociosa y opulenta villa de indianos. El río, al fondo del valle, suena, y de las cabalgaduras los cascos baten las piedras. A la otra orilla del Duero canta una voz lastimera: «La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.» IV Llegados son a un paraje en donde el pinar se espesa, y el mayor, que abre la marcha, su parda mula espolea, diciendo: —Démonos prisa; porque son más de dos leguas de pinar y hay que apurarlas antes que la noche venga. Dos hijos del campo, hechos a quebradas y asperezas, porque recuerdan un día la tarde en el monte tiemblan. Allá en lo espeso del bosque otra vez la copla suena: «La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.» V Desde Salduero el camino va al hilo de la ribera; a ambas márgenes del río el pinar crece y se eleva, y las rocas se aborrascan, al par que el valle se estrecha. Los fuertes pinos del bosque, con sus copas gigantescas y sus desnudas raíces amarradas a las piedras; los de troncos plateados cuyas frondas azulean, pinos jóvenes; los viejos cubiertos de blanca lepra, musgos y líquenes canos que el grueso tronco rodean, colman el valle y se pierden rebasando ambas laderas. Juan, el mayor, dice:—Hermano, si Blas Antonio apacienta cerca de Urbión su vacada, largo camino nos queda. —Cuanto hacia Urbión alarguemos se puede acortar de vuelta, tomando por el atajo, hacia la Laguna Negra, y bajando por el puerto de Santa Inés a Vinuesa. —Mala tierra y peor camino. Te juro que no quisiera verlos otra vez. Cerremos los tratos en Covaleda; hagamos noche y, al alba, volvámonos a la aldea por este valle, que, a veces, quien piensa atajar rodea. Cerca del río cabalgan los hermanos, y contemplan cómo el bosque centenario, al par que avanzan, aumenta, y los peñascos del monte el horizonte les cierran. El agua que va saltando, parece que canta o cuenta; «La tierra de Alvargonzález se colmará de riqueza, y el que la tierra ha labrado no duerme bajo la tierra.» Aunque la codicia tiene redil que encierre la oveja, trojes que guardan el trigo, bolsas para la moneda, y ,garras, no tiene manos que sepan labrar la tierra. Así, a un año de abundancia siguió un año de pobreza. II En los sembrados crecieron las amapolas sangrientas; pudrió el tizón las espigas de trigales y de avenas; hielos tardíos mataron en flor la fruta en la huerta, y una mala hechicería hizo enfermar las ovejas. A los dos Alvargonzález maldijo Dios en sus tierras, y al año pobre siguieron luengos años de miseria. III Es una noche de invierno. Cae la nieve en remolinos. Los Alvargonzález velan un fuego casi extinguido. El pensamiento amarrado tienen a un recuerdo mismo, y en las ascuas mortecinas del hogar los ojos fijos. No tienen leña ni sueño. Larga es la noche y el frío mucho. Un candilejo humea en el muro ennegrecido. El aire agita la llama, que pone un fulgor rojizo sobre entrambas pensativas testas de los asesinos. El mayor de Alvargonzález, lanzando un ronco suspiro, rompe el silencio, exclamando: —Hermano, ¡qué mal hicimos! El viento la puerta bate, hace temblar el postigo, y suena en la chimenea con hueco y largo bramido. Después el silencio vuelve, y a intervalos el pabilo del candil chisporrotea en el aire aterecido. El segundo dijo: —¡Hermano, demos lo viejo al olvido! Es una noche de invierno. Azota el viento las ramas de los álamos. La nieve ha puesto la tierra blanca. Bajo la nevada, un hombre por el camino cabalga; va cubierto hasta los ojos, embozado en negra capa. Entrado en la aldea, busca de Alvargonzález la casa, y ante su puerta llegado, sin echar pie a tierra, llama. II Los dos hermanos oyeron una aldaba a la puerta, y de una cabalgadura los cascos sobre las piedras. Ambos los ojos alzaron llenos de espanto y sorpresa. —¿Quién es?, responda—gritaron. —Miguel—respondieron fuera. Era la voz del viajero que partió a lejanas tierras. III Abierto el portón, entróse a caballo el caballero y echó pie a tierra. Venía todo de nieve cubierto. En brazos de sus hermanos lloro algún rato en silencio. Después dio el caballo al uno, al otro capa y sombrero, y en la estancia campesina busco el arrimo del fuego. IV El menor de los hermanos, que niño y aventurero fue más allá de los mares y hoy torna indiano opulento, vestía con negro traje de peludo terciopelo, ajustado a la cintura por ancho cinto de cuero. Gruesa cadena formaba un bucle de oro en su pecho. Era un hombre alto y robusto, con ojos grandes y negros llenos de melancolía; la tez, de color moreno, y sobre la frente comba enmarañados cabellos; el hijo que saca porte señor de padre labriego, a quien fortuna le debe amor, poder y dinero. De los tres Alvargonzález era Miguel el más bello; porque al mayor afeaba el muy poblado entrecejo bajo la frente mezquina; y al segundo, los inquietos ojos que mirar no saben de frente, torvos y fieros. V Los tres hermanos contemplan el triste hogar en silencio; y con la noche cerrada arrecia el frío y el viento. —Hermanos, ¿no tenéis leña? —dice Miguel. —No tenemos —responde el mayor. Un hombre, milagrosamente, ha abierto la gruesa puerta cerrada con doble barra de hierro. El hombre que ha entrado tiene el rostro del padre muerto. Un halo de luz dorada orla sus blancos cabellos. Lleva un haz de leña al hombro y empuña un hacha de hierro. De aquellos campos malditos, Miguel a sus dos hermanos compró una parte, que mucho caudal de América trajo, y aun en tierra mala, el oro luce mejor que enterrado, y más en mano de pobres que oculto en orza de barro. Diose a trabajar la tierra con fe y tesón el indiano, y a laborar los mayores sus pegujales tornaron. Ya con macizas espigas, preñadas de rubios granos, a los campos de Miguel tornó el fecundo verano; y ya de aldea en aldea se cuenta como un milagro que los asesinos tienen la maldición en sus campos. Ya el pueblo canta una copla que narra el crimen pasado: «A la orilla de la fuente lo asesinaron. ¡Qué mala muerte le dieron los hijos malos! En la laguna sin fondo al padre muerto arrojaron. No duerme bajo la tierra el que la tierra ha labrado.» II Miguel, con sus dos lebreles y armado de su escopeta, hacia el azul de los montes, en una tarde serena, caminaba entre los verdes chopos de la carretera, y oyó una voz que cantaba: «No tiene tumba en la tierra. entre los pinos del valle del Revinuesa, al padre muerto llevaron hasta la Laguna Negra» La casa de Alvargonzález era una casona vieja, con cuatro estrechas ventanas, separada de la aldea cien pasos y entre dos olmos que, gigantes centinelas, sombra le dan en verano y en el otoño hojas secas. Es casa de labradores, gente, aunque rica, plebeya, donde el hogar humeante con sus escaños de piedra se ve sin entrar, si tiene abierta al campo la puerta. Al arrimo del rescoldo del hogar borbollonean dos pucherillos de barro, que a dos familias sustentan. A diestra mano, la cuadra y el corral; a la siniestra, huerto y abejar, y al fondo, una gastada escalera, que va a las habitaciones partidas en dos viviendas. Los Alvargonzález moran con sus mujeres en ellas. A ambas parejas, que hubieron, sin que lograrse pudieran, dos hijos, sobrado espacio les da la casa paterna. En una estancia que tiene luz al huerto, hay una mesa con gruesa tabla de roble, dos sillones de vaqueta, colgado en el muro un negro ábaco de enormes cuentas, y unas espuelas mohosas sobre un arcón de madera. Era una estancia olvidada donde hoy Miguel se aposenta. Y era allí donde los padres veían en primavera el huerto en flor, y en el cielo de mayo, azul, la cigüeña —cuando las rosas se abren y los zarzales blanquean— que enseñaba a sus hijuelos a usar de las alas lentas. Y en las noches del verano, cuando la calor desvela, desde la ventana al dulce ruiseñor cantar oyeran. Fue allí donde Alvargonzález, del orgullo de su huerta y del amor de los suyos, sacó sueños de grandeza. Cuando en brazos de la madre vio la figura risueña del primer hijo, bruñida de rubio sol la cabeza del niño que levantaba las codiciosas, pequeñas manos a las rojas guindas y a las moradas ciruelas, o aquella tarde de otoño dorada, plácida y buena, él pensó que ser podría feliz el hombre en la tierra. Hoy canta el pueblo una copla que va de aldea en aldea: «¡Oh casa de Alvargonzález, qué malos días te esperan; casa de los asesinos, que nadie llame a tu puerta!» II Es una tarde de otoño. En la alameda dorada no quedan ya ruiseñores; enmudeció la cigarra. Las últimas golondrinas que no emprendieron la marcha, morirán, y las cigüeñas, de sus nidos de retamas en torres y campanarios, huyeron. Sobre la casa de Alvargonzález, los olmos sus hojas, que el viento arranca, van dejando. Todavía las tres redondas acacias, en el atrio de la iglesia, conservan verdes sus ramas, y las castañas de Indias a intervalos se desgajan cubiertas de sus erizos; tiene el rosal rosas grana otra vez, y en las praderas brilla la alegre otoñada. En laderas y en alcores, en ribazos y en cañadas, el verde nuevo y la hierba, aun del estío quemada, alternan; los serrijones pelados, las lomas calvas, se coronan de plomizas nubes apelotonadas; y bajo el pinar gigante, entre las marchitas zarzas y amarillentos helechos, corren las crecidas aguas a engrosar el padre río por canchales y barrancas. Abunda en la tierra un gris de plomo y azul de plata, con manchas de roja herrumbre, todo envuelto en luz violada. ¡Oh tierras de Alvargonzález, en el corazón de España, tierras pobres, tierras tristes, tan tristes que tienen alma! Páramo que cruza el lobo aullando a la luna clara de bosque a bosque, baldíos llenos de peñas rodadas, donde roída de buitres brilla una osamenta blanca; pobres campos solitarios sin caminos ni posadas, ¡oh pobres campos malditos, pobres campos de mi patria! Una mañana de otoño, Juan y el indiano aparejan las dos yuntas de la casa. Martín se quedó en el huerto arrancando hierbas malas. II Una mañana de otoño, cuando los campos se aran, sobre un otero, que tiene el cielo de la mañana por fondo, la parda yunta de Juan lentamente avanza. Cardos, lampazos y abrojos, avena loca y cizaña llenan la tierra maldita, tenaz a pico y escarda. Del corvo arado de roble la hundida reja trabaja con vano esfuerzo; parece que al par que hiende la entraña del campo y hace camino, se cierra otra vez la zanja. “Cuando el asesino labre será su labor pesada; antes que un surco en la tierra, tendrá una arruga en la cara”. III Martín, que estaba en la huerta cavando, sobre su azada quedó apoyado un momento; frío sudor le bañaba el rostro. Por el oriente, la luna llena, manchada de un arrebol purpurino, lucía tras de la tapia del huerto. Martín tenía la sangre de horror helada. La azada que hundió en la tierra teñida de sangre estaba. IV En la tierra en que ha nacido supo afincar el indiano; por mujer a una doncella rica y hermosa ha tomado. La hacienda de Alvargonzález ya es suya, que sus hermanos todo le vendieron: casa, huerto, colmenar y campo. Juan y Martín, los mayores de Alvargonzález, un día pesada marcha emprendieron con el alba, Duero arriba. La estrella de la mañana en el alto azul ardía. Se iba tiñendo de rosa la espesa y blanca neblina de los valles y barrancos, y algunas nubes plomizas a Urbión, donde el Duero nace, como un turbante ponían. Se acercaban a la fuente. El agua clara corría, sonando cual si contara una vieja historia dicha mil veces y que tuviera mil veces que repetirla. Agua que corre en el campo dice en su monotonía: «Yo sé el crimen; ¿no es un crimen, cerca del agua, la vida?» Al pasar los dos hermanos relataba el agua limpia: «A la vera de la fuente Alvargonzález dormía.» II —Anoche, cuando volvía a casa—Juan a su hermano dijo—, a la luz de la luna era la huerta un milagro. Lejos, entre los rosales, divisé un hombre inclinado hacia la tierra; brillaba una hoz de plata en su mano. Después irguióse y, volviendo el rostro, dio algunos pasos por el huerto, sin mirarme, y a poco lo vi encorvado otra vez sobre la tierra. Tenía el cabello blanco. La luna llena brillaba, y era la huerta un milagro. III Pasado habían el puerto de Santa Inés, ya mediada la tarde, una tarde triste de noviembre, fría y parda. Hacia la Laguna Negra silenciosos caminaban. IV Cuando la tarde caía, entre las vetustas hayas y los pinos centenarios, un rojo sol se filtraba. Era un paraje de bosque y peñas aborrascadas; aquí bocas que bostezan o monstruos de fieras garras; allí una informe joroba, allá una grotesca panza, torvos hocicos de fieras y dentaduras melladas, rocas y rocas, y troncos y troncos, ramas y ramas. En el hondón del barranco, la noche, el miedo y el agua. V Un lobo surgió; sus ojos lucían como dos ascuas. Era la noche, una noche húmeda, oscura y cerrada. Los dos hermanos quisieron volver. La selva ululaba. Cien ojos fieros ardían en la selva, a sus espaldas. VI Llegaron los asesinos hasta la Laguna Negra, agua transparente y muda que enorme muro de piedra, donde los buitres anidan y el eco duerme, rodea; agua clara donde beben las águilas de la sierra, donde el jabalí del monte y el ciervo y el corzo abrevan; agua pura y silenciosa que copia cosas eternas; agua impasible que guarda en su seno las estrellas. —¡Padre! —gritaron; al fondo de la laguna serena cayeron, y el eco, ¡padre! repitió de peña en peña. Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido. ¡El olmo centenario en la colina que lame el Duero! Un musgo amarillento le mancha la corteza blanquecina al tronco carcomido y polvoriento. No será, cual los álamos cantores que guardan el camino y la ribera, habitado de pardos ruiseñores. Ejército de hormigas en hilera va trepando por él, y en sus entrañas urden sus telas grises las arañas. Antes que te derribe, olmo del Duero, con su hacha el leñador, y el carpintero te convierta en melena de campana, lanza de carro o yugo de carreta; antes que rojo en el hogar, mañana, ardas, de alguna mísera caseta, al borde de un camino; antes que te descuaje un torbellino y tronche el soplo de las sierras blancas; antes que el río hasta la mar te empuje por valles y barrancas, olmo, quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera. ¡Oh Soria! , cuando miro los frescos naranjales cargados de perfume, y el campo enverdecido, abiertos los jazmines, maduros los trigales, azules las montañas y el olivar florido; Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles; y al sol de abril los huertos colmados de azucenas, y los enjambres de oro, para libar sus mieles dispersos en los campos, huir de sus colmenas; yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares, barriendo el cierzo helado tu campo empedernido; y en sierras agrias sueño— ¡Urbión, sobre pinares! ¡Moncayo blanco, al cielo aragonés erguido!—. Y pienso: Primavera, como un escalofrío irá a cruzar el alto solar del romancero, ya verdearán de chopos las márgenes del río. ¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero? Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas, y la roqueda parda más de un zarzal en flor; ya los rebaños blancos, por entre grises peñas, hacia los altos prados conducirá el pastor. ¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas que vais al joven Duero, zagales y merinos, con rumbo hacia las altas praderas numantinas, por las cañadas hondas y al sol de los caminos; hayedos y pinares que cruza el ágil ciervo; montañas, serrijones, lomazos, parameras, en donde reina el águila, por donde busca el cuervo su infecto expoliario; menudas sementeras cual sayos cenicientos; casetas y majadas entre desnuda roca; arroyos y hontanares donde a la tarde beben las yuntas fatigadas; dispersos huertecillos, humildes abejares! ... ¡Adiós, tierra de Soria; adiós el alto llano cercado de colinas y crestas miliares, alcores y roquedas del yermo castellano, fantasmas de robledos y sombras de encinares! En la desesperanza y en la melancolía de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva. Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía, por los floridos valles, mi corazón te lleva. La venta de Cidones está en la carretera que va de Soria a Burgos. Leonarda, la ventera, que llaman la Ruipérez, es una viejecita que aviva el fuego donde borbolla la marmita. Ruipérez, el ventero, un viejo diminuto —bajo las cejas grises, dos ojos de hombre astuto—, contempla silencioso la lumbre del hogar. Se oye la marmita al fuego borbollar. Sentado ante una mesa de pino, un caballero escribe. Cuando moja la pluma en el tintero, dos ojos tristes lucen en un semblante enjuto. El caballero es joven, vestido va de luto. El viento frío azota los chopos del camino. Se ve pasar de polvo un blanco remolino. La tarde se va haciendo sombría. El enlutado, la mano en la mejilla, medita ensimismado. Cuando el correo llegue, que el caballero aguarda, la tarde habrá caído sobre la tierra parda de Soria. Todavía los grises serrijones, con ruinas de encanares y mellas de aluviones, las lomas azuladas, las agrias barranqueras, picotas y colinas, ribazos y laderas del páramo sombrío por donde cruza el Duero darán al sol de ocaso su resplandor de acero. La venta se oscurece. El rojo lar humea. La mecha de un mohoso candil arde y chispea. El enlutado tiene clavados en el fuego los ojos largo rato; se los enjuga luego con un pañuelo blanco. ¿Por qué le hará llorar el son de la marmita, el ascua del hogar? Cerró la noche. Lejos se escucha el traqueteo y el galopar de un coche que avanza. Es el correo. De la ciudad moruna tras las murallas viejas, yo contemplo la tarde silenciosa, a solas con mi sombra y con mi pena. El río va corriendo, entre sombrías huertas y grises olivares, por los alegres campos de Baeza. Tienen las vides pámpanos dorados sobre las rojas cepas. Guadalquivir, como un alfanje roto y disperso, reluce y espejea. Lejos, los montes duermen envueltos en la niebla, niebla de otoño, maternal; descansan las rudas moles de su ser de piedra en esta tibia tarde de noviembre, tarde piadosa, cárdena y violeta. El viento ha sacudido los mustios olmos de la carretera, levantando en rosados torbellinos el polvo de la tierra. La luna está subiendo amoratada, jadeante y llena. Los caminitos blancos se cruzan y se alejan, buscando los dispersos caseríos del valle y de la sierra. Caminos de los campos... ¡Ay, ya no puedo caminar con ella! Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar Dice la esperanza: Un día la verás, si bien esperas. Dice la desesperanza: Sólo tu amargura es ella. Late, corazón... No todo se lo ha tragado la tierra. Allá, en las tierras altas, por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria, entre plomizos cerros y manchas de raídos encinares, mi corazón está vagando, en sueños... ¿No ves, Leonor, los álamos del río con sus ramajes yertos? Mira el Moncayo azul y blanco; dame tu mano y paseemos. Por estos campos de la tierra mía, bordados de olivares polvorientos, voy caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo. Soñé que tú me llevabas por una blanca vereda, en medio del campo verde, hacia el azul de las sierras, hacia los montes azules, una mañana serena. Sentí tu mano en la mía, tu mano de compañera, tu voz de niña en mi oído como una campana nueva, como una campana virgen de un alba de primavera. ¡Eran tu voz y tu mano, en sueños, tan verdaderas!... Vive, esperanza, ¡quién sabe lo que se traga la tierra! Una noche de verano —estaba abierto el balcón y la puerta de mi casa— la muerte en mi casa entró. Se fue acercando a su lecho —ni siquiera me miró—, con unos dedos muy finos, algo muy tenue rompió. Silenciosa y sin mirarme, la muerte otra vez pasó delante de mí. ¿Qué has hecho? La muerte no respondió. Mi niña quedó tranquila, dolido mi corazón. ¡Ay, lo que la muerte ha roto era un hilo entre los dos! Al borrarse la nieve, se alejaron los montes de la sierra. La vega ha verdecido al sol de abril, la vega tiene la verde llama, la vida, que no pesa; y piensa el alma en una mariposa, atlas del mundo, y sueña. Con el ciruelo en flor y el campo verde, con el glauco vapor de la ribera, en torno de las ramas, con las primeras zarzas que blanquean, con este dulce soplo que triunfa de la muerte y de la piedra, esta amargura que me ahoga fluye en esperanza de Ella... En estos campos de la tierra mía, y extranjero en los campos de mi tierra —yo tuve patria donde corre el Duero por entre grises peñas y fantasmas de viejos entinares, allá en Castilla, mística y guerrera; Castilla la gentil, humilde y brava; Castilla del desdén y de la fuerza—, en estos campos de mi Andalucía, ¡oh tierra en que nací! , cantar quisiera. Tengo recuerdos de mi infancia, tengo imágenes de luz y de palmeras, y en una gloria de oro, de lueñes campanarios con cigüeñas, de ciudades con calles sin mujeres, bajo un cielo de añil, plazas desiertas donde crecen naranjos encendidos con sus frutas redondas y bermejas; y en un huerto sombrío, el limonero de ramas polvorientas y pálidos limones amarillos, que el agua clara de la fuente espeja, un aroma de nardos y claveles y un fuerte olor de albahaca y hierbabuena; imágenes de grises olivares bajo un tórrido sol que aturde y ciega, y azules y dispersas serranías con arreboles de una tarde inmensa; mas falta el hilo que el recuerdo anuda al corazón, el ancla en su ribera, o estas memorias no son alma. Tienen, en sus abigarradas vestimentas, señal de ser despojos del recuerdo, la carga bruta que el recuerdo lleva. Un día tornarán, con luz del fondo ungidos, los cuerpos virginales a la orilla vieja. Palacio, buen amigo, ¿está la primavera vistiendo ya las ramas de los chopos del río y los caminos? En la estepa del alto Duero, Primavera tarda, ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!... ¿Tienen los viejos olmos algunas hojas nuevas? Aun las acacias estarán desnudas y nevados los montes de las sierras. ¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, allá en el cielo de Aragón, tan bella! ¿Hay zarzas florecidas entre las grises peñas, y blancas margaritas entre la fina hierba? Por esos campanarios ya habrán ido llegando las cigüeñas. Habrá trigales verdes, y mulas pardas en las sementeras, y labriegos que siembran los tardíos con las lluvias de abril. Ya las abejas libarán del tomillo y el romero. ¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas? Furtivos cazadores, los reclamos de la perdiz bajo las capas luengas, no faltarán. Palacio, buen amigo, ¿tienen ya ruiseñores las riberas? Con los primeros lirios y las primeras rosas de las huertas, en una tarde azul, sube al Espino, al alto Espino donde está su tierra... Ya en los campos de Jaén amanece. Corre el tren por los brillantes rieles, devorando matorrales, alcaceles, terraplenes, pedregales, olivares, caseríos, praderas y cardizales, montes y valles sombríos. Tras la turbia ventanilla, pasa la devanadera del campo de primavera. La luz en el techo brilla de mi vagón de tercera. Entre nubarrones blancos, oro y grana, la niebla de la mañana huyendo por los barrancos. ¡Este insomne sueño mío! ¡Este frío de un amanecer en vela!... Resonante, jadeante, marcha el tren. El campo vuela. Enfrente de mí, un señor sobre su manta dormido; un fraile y un cazador —el perro a sus pies tendido—. Yo contemplo mi equipaje, mi viejo saco de cuero; y recuerdo otro viaje hacia las tierras del Duero. Otro viaje de ayer por la tierra castellana, ¡pinos del amanecer entre Almazán y Quintana! ¡Y alegría de un viajar en compañía! ¡Y la unión que ha roto la muerte un día! ¡Mano fría que aprietas mi corazón! Tren: camina, silba, humea, acarrea tu ejército de vagones, ajetrea maletas y corazones. Soledad, sequedad. Tan pobre me estoy quedando, que ya ni siquiera estoy conmigo, ni sé si voy conmigo a solas viajando. Y nunca más la tierra de ceniza a pisar volveré, que Duero abraza. ¡Oh loma de Santana, ancha y maciza; placeta del Mirón; desierta plaza con el sol de la tarde en mis balcones, nunca os veré! No me pidáis presencia; las almas huyen para dar canciones: alma es distancia y horizonte: ausencia. Mas quien escuche el agria melodía con que divierto el corazón viajero por estos campos de mi Andalucía ya sabe manantial, cauce y reguero del agua clara de mi huerta umbría. No todas vais al mar aguas del Duero!. Heme aquí ya, profesor de lenguas vivas (ayer maestro de gay-saber, aprendiz de ruiseñor) en un pueblo húmedo y frío, destartalado y sombrío, entre andaluz y manchego. Invierno. Cerca del fuego. Fuera llueve un agua fina, que ora se trueca en neblina, ora se torna aguanieve. Fantástico labrador, pienso en los campos. ¡Señor, qué bien haces! Llueve, llueve tu agua constante y menuda sobre alcaceles y habares, tu agua muda, en viñedos y olivares. Te bendecirán conmigo los sembradores del trigo; los que viven de coger la aceituna; los que esperan la fortuna de comer; los que hogaño como antaño tienen toda su moneda en la rueda, traidora rueda del año. ¡Llueve, llueve; tu neblina que se torne en aguanieve, y otra vez en agua fina! ¡Llueve, Señor; llueve, llueve! En mi estancia, iluminada por esta luz invernal —la tarde gris tamizada por la lluvia y el cristal—, sueño y medito. Clarea el reloj arrinconado, y su tic-tic, olvidado por repetido, golpea. Tic-tic, tic-tic... Ya te he oído. Tic-tic, tic-tic... Siempre igual, monótono y aburrido. Tic-tic, tic-tic, el latido de un corazón de metal. En estos pueblos, ¿se escucha el latir del tiempo? No. En estos pueblos se lucha sin tregua con el reló, con esa monotonía que mide un tiempo vacío. Pero ¿tu hora es la mía? ¿Tu tiempo, reloj, el mío? (Tic-tic, tic-tic... ) Era un día (tic-tic, tic-tic) que pasó, y lo que yo más quería la muerte se lo llevó. Lejos suena un clamoreo De campanas... Arrecia el repiqueteo de la lluvia en las ventanas. Fantástico labrador, vuelvo a mis campos. ¡Señor, cuánto te bendecirán los sembradores del pan! Señor, ¿no es tu lluvia ley en los campos que ara el buey y en los palacios del rey? ¡Oh agua buena, deja vida en tu huida! ¡Oh tú, que vas gota a gota, fuente a fuente y río a río, como este tiempo de hastío corriendo a la mar remota, con cuanto quiere nacer, cuanto espera florecer al sol de la primavera, sé piadosa, que mañana serás espiga temprana, prado verde, carne rosa, y más: razón y locura y amargura del querer y no poder creer, creer y creer! Anochece; el hilo de la bombilla se enrojece; luego brilla, resplandece poco más que una cerilla. Dios sabe dónde andarán mis gafas... Entre librotes, revistas y papelotes, ¿quién las encuentra?... Aquí están. Libros nuevos. Abro uno de Unamuno. ¡Oh el dilecto, predilecto de esta España que se agita, porque nace o resucita! Siempre te ha sido, ¡oh Rector de Salamanca!, leal este humilde profesor de un instituto rural. Esa tu filosofía que llamas diletantesca, voltaria y funambulesca, gran don Miguel, es la mía. Agua del buen manantial, siempre viva, fugitiva; poesía, cosa cordial. ¿Constructora? —No hay cimiento ni en el agua ni en el viento—. Bogadora, marinera hacia la mar sin ribera. Enrique Bergson: Los datos inmediatos de la conciencia. ¿Esto es otro embeleco francés? Este Bergson es un tuno; ¿verdad, maestro Unamuno? Bergson no da, como aquel Immanuel, el volatín inmortal; este endiablado judío ha hallado el libre albedrío dentro de su mechinal. No está mal: cada sabio, su problema, y cada loco, su tema. Mucho importa que en la vida mala y corta que llevamos libres o siervos seamos; mas, si vamos a la mar, lo mismo nos ha de dar. ¡Oh estos pueblos! Reflexiones, lecturas y acotaciones pronto dan en lo que son: bostezos de Salomón. ¿Todo es soledad de soledades, vanidad de vanidades, que dijo el Eclesiastés? Mi paraguas, mi sombrero, mi gabán... El aguacero amaina... Vámonos, pues. Es de noche. Se platica al fondo de una botica: —Yo no sé, don José, cómo son los liberales tan perros, tan inmorales. —¡Oh, tranquilícese usté! Pasados los carnavales vendrán los conservadores, buenos administradores de su casa. Todo llega y todo pasa. Nada eterno: ni gobierno que perdure, ni mal que cien años dure. —Tras estos tiempos, vendrán otros tiempos y otros y otros, y lo mismo que nosotros, otros se jorobarán. Así es la vida, don Juan. —Es verdad, así es la vida. —La cebada está crecida. —Con estas lluvias... Y van las habas que es un primor. —Cierto; para marzo, en flor. Pero la escarcha, los hielos... —Y, además, los olivares están pidiendo a los cielos agua a torrentes. —A mares. ¡Las fatigas, los sudores que pasan los labradores! En otro tiempo... —Llovía también cuando Dios quería. —Hasta mañana, señores. Tic-tic, tic-tic... Ya pasó un día como otro día, dice la monotonía del reló Sobre mi mesa Los datos de la conciencia, inmediatos. No está mal este yo fundamental, contingente y libre, a ratos, creativo, original; este yo que vive y siente dentro la carne mortal, ¡ay! , por saltar impaciente las bardas de su corral. Un año más. El sembrador va echando la semilla en los surcos de la tierra. Dos lentas yuntas aran, mientras pasan las nubes cenicientas ensombreciendo el campo, las pardas sementeras, los grises olivares. Por el fondo del valle, el río el agua turbia lleva. Tiene Cazorla nieve, y Mágina, tormenta; su montera, Aznaitín. Hacia Granada, montes con sol, montes de sol y piedra ¡Oh la saeta, el cantar al Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos siempre por desenclavar! ¡Cantar del pueblo andaluz que todas las primaveras anda pidiendo escaleras para subir a la cruz! ¡Cantar de la tierra mía, que echa flores al Jesús de la agonía, y es la fe de mis mayores! ¡Oh, no eres tú mi cantar! ¡No puedo cantar, ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar! Este hombre del casino provinciano que vio a Carancha recibir un día, tiene mustia la tez, el pelo cano, ojos velados de melancolía; bajo el bigote gris, labios de hastío, y una triste expresión que no es tristeza, sino algo más o menos: el vacío del mundo en la oquedad de su cabeza. Aun luce de corinto terciopelo chaqueta y pantalón abotinado, y un cordobés color de caramelo, pulido y torneado. Tres veces heredó; tres ha perdido al monte su caudal; dos ha enviudado. Sólo se anima ante el azar prohibido, sobre el verde tapete reclinado, o al evocar la tarde un torero, o la suerte un tahúr, o si alguna cuenta la hazaña de un gallardo bandolero, o la proeza de un matón, sangrienta. Bosteza de política banales dicterios al Gobierno reaccionario, y augura que vendrán los liberales, cual torna la cigüeña al campanario. Un poco labrador, del cielo aguarda y al cielo teme; alguna vez suspira, pensando en su olivar, y al cielo mira con ojo inquieto, si la lluvia tarda. Lo demás, taciturno, hipocondríaco, prisionero en la Arcadia del presente, le aburre; sólo el humo del tabaco simula algunas sombras en su frente. Este hombre no es de ayer ni es de mañana, sino de nunca; de la cepa hispana no es el fruto maduro ni podrido, es una fruta vana de aquella España que pasó y no ha sido, esa que hoy tiene la cabeza cana. ¡Viejos olivos sedientos bajo el claro sol del día, olivares polvorientos del campo de Andalucía! ¡El campo andaluz, peinado por el sol canicular, de loma en loma rayado de olivar y de olivar! ¡Son las tierras soleadas, anchas lomas, lueñes sierras de olivares recamadas! Mil senderos. Con sus machos, abrumados de capachos, van gañanes y arrieros. ¡De la venta del camino a la puerta, soplan vino trabucaires bandoleros! ¡Olivares y olivares de loma en loma prendidos cual bordados alamares! ¡Olivares coloridos de una tarde anaranjada; olivares rebruñidos bajo la luna argentada! ¡Olivares centelleados en las tardes cenicientas, bajo los cielos preñados de tormentas!... Olivares, Dios os dé los eneros de aguaceros, los agostos de agua al pie, los vientos primaverales vuestras flores recamadas; y las lluvias otoñales, vuestras olivas moradas. Olivar, por cien caminos, tus olivitas irán caminando a cien molinos. Ya darán trabajo en las alquerías a gañanes y braceros, ¡oh buenas fuentes sombrías bajo los anchos sombreros!... ¡Olivar y olivareros, bosque y raza, campo y plaza de los fieles al terruño y al arado y al molino, de los que muestran el puño al Destino, los benditos labradores, los bandidos caballeros, los señores devotos y matuteros!... ¡Ciudades y caseríos en la margen de los ríos, en los pliegues de la sierra!... ¡Venga Dios a los hogares y a las almas de esta tierra de olivares y olivares! II A dos leguas de Úbeda, la Torre de Pero Gil, bajo este sol de fuego, triste burgo de España. El coche rueda entre grises olivos polvorientos. Allá, el castillo heroico. En la plaza, mendigos y chicuelos: una orgía de harapos... Pasamos frente al atrio del convento de la Misericordia. ¡Los blancos muros, los cipreses negros! ¡Agria melancolía como asperón de hierro que raspa el corazón! ¡Amurallada piedad, erguida en este basurero!... Esta casa de Dios, decid, hermanos, esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro? Y ese pálido joven, asombrado y atento, que parece mirarnos con la boca, será el loco del pueblo, de quien se dice: es Lucas, Blas o Ginés, el tonto que tenemos. Seguimos. Olivares. Los olivos están en flor. El carricoche lento, al paso de dos pencos matalones, camina hacia Peal. Campos ubérrimos. La tierra da lo suyo; el sol trabaja; el hombre es para el suelo: genera, siembra y labra y su fatiga unce la tierra al cielo. Nosotros enturbiamos la fuente de la vida, el sol primero, con nuestros ojos tristes, con nuestro amargo rezo, con nuestra mano ociosa, con nuestro pensamiento —se engendra en el pecado, se vive en el dolor. ¡Dios está lejos!—. Esta piedad erguida sobre este burgo sólido, sobre este basurero, esta casa de Dios, decid, ¡oh santos cañones de von Kluck!, ¿qué guarda dentro? Al fin, una pulmonía mató a don Guido, y están las campanas todo el día doblando por él: ¡din-dan! Murió don Guido, un señor de mozo muy jaranero, muy galán y algo torero; de viejo, gran rezador. Dicen que tuvo un serrallo este señor de Sevilla; que era diestro en manejar el caballo, y un maestro en refrescar manzanilla. Cuando mermó su riqueza, era su monomanía pensar que pensar debía en asentar la cabeza. Y asentóla de una manera española, que fue casarse con una doncella de gran fortuna; y repintar sus blasones, hablar de las tradiciones de su casa, a escándalos y amoríos poner tasa, sordina a sus desvaríos. Gran pagano, se hizo hermano de una santa cofradía; y el Jueves Santo salía, llevando un cirio en la mano —¡aquel trueno!—, vestido de nazareno. Hoy nos dice la campana que han de llevarse mañana al buen don Guido, muy serio, camino del cementerio. Buen don Guido, ya eres ido y para siempre jamás... Alguien dirá: ¿Qué dejaste? Yo pregunto: ¿Qué llevaste al mundo donde hoy estás? ¿Tu amor a los alamares y a las sedas y a los oros, y a la sangre de los toros y al humo de los altares? ¡Buen don Guido y equipaje, buen viaje! ... El acá y el allá, caballero, se ve en tu rostro marchito, lo infinito: cero, cero. ¡Oh las enjutas mejillas, amarillas, y los párpados de cera, y la fina calavera en la almohada del lecho! ¡Oh fin de una aristocracia! La barba canosa y lacia sobre el pecho; metido en tosco sayal, les yertas manos en cruz, ¡tan formal! el caballero andaluz. La Mancha y sus mujeres... Argamasilla, Infantes, Esquivias, Valdepeñas. La novia de Cervantes, y del manchego heroico, el ama y la sobrina —el patio, la alacena, la cueva y la cocina, la rueca y la costura, la cuna y la pitanza—, la esposa de don Diego y la mujer de Panza, la hija del ventero, y tantas como están bajo la tierra, y tantas que son y que serán encanto de manchegos y madres de españoles por tierras de lagares, molinos y arreboles. Es la mujer manchega garrida y bien plantada, muy sobre sí, doncella, perfecta de casada. El sol de la caliente llanura veraniega quemó su piel, mas guarda frescura de bodega su corazón. Devota, sabe rezar con fe para que Dios nos libre de cuanto no se ve. Su obra es la casa—menos celada que en Sevilla, más gineceo y menos castillo que en Castilla—. Y es del hogar manchego la musa ordenadora; alinea los vasares, los lienzos alcanfora; las cuentas de la plaza anota en su diario; cuenta garbanzos, cuenta las cuentas del rosario. ¿Hay más? Por estos campos hubo un amor de fuego Dos ojos abrasaron un corazón manchego. ¿No tuvo en esta Mancha su cuna Dulcinea? ¿No es el Toboso patria de la mujer idea del corazón, engendro e imán de corazones, a quien varón no impregna y aun parirá varones? Por esta Mancha-prados, viñedos y molinos— que so el igual del cielo iguala sus caminos, de cepas arrugadas sobre el tostado suelo y mustios pastos como raído terciopelo; por este seco llano de sol y lejanía, en donde un ojo alcanza su pleno mediodía —un diminuto bando de pájaros puntea el índigo del cielo sobre la blanca aldea, y allá se yergue un soto de verdes alamillos, tras leguas y más leguas de campos amarillos—; por esta tierra, lejos del mar y la montaña, el ancho reverbero del claro sol de España, anduvo un pobre hidalgo ciego de amor un día —amor nublóle el juicio; su corazón veía—. Y tú, la cerca y lejos, por el inmenso llano eterna compañera y estrella de Quijano, lozana labradora fincada en tus terrones —¡oh madre de manchegos y numen de visiones!—, viviste, buena Aldonza, tu vida verdadera cuando tu amante erguía su lanza justiciera y, en tu casona blanca ahechando el rubio trigo, aquel amor de fuego era por ti y contigo. Mujeres de la Mancha, con el sagrado mote de Dulcinea, os salva la gloria del Quijote. La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y de alma quieta, ha de tener su mármol y su día, su inefable mañana y su poeta. El vano ayer engendrará un mañana vacío y ¡por ventura! pasajero. Serán un joven lechuzo y tarambana, un sayón con hechuras de bolero: a la moda de Francia, realista; un poco al uso de París, pagano, y al estilo de España, especialista en el vicio al alcance de la mano. Esa España inferior que ora y bosteza, vieja y tahúr, zaragatera y triste; esa España inferior que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza, aun tendrá luengo parto de varones amantes de sagradas tradiciones y de sagradas formas y maneras; florecerán las barbas apostólicas, y otras calvas en otras calaveras brillarán, venerables y católicas. El vano ayer engendrará un mañana vacío y ¡por ventura! pasajero, la sombra de un lechuzo tarambana, de un sayón con hechuras de bolero. El vacuo ayer dará un mañana huero. Como la náusea de un borracho ahíto de vino malo, un rojo sol corona de heces turbias las cumbres de granito; hay un mañana estomagante escrito en la tarde pragmática y dulzona. Mas otra España nace, la España del cincel y de la maza, con esa eterna juventud que se hace del pasado macizo de la raza. Una España implacable y redentora, España que alborea con un hacha en la mano vengadora, España de la rabia y de la idea. Era un niño que soñaba un caballo de cartón. Abrió los ojos el niño y el caballito no vio. Con un caballito blanco el niño volvió a soñar; y por la crin lo cogía... ¡Ahora no te escaparás! Apenas lo hubo cogido, el niño se despertó. Tenía el puño cerrado. ¡El caballito voló! Quedóse el niño muy serio pensando que no es verdad un caballito soñado. Y ya no volvió a soñar. Pero el niño se hizo mozo y el mozo tuvo un amor, y a su amada le decía: ¿Tú eres de verdad o no? Cuando el mozo se hizo viejo pensaba: Todo es soñar, el caballito soñado y el caballo de verdad. Y cuando vino la muerte, el viejo a su corazón preguntaba: ¿Tú eres sueño? ¡Quién sabe si despertó! II ‘’A D. Vicente Ciurana’’ Sobre la limpia arena, en el tartesio llano por donde acaba España y sigue el mar, hay dos hombres que apoyan la cabeza en la mano: uno duerme, y el otro parece meditar. El uno, en la mañana de tibia primavera, junto a la mar tranquila, ha puesto entre sus ojos y el mar que reverbera, los párpados, que borran el mar en la pupila. Y se ha dormido, y sueña con el pastor Proteo, que sabe los rebaños del marino guardar y sueña que le llaman las hijas de Nereo, y ha oído a los caballos de Poseidón hablar. El otro mira al agua. Su pensamiento flota; hijo del mar, navega-o se pone a volar—. Su pensamiento tiene un vuelo de gaviota, que ha visto un pez de plata en el agua saltar. Y piensa: «Es esta vida una ilusión marina de un pescador que un día ya no puede pescar.» El soñador ha visto que el mar se le ilumina, y sueña que es la muerte una ilusión del mar. III Érase de un marinero que hizo un jardín junto al mar, y se metió a jardinero. Estaba el jardín en flor, y el jardinero se fue por esos mares de Dios. IV Consejos Sabe esperar, aguarda que la marea fluya —así en la costa un barco-, sin que el partir te inquiete. Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya; porque la vida es larga y el arte es un juguete. Y si la vida es corta y no llega la mar a tu galera, aguarda sin partir y siempre espera, que el arte es largo y, además, no importa. V profesión de Fe Dios no es el mar, está en el mar; riela como luna en el agua, o aparece como una blanca vela; en el mar se despierta o se adormece. Creó la mar, y nace de la mar cual la nube y la tormenta; es el Creador y la criatura lo hace; su aliento es alma, y por el alma alienta. Yo he de hacerte, mi Dios, cual Tú me hiciste, y para darte el alma que me diste en mí te he de crear. Que el puro río de caridad que fluye eternamente, fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío, de una fe sin amor la turbia fuente! VI El Dios que todos llevamos, el Dios que todos hacemos, el Dios que todos buscamos y que nunca encontraremos. Tres dioses o tres personas del solo Dios verdadero. VII Dice la razón: Busquemos la verdad. Y el corazón: Vanidad. La verdad ya la tenemos. La razón: ¡Ay, quién alcanza la verdad! El corazón: Vanidad. La verdad es la esperanza. Dice la razón: Tú mientes. Y contesta el corazón: Quien miente eres tú, razón, que dices lo que no sientes. La razón: Jamás podremos entendernos, corazón. El corazón: Lo veremos. VIII Cabeza meditadora, ¡qué lejos se oye el zumbido de la abeja libadora! Echaste un velo de sombra sobre el bello mundo, y vas creyendo ver porque mides la sombra con un compás. Mientras la abeja fabrica, melifica, con jugo de campo y sol, yo voy echando verdades que nada son, vanidades al fondo de mi crisol. De la mar al precepto, del precepto al concepto, del concepto a la idea —¡oh la linda tarea!—, de la idea a la mar. ¡Y otra vez a empezar El demonio de mis sueños ríe con sus labios rojos, sus negros y vivos ojos, sus dientes finos, pequeños. Y jovial y picaresco se lanza a un baile grotesco, luciendo el cuerpo deforme y su enorme joroba. Es feo y barbudo, y chiquitín y panzudo. Yo no sé por qué razón, de mi tragedia, bufón, te ríes... Mas tú eres vivo por tu danzar sin motivo. ¿No eres tú, mariposa, el alma de estas sierras solitarias, de sus barrancos hondos y de sus cumbres agrias? Para que tú nacieras, con su varita mágica a las tormentas de la piedra, un día, mandó callar un hada, y encadenó los montes para que tú volaras. Anaranjada y negra, morenita y dorada, mariposa montés, sobre el romero plegadas las alillas o, voltarias, jugando con el sol, o sobre un rayo de sol crucificadas. ¡Mariposa montés y campesina, mariposa serrana, nadie ha pintado tu color; tú vives tu color y tus alas en el aire, en el sol, sobre el romero, tan libre, tan salada! ... Que Juan Ramón Jiménez pulse por ti su lira franciscana. Elogios. Con este libro de melancolía, toda Castilla a mi rincón me llega; Castilla la gentil y la bravía; la parda y la manchega. ¡Castilla, España de los largos ríos que el mar no ha visto y corre hacía los mares; Castilla de los páramos sombríos, Castilla de los negros entinares! Labriegos transmarinos y pastores trashumantes—-arados y merinos—; labriegos con talante de señores, pastores del color de los caminos. Castilla de grasientos peñascales, pelados serríjones, barbechos y trigales, malezas y cambrones. Castilla azafranada y polvorienta, sin montes, de arreboles purpurinos. Castilla visionaria y soñolienta de llanuras, viñedos y molinos. Castilla—-hidalgos de semblante enjuto, rudos jaques y orondos bodegueros—, Castilla—trajinantes y arrieros de ojos inquietos, de mirar astuto—, mendigos rezadores, y frailes pordioseros, boteros, tejedores, arcadores, peraíles, chicarreros, lechuzos y rufianes, fulleros y truhanes, caciques y tahúres y logreros. ¡Oh venta de los montes! —Fuencebada, Fonfría, Oncala, Manzanal, Robledo—. ¡Mesón de los caminos y posada de Esquivias, Salas, Almazán, Olmedo! La ciudad diminuta y la campana de las monjas que tañe, cristalina... ¡Oh dueña doñeguil tan de mañana y amor de Juan Ruiz a doña Endrina! Las comadres—Gerarda y Celestina—. Los amantes—Fernando y Dorotea—. ¡Oh casa, oh huerto, oh sala silenciosa! ¡Oh divino vasar en donde posa sus dulces ojos verdes Melíbea! ¡Oh jardín de cipreses y rosales, donde Calisto ensimismado piensa que tornan con las nubes inmortales las mismas olas de la mar inmensa! ¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana que nacerá tan viejo! ¡Y esta esperanza vana de romper el encanto del espejo! ¡Y esta agua amarga de la fuente ignota! ¡Y este filtrar la gran hipocondría de España siglo a siglo y gota a gota! ¡Y este alma de Azorín..., y este alma mía que está viendo pasar, bajo la frente, de una España la inmensa galería, cual pasa del ahogado en la agonía todo su ayer, vertiginosamente! Basta. Azorín, yo creo en el alma sutil de tu Castilla, y en esa maravilla de tu hombre triste del bacón, que veo siempre añorar, la mano en la mejilla. Contra el gesto del persa, que azotaba la mar con su cadena; contra la flecha que el tahúr tiraba al cielo, creo en la palabra buena. Desde un pueblo que ayuna y se divierte, ora y eructa, desde un pueblo impío que juega al mus, de espaldas a la muerte, creo en la libertad y en la esperanza, y en una fe que nace cuando se busca a Dios y no se alcanza, y en el Dios que se lleva y que se hace. Envío ¡Oh tú, Azorín, que de la mar de Ulises viniste al ancho llano en donde el gran Quijote, el buen Quijano, soñó con Esplandianes y Amadises; buen Azorín, por adopción manchego, que guardas tu alma ibera, tu corazón de fuego bajo el recio almidón de tu pechera —un poco libertario de cara a la doctrina, ¡admirable Azorín, el reaccionario por asco de la greña jacobina!—; pero tranquilo, varonil—la espada ceñida a la cintura y con su santo rencor acicalada—, sereno en el umbral de tu aventura—. ¡Oh tú, Azorín, escucha: España quiere surgir, brotar, toda una España empieza! ¿Y ha de helarse en la España que se muere? ¿Ha de ahogarse en la España que bosteza? Para salvar la nueva epifanía hay que acudir, ya es hora, con el hacha y el fuego al nuevo día. Oye cantar los gallos de la aurora. Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda, la malherida España, de Carnaval vestida nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda, para que no acertara la mano con la herida. Fue ayer; éramos casi adolescentes; era con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios, cuando montar quisimos en pelo una quimera, mientras la mar dormía ahíta de naufragios. Dejamos en el puerto la sórdida galera, y en una nave de oro nos plugo navegar hacia los altos mares, sin aguardar ribera, lanzando velas y anclas y gobernalle al mar. Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño—herencia de un siglo que vencido sin gloria se alejaba— un alba entrar quería; con nuestra turbulencia la luz de las divinas ideas batallaba. Mas cada cual el rumbo siguió de su locura; agilitó su brazo, acreditó su brío; dejó como un espejo bruñida su armadura y dijo: «El hoy es malo, pero el mañana... es mío.» Y es hoy aquel mañana de ayer... Y España toda, con sucios oropeles de Carnaval vestida aún la tenemos: pobre y escuálida y beoda; mas hoy de un vino malo: la sangre de su herida. Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre la voluntad te llega, irás a tu aventura despierta y transparente a la divina lumbre: como el diamante clara, como el diamante pura. En mi rincón moruno, mientras repiquetea el agua de la siembra bendita en los cristales, yo pienso en la lejana Europa que pelea, el fiero norte, envuelto en lluvias otoñales. Donde combaten galos, ingleses y teutones, allá, en la vieja Flandes y en una tarde fría, sobre jinetes, carros, infantes y cañones pondrá la lluvia el velo de su melancolía. Envolverá la niebla el rojo expoliario —sordina gris al férreo claror del campamento—; las brumas de la Mancha caerán como un sudario de la flamenca duna sobre el fangal sangriento. Un César ha ordenado las tropas de Germania contra el francés avaro y el triste moscovita, y osó hostigar la rubia pantera de Britania. Medio planeta en armas contra el teutón milita. ¡Señor? La guerra es mala y bárbara; la guerra, odiada por las madres, las almas entigrece; mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra? ¿Quién segará la espiga que junio amarillece? Albión acecha y caza las quillas en los mares; Germania arruina templos, moradas y talleres; la guerra pone un soplo de hielo en los hogares, y el hambre en los caminos, y el llanto en las mujeres. Es bárbara la guerra, y torpe y regresiva; ¿por qué otra vez a Europa esta sangrienta racha que siega el alma y esta locura acometiva?, ¿por qué otra vez el hombre de sangre se emborracha? La guerra nos devuelve las podres y las pestes del ultramar cristiano; el vértigo de horrores que trajo Atila a Europa con sus feroces huestes; las hordas mercenarias, los púnicos rencores; la guerra nos devuelve los muertos milenarios de cíclopes, centauros, Heracles y Teseos; la guerra resucita los sueños cavernarios del hombre con peludos mamutes giganteos. ¿Y bien? El mundo en guerra, y en paz España sola. ¡Salud, oh buen Quijano! Por si este gesto es tuyo, yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española, si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo. Si eres desdén y orgullo, valor de ti; si bruñes en esa paz, valiente, la enmohecida espada, para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes el arma de tu vieja panoplia arrinconada; si pules y acicalas tus hierros para, un día, vestir de luz, y erguida: Heme aquí, pues, España, en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía, heme aquí, pues, vestida para la propia hazaña, decir, para que diga quien oiga: Es voz, no es eco, el buen manchego habla palabras de cordura, parece que el hidalgo amojamado y seco entró en razón, y tiene espada a la cintura; entonces, paz de España, yo te saludo. Si eres vergüenza humana de esos rencores cabezudos con que se matan miles de avaros mercaderes, sobre la madre tierra que los parió desnudos; si sabes cómo Europa entera se anegaba en una paz sin alma, en un afán sin vida, y que una calentura cruel la aniquilaba, que es hoy la fiebre de esta pelea fratricida; si sabes que esos pueblos arrojan sus riquezas al mar y al fuego-todos-para sentirse hermanos un día ante el divino altar de la pobreza, gabachos y tudescos, latinos y britanos, entonces, paz de España, también yo te saludo, y a ti, la España fuerte, si, en esta paz bendita, en tu desdeño esculpes, como sobre un escudo, dos ojos que avizoran y un ceño que medita. Esta leyenda en sabio romance campesino, ni arcaico ni moderno, por Valle-Inclán escrita, revela en los halagos de un viento vespertino la santa flor de alma que nunca se marchita. Es la leyenda campo y campo. Un peregrino que vuelve solitario de la sagrada tierra donde Jesús morara, camina sin camino, entre los agrios montes de la galaica sierra. Hilando silenciosa, la rueca a la cintura, Adega, en cuyos ojos la llama azul fulgura de la piedad humilde, en el romero ha visto, al declinar la tarde, la pálida figura, la frente gloriosa de luz y la amargura de amor que tuvo un día el SALVADOR DOM. CRISTO. El primero es Gonzalo de Berceo llamado, Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino, que yendo en romería acaeció en un prado, y a quien los sabios pintan copiando un pergamino. Trovó a Santo Domingo, trovó a Santa María, y a San Millán, y a San Lorenzo y Santa Oria y dijo: Mi dictado non es de juglaría; escrito lo tenemos; es verdadera historia. Su verso es dulce y grave: monótonas hileras de chopos invernales en donde nada brilla; renglones como surcos en pardas sementeras, y lejos, las montañas azules de Castilla. El nos cuenta el repaire del romero cansado; leyendo en santorales y libros de oración, copiando historias viejas, nos dice su dictado, mientras le sale afuera la luz del corazón. Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano que en el sueño infantil de un claro día vimos partir hacia un país lejano. Hoy tiene ya las sienes plateadas, un gris mechón sobre la angosta frente, y la fría inquietud de sus miradas revela un alma casi toda ausente. Deshójanse las copas otoñales del parque mustio y viejo. La tarde tras los húmedos cristales se pinta, y en el fondo del espejo. El rostro del hermano se ilumina suavemente. ¿Floridos desengaños dorados por la tarde que declina? ¿Ansias de vida nueva en nuevos años? ¿Lamentará la juventud perdida? Lejos quedó—la pobre loba—muerta. ¿La blanca juventud nunca vivida teme que ha de cantar ante su puerta? ¿Sonríe al sol de oro de la tierra de un sueño no encontrada, y ve su nave hender el mar sonoro, de viento y luz la blanca vela hinchada? Él ha visto las hojas otoñales amarillas rodar, las olorosas ramas del eucaliptus, los rosales, que enseñan otra vez sus blancas rosas... Y este dolor que añora o desconfía el temblor de una lágrima reprime, y un resto de viril hipocresía en el semblante pálido se imprime. Serio retrato en la pared clarea todavía. Nosotros divagamos. En la tristeza del hogar golpea el tic-tac del reloj. Todos callamos. La plaza y los naranjos encendidos, con sus frutas redondas y risueñas. Tumulto de pequeños colegiales que al salir en desorden de la escuela, llenan el aire de la plaza en sombra con la algazara de sus voces nuevas. ¡Alegría infantil, en los rincones de las ciudades muertas!... ¡Y algo nuestro de ayer, que todavía vemos vagar por estas calles viejas! Tierra le dieron una tarde horrible del mes de Julio, bajo el sol de fuego. A un paso de la abierta sepultura, había rosas de podridos pétalos, entre geranios de áspera fragancia y roja flor. El cielo puro y azul. Corría un aire fuerte y seco. De los gruesos cordeles suspendido, pesadamente, descender hicieron el ataúd, al fondo de la fosa, los dos sepultureros... Y al reposar sonó con recio golpe, solemne, en el silencio. Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio. Sobre la negra caja se rompían los pesados terrones polvorientos... El aire se llevaba de la honda fosa el blanquecino aliento. Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa; larga paz a tus huesos... Definitivamente, duerme un sueño tranquilo y verdadero. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín. Con timbre sonoro y hueco, truena el maestro, un anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano. Y todo un coro infantil va cantando la lección: “Mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón.” Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales. Yo voy soñando caminos de la tarde. ¡Las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas!... ¿Adónde el camino irá? Yo voy cantando, viajero a lo largo del sendero... —La tarde cayendo está.— “En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón.” Y todo el campo un momento se queda, mudo y sombrío, meditando. Suena el viento en los álamos del río. La tarde más se obscurece, y el camino, que serpea y débilmente blanquea, se enturbia y desaparece. Mi cantar vuelve a plañir: “Aguda espina dorada, ¡quién te pudiera sentir en el corazón clavada!” Hacia un ocaso radiante caminaba el Sol de estío, y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante, tras de los álamos verdes de las márgenes del río. Dentro de un olmo sonaba la sempiterna tijera de la cigarra cantora, el monorritmo jovial, entre metal y madera, que es la canción estival. En una huerta sombría, giraban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras el son del agua se oía. Era una tarde de Julio luminosa y polvorienta. Yo iba haciendo mi camino, absorto en el solitario crepúsculo campesino. Y pensaba: “¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa, toda desdén y armonía; hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía de este rincón vanidoso, obscuro rincón que piensa!” Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente. Lejos, la ciudad dormía como cubierta de un mago fanal de oro transparente. Bajo los arcos de piedra, el agua clara corría. Los últimos arreboles coronaban las colinas, manchadas de olivos grises y de negruzcas encinas. Yo caminaba cansado, sintiendo la vieja angustia que hace el corazón pesado. El agua en sombra pasaba tan melancólicamente bajo los arcos del puente, como si al pasar dijera: “Apenas desamarrada la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera, se canta: no somos nada. Donde acaba el pobre río, la inmensa mar nos espera.” Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría. (Yo pensaba: ¡el alma mía!) Y me detuve un momento, en la tarde a meditar... ¿Qué es esta gota en el viento que grita al mar: Soy el mar? Vibraba el aire, asordado por los élitros cantores que hacen el campo sonoro, cual si estuviera sembrado de campanitas de oro. En el azul fulguraba un lucero diamantino. Cálido viento soplaba, alborotando el camino. Yo, en la tarde polvorienta, hacia la ciudad volvía. Sonaban los cangilones de la noria soñolienta. Bajo las ramas obscuras, caer el agua se oía Yo meditaba absorto, devanando los hilos del hastío y la tristeza, cuando llegó a mi oído, por la ventana de mi estancia, abierta a una caliente noche de verano, el plañir de una copla soñolienta, quebrada por los trémolos sombríos de las músicas magas de mi tierra. ... Y era el Amor, como una roja llama... —Nerviosa mano en la vibrante cuerda ponía un largo suspirar de oro que se trocaba en surtidor de estrellas.— ... Y era la Muerte, al hombro la cuchilla, el paso largo, torva y esquelética. —Tal cuando yo era niño la soñaba.— Y en la guitarra, resonante y trémula, la brusca mano, al golpear, fingía el reposar de un ataúd en tierra. Y era un plañido solitario el soplo que el polvo barre y la ceniza aventa. La calle en sombra. Ocultan los altos caserones al Sol que muere; hay ecos de luz en los balcones. ¿No ves, en el encanto del mirador florido, el óvalo rosado de un rostro conocido? La imagen, tras el vidrio de equívoco reflejo, surge o se apaga como daguerreotipo viejo. Suena en la calle sólo el ruido de tu paso; se extinguen lentamente los ecos del ocaso. ¡Oh angustia! Pesa y duele el corazón. ¿Es ella? No puede ser... Camina... En el azul la estrella. Daba el reloj las doce..., y eran doce golpes de azada en tierra... ... ¡Mi hora!...—grité. El silencio me respondió:—No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla. Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrarás una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera. En la desnuda tierra del camino, la hora florida brota, espino solitario, del valle humilde en la revuelta umbrosa. El salmo verdadero de tenue voz hoy torna al corazón y al labio, la palabra quebrada y temblorosa. Mis viejos mares duermen; se apagaron sus espumas sonoras sobre la playa estéril. La tormenta camina lejos en la nube torva. Vuelve la paz al cielo; la brisa tutelar esparce aromas otra vez sobre el campo, y aparece en la bendita soledad tu sombra. ¡Tenue rumor de túnicas que pasan sobre la infértil tierra!... ¡Y lágrimas sonoras de las campanas viejas! Las ascuas mortecinas del horizonte humean... Blancos fantasmas lares van encendiendo estrellas. —Abre el balcón. La hora de una ilusión se acerca... La tarde se ha dormido y las campanas sueñan. Algunos lienzos del recuerdo tienen luz de jardín y soledad de campo; la placidez del sueño en el paisaje familiar soñado. Otros guardan las fiestas de días aún lejanos; figuritas sutiles que pone un titerero en su retablo... Ante el balcón florido está la cita de un amor amargo. Brilla la tarde en el resol bermejo... La hiedra efunde de los muros blancos... A la revuelta de una calle en sombra, un fantasma irrisorio besa un nardo. Las ascuas de un crepúsculo morado detrás el negro cipresal humean... En la glorieta en sombra está la fuente con su alado y desnudo Amor de piedra, que sueña mudo. En la marmórea taza reposa el agua muerta. Leyendo un claro día mis bien amados versos, he visto en el profundo espejo de mis sueños que una verdad divina temblando está de miedo, y es una flor que quiere echar su aroma al viento. El alma del poeta se orienta hacia el misterio. Sólo el poeta puede mirar lo que está lejos, dentro del alma en turbio y mago sol envuelto. En esas galerías, sin fondo del recuerdo, donde las pobres gentes colgaron cual trofeo el traje de una fiesta apolillado y viejo, allí el poeta sabe el laborar eterno mirar de las doradas abejas de los sueños. Poëtas, con el alma atenta al hondo cielo, en la crüel batalla o en el tranquilo huerto, la nueva miel labramos de los dolores viejos, la veste blanca y pura pacientemente hacemos, y bajo el Sol bruñimos el fuerte arnés de hierro. El alma que no sueña, el enemigo espejo, proyecta nuestra imagen con un perfil grotesco. Sentimos una ola de sangre en nuestro pecho que pasa..., y sonreímos, y a laborar volvemos. Desgarrada la nube; el arco iris brillando ya en el cielo; y en un fanal de lluvia y sol el campo envuelto. Desperté. ¿Quién enturbia los mágicos cristales de mi sueño? Mi corazón latía atónito y disperso. ... ¡El limonar florido, el cipresal del huerto, el prado verde, el Sol, el agua, el iris!... ¡El agua en tus cabellos!... Y todo en la memoria se rompía, tal una pompa de jabón al viento. Y era el demonio de mi sueño, el ángel más hermoso. Brillaban como aceros los ojos victoriosos, y las sangrientas llamas de su antorcha alumbraron la honda cripta del alma. —¿Vendrás conmigo?—No, jamás; las tumbas y los muertos me espantan.— Pero la férrea mano mi diestra atenazaba. —Vendrás conmigo...—Y avancé en mi sueño, cegado por la roja luminaria. Y en la cripta sentí sonar cadenas y rebullir de fieras enjauladas. Desde el umbral de un sueño me llamaron... Era la buena voz, la voz querida. —Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?... Llegó a mi corazón una caricia. —Contigo siempre... Y avancé en mi sueño por una larga, escueta galería, sintiendo el roce de la veste pura y el palpitar süave de la mano amiga Una clara noche de fiesta y de luna, noche de mis sueños, noche de alegría —era luz mi alma, que hoy es bruma toda, no eran mis cabellos negros todavía,— el hada más joven me llevó en sus brazos a la alegre fiesta que en la plaza ardía. So el chisporroteo de las luminarias, Amor sus madejas de danzas tejía. Y en aquella noche de fiesta y de luna, noche de mis sueños, noche de alegría, el hada más joven besaba mi frente..., con su linda mano su adiós me decía... Todos los rosales daban sus aromas, todos los amores Amor entreabría. Si yo fuera un poeta galante, cantaría a vuestros ojos un cantar tan puro como en el mármol blanco el agua limpia. Y en una estrofa de agua todo el cantar sería: “Ya sé que no responden a mis ojos, que ven y no preguntan cuando miran, los vuestros claros; vuestros ojos tienen la buena luz tranquila, la buena luz del mundo en flor, que he visto desde los brazos de mi madre un día.” Llamó a mi corazón un claro día, con un perfume de jazmín, el viento. —A cambio de este aroma, todo el aroma de tus rosas quiero. —No tengo rosas; flores en mi jardín no hay ya: todas han muerto. —Me llevaré los llantos de las fuentes, las hojas amarillas y los mustios pétalos. Y el viento huyó... Mi corazón sangraba... Alma, ¿qué has hecho de tu pobre huerto? Hoy buscarás en vano a tu dolor consuelo. Lleváronse tus hadas el lino de tus sueños. Está la fuente muda, y está marchito el huerto. Hoy sólo quedan lágrimas para llorar. No hay que llorar, ¡silencio! Y nada importa ya que el vino de oro rebose de tu copa cristalina, o el agrio zumo enturbie el puro vaso... Tú sabes las secretas galerías del alma, los caminos de los sueños y la tarde tranquila donde van a morir... Allí te aguardan las hadas silenciosas de la vida, y hacia un jardín de eterna primavera te llevarán un día. ¡Tocados de otros días, mustios encajes y marchitas sedas; salterios arrumbados, rincones de las salas polvorientas; daguerreotipos turbios, cartas que amarillean; libracos no leídos que guardan grises florecitas secas: romanticismos muertos, cursilerías viejas, cosas de ayer que sois mi alma, y cantos y cuentos de la abuela!... La casa tan querida donde habitaba ella, sobre un montón de escombros arruinada o derruída, enseña el negro y carcomido maltrabado esqueleto de madera. La Luna está vertiendo su clara luz en sueños, que platea en las ventanas. Mal vestido y triste, voy caminando por la calle vieja. Ante el pálido lienzo de la tarde, la iglesia con sus torres afiladas y el ancho campanario, en cuyos huecos voltean suavemente las campanas, alta y sombría, surge. La estrella es una lágrima en el azul celeste. Bajo la estrella clara, flota, vellón disperso, una nube quimérica de plata. Tarde tranquila, casi con placidez de alma, para ser joven, para haberlo sido cuando Dios quiso, para tener algunas alegrías... lejos, y poder dulcemente recordarlas Yo, como Anacreonte, quiero cantar, reír y echar al viento las sabias amarguras y los graves consejos; y quiero, sobre todo, emborracharme; ya lo sabéis... ¡Grotesco! Pura fe en el morir, pobre alegría y macabro danzar antes de tiempo. ¡Oh tarde luminosa! El aire está encantado. La blanca cigüeña dormita volando, y las golondrinas se cruzan, tendidas las alas agudas al viento dorado, y en la tarde risueña se alejan volando, soñando... Y hay una que torna como la saeta, las alas agudas tendidas al aire sombrío, buscando su negro rincón del tejado. La blanca cigüeña, como un garabato, tranquila y disforme, ¡tan disparatada!, sobre el campanario. Es una tarde cenicienta y mustia, destartalada, como el alma mía; y es esta vieja angustia que habita mi usual hipocondría. La causa de esta angustia no consigo ni vagamente comprender siquiera; pero recuerdo y, recordando, digo: —Sí; yo era niño, y tú mi compañera. Y no es verdad, dolor, yo te conozco; tú eres nostalgia de la vida buena y soledad de corazón sombrío, de barco sin naufragio y sin estrella. Como perro olvidado, que no tiene huella ni olfato y yerra por los caminos, sin camino; como el niño que la noche de una fiesta se pierde entre el gentío y el aire polvoriento y las candelas chispeantes, atónito, y asombra su corazón de música y de pena; así voy yo, borracho melancólico, guitarrista lunático, poeta, y pobre hombre en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla. ¿Y ha de morir contigo el mundo mago donde guarda el recuerdo los hálitos más puros de la vida; la blanca sombra del amor primero, la voz que fué a tu corazón, la mano que tú querías retener en sueños, y todos los amores que llegaron al alma, al hondo cielo? ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, la vieja vida en orden tuyo y nuevo? ¿Los yunques y crisoles de tu alma trabajan para el polvo y para el viento? Desnuda está la tierra, y el alma aúlla al horizonte pálido como loba famélica. ¿Qué buscas, poeta, en el ocaso? ¡Amargo caminar, porque el camino pesa en el corazón! ¡El viento helado, y la noche que llega, y la amargura de la distancia!... En el camino blanco algunos yertos árboles negrean; en los montes lejanos hay oro y sangre... El Sol murió... ¿Qué buscas, poeta, en el ocaso? La tarde está muriendo, como un hogar humilde que se apaga. Allá, sobre los montes, quedan algunas brasas. Y ese árbol roto en el camino blanco hace llorar de lástima. ¡Dos ramas en el tronco herido, y una hoja marchita y negra en cada rama! ¿Lloras?... Entre los álamos de oro, lejos, la sombra del amor te aguarda. El hada más hermosa ha sonreído al ver la lumbre de una estrella pálida que en hilo suave, blanco y silencioso se enrosca al huso de su rubia hermana. Y vuelve a sonreír, porque en su rueca el hilo de los campos se enmaraña. Tras la tenue cortina de la alcoba está el jardín envuelto en luz dorada. La cuna casi en sombra. El niño duerme. Dos hadas laboriosas lo acompañan, hilando de los sueños los sutiles copos en ruecas de marfil y plata. Galerías del alma... ¡El alma niña! Su clara luz risueña; y la pequeña historia y la alegría de la vida nueva... ¡Ah, volver a nacer, y andar camino, ya recobrada la perdida senda! Y volver a sentir en nuestra mano aquel latido de la mano buena de nuestra madre... Y caminar en sueños, por amor de la mano que nos lleva. Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas, hizo sonar la música olvidada como una nota de la lira inmensa, y la ola humilde a nuestros labios vino de unas pocas palabras verdaderas. Y podrás conocerte recordando del pasado soñar los turbios lienzos, en este día triste en que caminas con los ojos abiertos. De toda la memoria, sólo vale el don preclaro de evocar los sueños. Abril florecía frente a mi ventana. Entre los jazmines y las rosas blancas de un balcón florido, vi las dos hermanas. La menor cosía, la mayor hilaba... Entre los jazmines y las rosas blancas, la más pequeñita, risueña y rosada, su aguja en el aire, miró a mi ventana. La mayor seguía, silenciosa y pálida, el huso en su rueca, que el lino enroscaba. Abril florecía frente a mi ventana. Una clara tarde la mayor lloraba, entre los jazmines y las rosas blancas, y ante el blanco lino que en su rueca hilaba. —¿Qué tienes?—le dije.— Silenciosa y pálida, señaló el vestido que empezó la hermana: en la negra túnica la aguja brillaba; sobre el blanco velo, el dedal de plata. Señaló a la tarde de Abril que soñaba, mientras que se oía tañer las campanas. Y en la clara tarde me enseñó sus lágrimas... Abril florecía frente a mi ventana. Fué otro Abril alegre y otra tarde plácida. El balcón florido solitario estaba... Ni la pequeñita, risueña y rosada, ni la hermana triste, silenciosa y pálida, ni la negra túnica, ni la toca blanca... Tan sólo en el huso el lino giraba por mano invisible; y en la obscura sala la luna del limpio espejo brillaba... Entre los jazmines y las rosas blancas del balcón florido, me miré en la clara luna del espejo que lejos soñaba... Abril florecía frente a mi ventana ¡Ay del que llega sediento a ver el agua correr y dice: La sed que siento no me la calma el beber! ¡Ay de quien bebe y, saciada la sed, desprecia la vida: moneda al tahur prestada que sea al azar rendida! ¡Del iluso que suspira bajo el orden soberano, y del que sueña la lira pitagórica en su mano! ¡Ay del noble peregrino que se para a meditar, después de largo camino, en el horror de llegar! ¡Ay de la melancolía que llorando se consuela, y de la melomanía de un corazón de zarzuela! ¡Ay de nuestro ruiseñor, si en una noche serena se cura del mal de amor que llora y canta sin pena! ¡De los jardines secretos, de los pensiles soñados, y de los sueños poblados de propósitos discretos! ¡Ay del galán sin fortuna que ronda a la Luna bella; de cuantos caen de la Luna, de cuantos se marchan a ella! ¡De quien el fruto prendido en la rama no alcanzó; de quien el fruto ha mordido, y el gusto amargo probó! ¡Y de nuestro amor primero, y de su fe mal pagada, y, también, del verdadero amante de nuestra amada! La tarde caía triste y polvorienta. El agua cantaba su copla plebeya en los cangilones de la noria lenta. Soñaba la mula, ¡pobre mula vieja!, al compás de sombra que en el agua suena. La tarde caía triste y polvorienta. Yo no sé qué noble, divino poeta, unió a la amargura de la eterna rueda la dulce armonía del agua que sueña, y vendó tus ojos, ¡pobre mula vieja!... Mas sé que fué un noble, divino poeta, corazón maduro de sombra y de ciencia. La aurora asomaba lejana y siniestra. El lienzo de Oriente sangraba tragedias pintarrajeadas con nubes grotescas. En la vieja plaza de una vieja aldea, erguía su horrible pavura esquelética el tosco patíbulo de fresca madera... La aurora asomaba lejana y siniestra Vosotras las familiares, inevitables golosas, vosotras, moscas vulgares, me evocáis todas las cosas. ¡Oh viejas moscas voraces como abejas en Abril, viejas moscas pertinaces sobre mi calva infantil! ¡Moscas del primer hastío en el salón familiar, las claras tardes de estío en que yo empecé a soñar! Y en la aborrecida escuela raudas moscas divertidas, perseguidas por amor de lo que vuela, que todo es volar... sonoras rebotando en los cristales, en los días otoñales... Moscas de todas las horas, de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada; de esta segunda inocencia, que da en no creer en nada, de siempre... Moscas vulgares, que de puro familiares no tendréis digno cantor, yo sé que os habéis posado sobre el juguete encantado, sobre el librote cerrado, sobre la carta de amor, sobre los párpados yertos de los muertos... Inevitables golosas, que ni labráis como abejas, ni brilláis cual mariposas; pequeñitas, revoltosas, vosotras, amigas viejas, me evocáis todas las cosas. Recuerdo que una tarde de soledad y hastío, ¡oh tarde como tantas!, el alma mía era, bajo el azul monótono, un ancho y terso río que ni tenía un pobre juncal en su ribera. ¡Oh, el mundo sin encanto, sentimental inopia que borra el misterioso azogue del cristal! ¡Oh, el alma sin amores, que el Universo copia con un irremediable bostezo universal! ** Quiso el poeta recordar, a solas, las ondas bien amadas, la luz de los cabellos, que él llamaba en sus rimas rubias olas. Leyó... La letra mata: no se acordaba de ellos... Y un día—como tantos,—al aspirar un día aromas de una rosa que en el rosal se abría, brotó como una llama la luz de los cabellos, que él en sus madrigales llamaba rubias olas; brotó, porque un aroma igual tuvieron ellos... Y se alejó en silencio para llorar a solas. Como atento no más a mi quimera, no reparaba en torno mío, un día me sorprendió la fértil primavera, que en todo el ancho campo sonreía. Brotaban verdes hojas de las hinchadas yemas del ramaje, y flores amarillas, blancas, rojas, bariolaban la mancha del paisaje. Y era una lluvia de saetas de oro el sol sobre las frondas juveniles; del amplio río en el caudal sonoro se miraban los álamos gentiles. —Tras de tanto camino, es la primera vez que miro brotar la primavera, dije; y después, declamatoriamente: —¡Cuán tarde ya para la dicha mía!— Y luego, al caminar, como quien siente alas de otra ilusión: Y todavía ¡yo alcanzaré mi juventud un día! Lejos de tu jardín quema la tarde inciensos de oro en purpurinas llamas, tras el bosque de cobre y de ceniza. En tu jardín hay dalias. ¡Malhaya tu jardín!... Hoy me parece la obra de un peluquero, con esa pobre palmerilla enana, y ese cuadro de mirtos recortados..., y el naranjito en su tonel... El agua de la fuente de piedra no cesa de reír sobre la concha blanca. Naranjo en maceta, ¡qué triste es tu suerte! Medrosas tiritan tus hojas menguadas. Naranjo en la corte, ¡qué pena da verte con tus naranjitas secas y arrugadas! Pobre limonero de fruto amarillo cual pomo pulido de pálida cera, ¡qué pena mirarte, mísero arbolillo criado en el verde tonel de madera! De los claros bosques de la Andalucía, ¿quién os trajo a esta castellana tierra, que barren los vientos de la adusta sierra, hijos de los campos de la tierra mía? ¡Gloria de los huertos, árbol limonero, que enciendes los frutos de pálido oro, y alumbras del negro cipresal austero las quietas plegarias erguidas en coro; y fresco naranjo del patio querido, del campo risueño y el huerto soñado, siempre en mi recuerdo maduro o florido, de fronda y aromas y frutos cargado onaba el reloj la una dentro de mi cuarto. Era triste la noche. La Luna, reluciente calavera, ya del cenit declinando, iba del ciprés del huerto fríamente iluminando el alto ramaje yerto. Por la entreabierta ventana, llegaban a mis oídos metálicos alaridos de una música lejana. Una música tristona, una mazurca olvidada, entre inocente y burlona, mal tañida y mal soplada. Y yo sentí el estupor del alma, cuando bosteza el corazón, la cabeza, y... morirse es lo mejor. La primavera besaba suavemente la arboleda, y el verde nuevo brotaba como una verde humareda. Las nubes iban pasando sobre el campo juvenil... Yo vi en las hojas temblando las frescas lluvias de Abril. Bajo ese almendro florido, todo cargado de flor —recordé,—yo he maldecido mi juventud sin amor. Hoy, en mitad de la vida, me he parado a meditar... ¡Juventud nunca vivida, quién te volviera a soñar! Húmedo está, bajo el laurel, el banco de verdinosa piedra; lavó la lluvia, sobre el muro blanco, las empolvadas hojas de la hiedra. Del viento del otoño el tibio aliento los céspedes undula, y la alameda conversa con el viento... ¡El viento de la tarde en la arboleda! Mientras el Sol, en el ocaso, esplende, que los racimos de la vid orea, y el buen burgués, en su balcón, enciende la estoica pipa en que el tabaco humea, voy recordando versos juveniles... ¿Qué fué de aquel mi corazón sonoro? ¿Será cierto que os vais, sombras gentiles, huyendo entre los árboles de oro? Poeta ayer, hoy triste y pobre filósofo trasnochado, tengo en monedas de cobre el oro de ayer cambiado. Sin placer y sin fortuna, pasó como una quimera mi juventud, la primera..., la sola, no hay más que una: la de dentro es la de fuera. Pasó como un torbellino, bohemia y aborrascada, harta de coplas y vino, mi juventud bienamada. Y hoy miro a las galerías del recuerdo, para hacer aleluyas de elegías desconsoladas de ayer. ¡Adiós, lágrimas cantoras, lágrimas que alegremente brotabais, como en la fuente las limpias aguas sonoras! ¡Buenas lágrimas vertidas por un amor juvenil, cual frescas lluvias caídas sobre los campos de Abril! “No canta ya el ruiseñor de cierta noche serena; sanamos del mal de amor, que sabe llorar sin pena.” Poeta ayer, hoy triste y pobre filósofo trasnochado, tengo en monedas de cobre el oro de ayer cambiado. Es mediodía. Un parque. Invierno. Blancas sendas. Simétricos montículos y ramas esqueléticas. Bajo el invernadero, naranjos en maceta, y en su tonel, pintado de verde, la palmera. Un viejecillo dice para su capa vieja: “¡El sol, esta hermosura de sol!...” Los niños juegan. El agua de la fuente resbala, corre y sueña, lamiendo, casi muda, la verdinosa piedra. Es mediodía. Un parque. Invierno. Blancas sendas. Simétricos montículos y ramas esqueléticas. Bajo el invernadero, naranjos en maceta, y en su tonel, pintado de verde, la palmera. Un viejecillo dice para su capa vieja: “¡El sol, esta hermosura de sol!...” Los niños juegan. El agua de la fuente resbala, corre y sueña, lamiendo, casi muda, la verdinosa piedra. Parejo de la encina castellana, crecida sobre el páramo, señero en los campos de Córdoba la llana que dieron su caballo al Romancero, lejos de tus hermanos que vela el ceño campesino -enjutos pobladores de lomas y altozanos, horros de sombra, grávidos de frutos- olvidado de mano labradora que pode tu ramaje, y por olvido, viejo olivo, del hacha leñadora, ¡cuán bello estás junto a la fuente erguido, bajo este azul cobalto, como un árbol silvestre, espeso y alto! Hoy, a tu sombra, quiero ver estos campos de mi Andalucía, como a la vera ayer del Alto Duero la hermosa tierra de encinar veía. Olivo solitario, lejos del olivar, junto a la fuente, olivo hospitalario que das tu sombra a un hombre pensativo y a un agua transparente, al borde del camino que blanquea, guarde tus verdes ramas, viejo olivo, la diosa de ojos glaucos, Atenea. Busqué tu rama verde el suplicante para el templo de un dios, árbol sombrío; Demeter jadeante pose a tu sombra, bajo el sol de estío. Que reflorezca el día en que la diosa huyó del ancho Urano, cruzó la espalda de la mar bravía, llegó a la tierra en que madura el grano, y en su querida Eleusis, fatigada, sentóse a reposar junto al camino, ceñido el peplo, yerta la mirada, lleno de angustia el corazón divino... Bajo tus ramas, viejo olivo, quiero un día recordar del sol de Homero. Al palacio de un rey llegó la dea, sólo divina en el mirar sereno, ocultando su forma gigantea de joven talle y de redondo seno, trocado el manto azul por burda lana, como siervo propicia a la tarea de humilde oficio con que el pan se gana. De Keleos la esposa venerable, que daba al hijo en su vejez nacido, a Demofon, un pecho miserable, la reina de los bucles de ceniza, del niño bien amado a Demeter tomó para nodriza. Y el niño floreció como criado en brazos de una diosa, o en las selvas feraces, -así el bastardo de Afrodita hermosa- al seno de las ninfas montaraces. Mas siempre el ceño maternal espía, y una noche, celando a la extranjera, vió la reina una llama. En roja hoguera, a Demofon, el príncipe lozano, Demeter impasible revolvía, y al cuello, al torso, al vientre, con su mano una sierpe de fuego le ceñía. Del regio lecho, en la aromada alcoba, saltó la madre; al corredor sombrío salió gritando, aullando, como loba herida en las entrañas: ¡hijo mío! Demeter la miró con faz severa. -Tal es, raza mortal, tu cobardía. Mi llama el fuego de los dioses era. Y al niño, que en sus brazos sonreía: Yo soy Demeter que los frutos grana, ¡oh príncipe nutrido por mi aliento, y en mis brazos más rojo que manzana madurada en otoño al sol y al viento!... Vuelve al halda materna, y tu nodriza no olvides, Demofon, que fué una diosa; ella trocó en maciza tu floja carne y la tiñó de rosa, y te dió el ancho torso, el brazo fuerte, y más te quiso dar y más te diera: con la llama que libra de la muerte, la eterna juventud por compañera. La madre de la bella Proserpina trocó en moreno grano, para el sabroso pan de blanca harina, aguas de abril y soles del verano. Trigales y trigales ha corrido la rubia diosa de la hoz dorada, y del campo a las eras del ejido, con sus montes de mies agavillada, llegaron los huesudos bueyes rojos, la testa dolorida al yugo atada, y con la tarde ubérrima en los ojos. De segados trigales y alcaceles hizo el fuego sequizos rastrojales; en el huerto rezuma el higo mieles, cuelga la oronda pera en los perales, hay en las vides rubios moscateles, y racimos de rosa en los parrales que festonan la blanca almacería de los huertos. Ya irá de glauca a bruna, por llano, loma, alcor y serranía, de los verdes olivos la aceituna... Tu fruto, ¡oh polvoriento del camino árbol ahito de la estiva llama! no estrujarán las piedras del molino, aguardará la fiesta, en la alta rama, del alegre zorzal, o el estornino lo llevará en su pico, alborozado. Que en tu ramaje luzca, árbol sagrado, bajo la luna llena, el ojo encandilado del buho insomne de la sabia Atena. Y que la diosa de la hoz bruñida y de la adusta frente materna sed y angustia de uranida traiga a tu sombra, olivo de la fuente. Y con tus ramas la divina hoguera encienda en un hogar del campo mío, por donde tuerce perezoso un río que toda la campiña hace ribera, antes que un pueblo, hacia la mar, navío. Desde mi ventana, ¡campo de Baeza, a la luna clara! ¡Montes de Cazorla, Aznaitín y Mágina! ¡De luna y de piedra también los cachorros de Sierra Morena! obre el olivar, se vió a la lechuza volar y volar. Campo, campo, campo. Entre los olivos, los cortijos blancos. Y la encina negra, a medio camino de Úbeda a Baeza. Por un ventanal, entró la lechuza en la catedral. San Cristobalón la quiso espantar, al ver que bebía del velón de aceite de Santa María. La Virgen habló: -déjala que beba, San Cristobalón. Sobre el olivar, se vio a la lechuza volar y volar. A Santa María un ramito verde volando traía. ¡Campo de Baeza, soñaré contigo cuando no te vea! Dondequiera vaya José de Mairena lleva su guitarra. Su guitarra lleva, cuando va a caballo, a la bandolera. Y lleva el caballo con la rienda corta, la cerviz en alto. ¡Pardos borriquillos de ramón cargados, entre los olivos! ¡Tus sendas de cabras, y tus madroñeras, Córdoba serrana! ¡La del Romancero, Córdoba la llana!... Guadalquivir hace vega, el campo relincha y brama. Los olivos grises, los caminos blancos. El sol ha sorbido la color del campo; y hasta tu recuerdo me lo va secando este alma de polvo de los días malos. Rejas de hierro; rosas de grana. ¿A quién esperas, con esos ojos y esas ojeras, enjauladita como las fieras, tras de los hierros de tu ventana? Entre las rejas y los rosales, ¿sueñas amores de bandoleros galanteadores, fieros amores entre puñales? Rondar tu calle nunca verás ese que esperas; porque se fué toda la España de Merimée. Por esta calle -tú elegirás- pasa un notario que va al tresillo del boticario, y un usurero, a su rosario. También yo paso, viejo y tristón. Dentro del pecho llevo un león. Aunque me ves por la calle, también yo tengo mis rejas, mis rejas y mis rosales. Un mesón de mi camino. Con un gesto de vestal, tú sirves el rojo vino de una orgía de arrabal. Los borrachos de los ojos vivarachos y la lengua fanfarrona te requiebran ¡oh varona! Y otros borrachos suspiran por tus ojos de diamante, tus ojos que a nadie miran. A la altura de tus senos, la batea rebosante, llega en tus brazos morenos. ¡Oh, mujer, dame también de beber! Una noche de verano. El tren hacia el puerto va, devorando aire marino. Aun no se ve la mar. Cuando lleguemos al puerto, niña, verás un abanico de nácar que brilla sobre la mar. A una japonesa le dijo Sukan: con la blanca luna te abanicarás, con la blanca luna a orillas del mar. Una noche de verano, en la playa de Sanlúcar, oí una voz que cantaba: antes que salga la luna... Antes que salga la luna, a la vera de la mar, dos palabritas a solas contigo tengo de hablar. ¡Playa de Sanlúcar, noche de verano, copla solitaria junto al mar amargo! ¡A la orillita del agua, por donde nadie nos vea, antes que la luna salga! En el azul la banda de unos pájaros negros que chillan, aletean y se posan en el álamo yerto. ... En el desnudo álamo, las graves chovas, quietas y en silencio, cual negras, frías notas escritas en la pauta de Febrero. El monte azul, el río, las erectas varas cobrizas de los finos álamos, y el blanco del almendro en la colina, ¡oh nieve en flor y mariposa en árbol! Con el aroma del habar el viento corre en la alegre soledad del campo. Una centella blanca en la nube de plomo culebrea. ¡Los asombrados ojos del niño, y juntas cejas -está el salón obscuro- de la madre!... ¡Oh cerrado balcón a la tormenta! El viento aborrascado y el granizo en el limpio cristal repiquetean. El iris y el balcón. Las siete cuerdas de la lira del sol vibran en sueños. Un tímpano infantil da siete golpes -agua y cristal. Acacias con jilgueros. Cigüeñas en las torres. En la plaza lavó la lluvia el mirto polvoriento. En el amplio rectángulo ¿quién puso ese grupo de vírgenes risueño, y arriba ¡hosanna! entre la rota nube, la palma de oro y el azul sereno? Entre montes de almagre y peñas grises, el tren devora su rail de acero. La hilera de brillantes ventanillas lleva un doble perfil de camafeo, tras el cristal de plata, repetido... ¿Quién ha punzado el corazón del tiempo? ¿Quién puso, entre las rocas de ceniza, para la miel del sueño, esas retamas de oro y esas azules flores del romero? La sierra de violeta y, en el poniente, el azafrán del cielo, ¿quién ha pintado? ¡El abejar, la ermita, el tajo sobre el río, el sempiterno rodar del agua entre las hondas peñas, y el rubio verde de los campos nuevos, y todo, hasta la tierra blanca y rosa al pie de los almendros! En el silencio sigue la lira pitagórica vibrando, el iris en la luz, la luz que llena mi estereoscopio vano. Han cegado mis ojos las cenizas del fuego heraclitano. El mundo es, un momento, transparente, vacío, ciego, alalo. Fuera, la luna platea cúpulas, torres, tejados; dentro, mi sombra pasea por los muros encalados. Con esta luna parece que hasta la sombra envejece. Ahorremos la serenata de una cenestesia ingrata, y una vejez intranquila, y una luna de hojalata. Cierra tu balcón, Lucila. Se pintan panza y joroba en la pared de mi alcoba. Canta el bufón: ¡Qué bien van en un rostro de cartón, unas barbas de azafrán! Lucila, cierra el balcón. Por la sierra blanca... La nieve menuda y el viento de cara. Por entre los pinos... Con la blanca nieve se borra el camino. Recio viento sopla de Urbión a Moncayo. ¡Páramos de Soria! Ya habrá cigüeñas al sol, mirando la tarde roja, entre Moncayo y Urbión. II Se abrió la puerta que tiene gonces en mi corazón, y otra vez la galería de mi historia apareció. Otra vez la plazoleta de las acacias en flor, y otra vez la fuente clara cuenta un romance de amor. III Es la parda encina y el yermo de piedra. Cuando el sol tramonta, el río despierta. ¡Oh montes lejanos de malva y violeta! En el aire en sombra sólo el río suena. ¡Luna amoratada de una tarde vieja, en un campo frío, más luna que tierra! Soria de montes azules y de yermos de violeta, ¡cuántas veces te he soñado en esta florida vega por donde se va, entre naranjos de oro, Guadalquivir a la mar. II AnteriorSiguiente ¡Cuántas veces me borraste, tierra de ceniza, estos limonares verdes con sombras de tus encinas! ¡Oh, campos de Dios, entre Urbión el de Castilla y Moncayo el de Aragón! III En Córdoba, la serrana, en Sevilla, marinera y labradora, que tiene hinchada, hacia el mar, la vela; y en el ancho llano por donde la arena sorbe la baba del mar amargo, hacia la fuente del Duero mi corazón ¡Soria pura! se tornaba... ¡Oh, fronteriza entre la tierra y la luna! ¡Alta paramera donde corre el Duero niño, tierra donde está su tierra! AnteriorSiguiente El río despierta. En el aire oscuro, sólo el río suena. ¡Oh, canción amarga del agua en la piedra! ... Hacia el alto Espino, bajo las estrellas. Sólo suena el río, al fondo del valle, bajo el alto Espino. En medio del campo, tiene la ventana abierta la ermita sin ermitaño. Un tejadillo verdoso. Cuatro muros blancos. Lejos relumbra la piedra del áspero Guadarrama. Agua que brilla y no suena. En el aire claro, los alamillos del soto, sin hojas, liras de marzo. Hacia Madrid, una noche, va el tren por el Guadarrama. En el cielo, el arco-iris que hacen la luna y el agua. ¡Oh, luna de abril serena, que empuja las nubes blancas! La madre lleva a su niño, dormido, sobre la falda. Duerme el niño y, todavía, ve el campo verde que pasa, y arbolillos soleados y mariposas doradas. La madre, ceño sombrío entre un ayer y un mañana, ve unas ascuas mortecinas y una hornilla con arañas. Hay un trágico viajero, que debe ver cosas raras, y habla solo y, cuando mira, nos borra con la mirada. Yo pienso en campos de nieve y en pinos de otras montañas. Y tú, señor, por quien todos vemos y que ves las almas, dinos si todos, un día, hemos de verte la cara. Junto a la sierra florida, bulle el ancho mar. El panal de mis abejas tiene granitos de sal. Hay fiesta en el prado verde -pífano y tambor-. Con su cayado florido y abarcas de oro vino un pastor. Del monte bajé, sólo por bailar con ella; al monte me tornaré. En los árboles del huerto hay un ruiseñor; canta de noche y de día, canta a la luna y al sol. Ronco de cantar: al huerto vendrá la niña y una rosa cortará. Entre las negras encinas, hay una fuente piedra, y un cantarillo de barro, que nunca se llena. Por el encinar, con la blanca luna, ella volverá. Contigo en Valonsadero, fiesta de San Juan, mañana en la Pampa, del otro lado del mar. Guárdame la fe, que yo volveré. Mañana seré pampero, y se me irá el corazón, a orillas del alto Duero. mientras danzáis en corro, niñas, cantad: Ya están los prados verdes, ya vino abril galán. A la orilla del río, por el negro encinar, sus abarcas de plata hemos visto brillar. Ya están los prados verdes, ya vino abril galán. El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve. Para dialogar, preguntad, primero; después... escuchad. Todo narcisismo es un vicio feo, y ya viejo vicio. Mas busca en tu espejo al otro, al otro que va contigo. Entre el vivir y el soñar, hay una tercera cosa. Adivínala. Ese tu Narciso ya no se ve en el espejo, porque es el espejo mismo. ¿Siglo nuevo? ¿Todavía llamea la misma fragua? ¿Corre todavía el agua por el cauce que tenía? Hoy es siempre todavía. Sol en Aries. Mi ventana está abierta al aire frío. -¡Oh rumor de agua lejana!- La tarde despierta al río. En el viejo caserío, -¡oh anchas torres con cigüeñas!- enmudece el son gregario, y en el campo solitario suena el agua entre las peñas. Como otra vez, mi atención está del agua cautiva; pero del agua en la viva roca de mi corazón. ¿Sabes, cuando el agua suena, si es agua de cumbre o valle, de plaza, jardín o huerta? Encuentro lo que no busco: las hojas del toronjil huelen a limón maduro. Nunca traces tu frontera, ni cuides de tu perfil; todo eso es cosa defuera. Busca a tu complementario, que marcha siempre contigo, y suele ser tu contrario. Si vino la primavera, volad a las flores; no chupéis cera. En mi soledad he visto cosas muy claras, que no son verdad. Buena es el agua y la sed; buena es la sombra y el sol; la miel de flor de romero, a miel de campo sin flor. A la vera del camino hay una fuente de piedra, y un cantarillo de barro -glu-glu- que nadie se lleva. Adivina adivinanza que quieren decir la fuente, el cantarillo y el agua. ... Pero yo he visto beber hasta en los charcos del suelo. Caprichos tiene la sed... Solo quede un símbolo: quod elixum est ne asato. No aséis lo que está cocido. Canta, canta, canta, junto a su tomate, el grillo en su jaula. Despacito y buena letra: el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas. Sin embargo... ¡Ah!, sin embargo, importa avivar los remos, dijo el caracol al galgo. ¡Ya hay hombres activos! Soñaba la charca con los mosquitos. ¡Oh calavera vacía! ¡Y pensar que todo era, dentro de ti, calavera!, otra Pandolfo decía. Cantores, dejad palmas y jaleo para los demás. Despertad, cantores: acaben los ecos, empiecen las voces. Mas no busquéis disonancias; porque, al fin, nada disuena, siempre al son que tocan bailan. Luchador superfluo, ayer lo más noble, mañana lo más plebeyo. Camorrista, boxeador, zúrratelas con el viento. Sin embargo... ¡Oh!, sin embargo, queda un fetiche que aguarda ofrenda de puñetazos. Ya maduró un nuevo cero, que tendrá su devoción: un ente de acción tan huero como un ente de razón. No es el yo fundamental eso que busca el poeta, sino el tú esencial. Viejo como el mundo es, -dijo un doctor- olvidado, por sabido, y enterrado cual la momia de un Ramsés. Mas el doctor no sabía que hoy es siempre todavía. Busca en tu prójimo espejo; pero no para afeitarte, ni para teñirte el pelo. Los ojos porque suspiras, sábelo bien, los ojos en que te miras son ojos porque te ven. -Ya se oyen palabras viejas. -Pues, aguzad las orejas. Enseña el Cristo: a tu prójimo amarás como a ti mismo, mas nunca olvides que es otro. Dijo otra verdad: busca el tú que nunca es tuyo, ni puede serlo jamás. Han tomado sus medidas Sócrates y el Cristo ya: el corazón y la mente un mismo radio tendrán. No desdeñéis la palabra; el mundo es ruidoso y mudo, poetas, sólo Dios habla. ¿Todo para los demás? Mancebo, llena tu jarro, que ya te lo beberán. Se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa. Autores, la escena acaba con un dogma de teatro: en el principio era la máscara. Será el peor de los malos bribón que olvide su vocación de diablo. ¿Dijiste media verdad? Dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad. Con el tú de mi canción no te aludo, compañero; ese tú soy yo. Demos tiempo al tiempo: para que el vaso rebose hay que llenarlo primero. Hora de mi corazón: la hora de una esperanza y una desesperación. Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar. Le tiembla al cantar la voz. Ya no le silban sus coplas; que silban su corazón. Echa roncas todavía el siglo décimonono, con la cabeza vendada, y los huesos rotos. Conversación de gitanos: -¿Cómo vamos, compadrito? -Dando vueltas al atajo. Algunos desesperados sólo se curan con soga; otros, con siete palabras: la fe se ha puesto de moda. Creí mi hogar apagado, y revolví la ceniza... Me quemé la mano. ¡Reventó de risa! ¡Un hombre tan serio! ... Nadie lo diría. Que se divida el trabajo: los malos unten la flecha; los buenos tiendan el arco. Como don San Tob, se tiñe las canas, y con más razón. Por dar al viento trabajo, cosía con hilo doble las hojas secas del árbol. Sentía los cuatro vientos, en la encrucijada de su pensamiento. ¿Conoces los invisibles hiladores de los sueños? Son dos: la verde esperanza, y el torvo miedo. Apuesta tienen de quien hile más, y más ligero, ella, su copo dorado, él, su copo negro. Con el hilo que nos dan tejemos, cuando tejemos. Siembra la malva; pero no la comas, dijo Pitágoras. Responde al hachazo, -ha dicho el Bada ¡y el Cristo!, con tu aroma, como el sándalo. Bueno es recordar las palabras viejas que han de volver a sonar. Poned atención: un corazón solitario no es un corazón. Abejas, cantores, no a la miel sino a las flores. Todo necio confunde calor y precio. Lo ha visto pasar en sueños... Buen cazador de sí mismo, siempre en acecho. Cazó a su hombre malo, el de los días azules siempre cabizbajo. Da doble luz a tu verso, para leído de frente y al sesgo. Mas no te importe si rueda, y pasa de mano en mano: del oro se hace moneda. De un «Arte de Bien Comer», primera lección: No has de coger la cuchara con el tenedor. Señor San Jerónimo, suelte usted la piedra con que se machaca. Me pegó con ella. Conversación de gitanos: -Para rodear, toma la calle de en medio; nunca llegarás. El tono lo da la lengua, ni más alto ni más bajo; sólo acompáñate de ella. Tartarín en Koenigsberg! Con el puño en la mejilla, todo lo llegó a saber. Crisolad oro en copela, y burilad lira y arco, no en joya, sino en moneda. Del romance castellano no busques la sal castiza; mejor que romance viejo, poeta, cantar de niñas. Déjale lo que no puedes quitarle: su melodía de cantar que canta y cuenta un ayer que es todavía. Concepto mondo y lirondo suele ser cáscara hueca; puede ser caldera al rojo. Si vivir es bueno, es mejor soñar, y mejor que todo, madre, despertar. No el sol, sino la campana, cuando te despierta, es lo mejor de la mañana. Ya es sólo brocal el pozo; púlpito será mañana; pasado mañana, trono. Hombre occidental, tu miedo al Oriente, ¿es miedo a dormir o a despertar? ¡Qué gracia! En la Hesperia triste, promontorio occidental, en este cansino rabo de Europa, por desollar, y en una ciudad antigua, chiquita como un dedal, ¡el hombrecillo que fuma y piensa, y ríe al pensar: cayeron las altas torres; en un basurero están la corona de Guillermo, la testa de Nicolás! Entre las brevas soy blando; entre las rocas, de piedra. ¡Malo! ¿Tu verdad? No, la Verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela. Tengo a mis amigos en mi soledad; cuando estoy con ellos ¡qué lejos están! ¡Oh Guadalquivir! Te vi en Cazorla nacer; hoy, en Sanlúcar morir. Un borbollón de agua clara, debajo de un pino verde, eras tú, ¡qué bien sonabas! Como yo, cerca del mar, río de barro salobre, ¿sueñas con tu manantial? El pensamiento barroco pinta virutas de fuego, hincha y complica el decoro. Sin embargo... -Oh, sin embargo, hay siempre un ascua de veras en su incendio de teatro. ¿Ya de su olor se avergüenzan las hojas de la albahaca, salvias y alhucemas? Siempre en alto, siempre en alto. ¿Renovación? Desde arriba. Dijo la cucaña al árbol. Dijo el árbol: teme al hacha, palo clavado en el suelo: contigo la poda es tala. ¿Cuál es la verdad? ¿El río que fluye y pasa, donde el barco y el barquero son también ondas del agua? ¿O este soñar del marino siempre con ribera y ancla? Doy consejo, a fuer de viejo: nunca sigas mi consejo. Pero tampoco es razón desdeñar consejo que es confesión. ¿Ya sientes la savia nueva? Cuida, arbolillo, que nadie lo sepa. Cuida de que no se entere la cucaña seca, de tus hojas verdes. -Tu profecía, poeta. -Mañana hablarán los mudos: el corazón y la piedra. -¿Mas el arte?... -Es puro juego, que es igual a pura vida, que es igual a puro fuego. Veréis el ascua encendida. Cuando murió su amada pensó en hacerse viejo en la mansión cerrada, solo, con su memoria y el espejo donde ella se miraba un claro día. Como el oro en el arca del avaro, pensó que guardaría todo un ayer en el espejo claro. Ya el tiempo para él no correría. Mas, pasado el primer aniversario, ¿cómo eran -preguntó-, pardos o negros, sus ojos? ¿Glaucos?... ¿Grises? ¿Cómo eran, ¡Santo Dios!, que no recuerdo?... Salió a la calle, un día de primavera, y paseó en silencio su doble luto, el corazón cerrado... De una ventana en el sombrío hueco vió unos ojos brillar. Bajó los suyos, y siguió su camino... ¡Como esos! AnteriorSiguiente Cuando veais esta sumida boca que ya la sed no inquieta, la mirada tan desvalida (su mitad, guardada en viejo estuche, es de cristal de roca), la barba que platea, y el estrago del tiempo en la mejilla, hermosa dama, diréis: ¿a qué volver sombra por llama, negra moneda de joyel en pago? ¿Y qué esperáis de mí? Cuando a deshora, pasa un alba, yo sé que bien quisiera el corazón su flecha más certera arrancar de la aljaba vengadora. ¿No es mejor saludar la primavera, y devolver sus alas a la aurora? Como fruta rugada, ayer madura, o como mustia rama, ayer florida y aun menos, en el árbol de mi vida, es la imagen que os lleva esa pintura. Porque el árbol ahonda en tierra dura, en roca tiene su raíz prendida, y si al labio no da fruta sabrida, aún quiere dar al sol la que perdura. Ni vos gritéis desilusión, señora, negando al día ese carmín risueño, ni a la manera usada, en el ahora. pongáis, cual negra tacha, el turbio ceño. Tomad arco y aljaba -¡oh cazadora!- que ya es el alba: el despertar del sueño. Pero si os place amar vuestro poeta, que vive en la canción, no en el retrato, ¿no encontraréis en su perfil beato conjuro de esa fúnebre careta? Buscad del hondo cauce agua secreta, del campanil que enronqueció a rebato la víspera dormida, el timorato pensado amor en hora recoleta. Desdeñad lo que soy, de lo que he sido trazad con firme mano la figura: galán de amor soñado, amor fingido por anhelo inventor de la aventara. Y en vuestro sabio espejo -luz y olvido- algo seré también vuestra criatura. Que el caminante es suma del camino, y en el jardín, junto del mar sereno, le acompaña el aroma montesino, ardor de seco henil en campo ameno; que de luenga jornada peregrino ponía al corazón un duro freno, para aguardar el verso adamantino que maduraba el alma en su hondo seno. Esto soñé. Y del tiempo, el homicida, que nos lleva a la muerte o fluye en vano, que era un sueño no más del adanida. Y un hombre vi que en la desnuda mano mostraba al mundo el ascua de la vida, sin cenizas el fuego heraclitano. Cabalgaba por agria serranía, una tarde, entre roca cenicienta. El plomizo balón de la tormenta de monte en monte rebotar se oía. Súbito, al vivo resplandor del rayo, se encabritó, bajo de un alto pino, al borde de una peña, su caballo. A dura rienda le tornó al camino. Y hubo visto la nube desgarrada, y, dentro, la afilada crestería de otra sierra más lueñe y levantada, -relámpago de piedra parecía-. ¿Y vió el rostro de Dios? Vió el de su amada. Gritó: ¡Morir en esta sierra, fría! En Londres o Madrid, Ginebra o Roma, ha sorprendido, ingenuo paseante, el mismo taedium vitae en vario idioma, en múltiple careta igual semblante. Atrás las manos enlazadas lleva, y hacia la tierra, al pasear, se inclina; todo el mundo a su paso es senda nueva, camino por desmonte o por ruina. Dió, aunque tardío, el siglo diecinueve un ascua de su fuego al gran Baroja, y otro siglo, al nacer, guerra le mueve, que enceniza su cara pelirroja. De la rosa romántica, en la nieve, él ha visto caer la última hoja. La roja tierra del trigal de fuego, y del habar florido la fragancia, y el lindo cáliz de azafrán manchego amó, sin mengua de la lis de Francia. ¿Cuya es la doble faz, candor y hastío, y la trémula voz y el gesto llano, y esa noble apariencia de hombre frío que corrige la fiebre de la mano? No le pongáis, al fondo, la espesura de aborrascado monte o selva huraña, sino, en la luz de una mañana pura, lueñe espuma de piedra, la montaña, y el diminuto pueblo en la llanura, ¡la aguda torre en el azul de España! Lo recuerdo... Un pintor me lo retrata, no en el lino, en el tiempo. Rostro enjuto, sobre el rojo manchón de la corbata, bajo el amplio sombrero; resoluto el ademán, y el gesto petulante -un si es no es- de mayorazgo en corte; de bachelot en Oxford, o estudiante en Salamanca, señoril el porte. Gran poeta, el pacífico sendero cantó que lleva a la asturiana aldea; el mar polisonoro y sol de Homero le dieron ancho ritmo, clara idea; su innúmero camino el mar ibero, su propio navegar, propia Odisea. Cuenta la historia que un día, buscando mejor España, Grandmontagne se partía de una tierra de montaña, de una tierra de agria sierra. ¿Cuál? No sé. ¿La serranía de Burgos?¿El Pirineo? ¿Urbión donde Duero nace? Averiguadlo. Yo veo un prado en que el negro toro reposa, y la oveja pace, entre ginestas de oro; y unos altos, verdes pinos; más arriba, peña y peña, y un rubio mozo que sueña con caminos, en el aire, de cigüeña, entre montes, de merinos, con rebaños trashumantes y vapores de emigrantes a pueblos ultramarinos. Grandmontagne saludaba a los suyos, en la popa de un barco que se alejaba del triste rabo de Europa. Tras de mucho devorar caminos del mar profundo, vió las estrellas brillar sobre la panza del mundo. Arribado a un ancho estuario, dió en la argentina Babel. Él llevaba un diccionario y siempre leía en él: era su devocionario. Y en la ciudad -no en el hampa- y en la Pampa, hizo su propia conquista. El cronista de dos mundos, bajo el sol, el duro pan se ganaba y, de noche, fabricaba su magnífico español. La faena trabajosa, y la mar y la llanura, caminata o singladura, siempre larga, diéronle, para su prosa, viento recio, sal amarga y la amplia línea armoniosa del horizonte lejano. Llevó del monte dureza, calma le dió el oceano y grandeza; y de un pueblo americano donde florece la hombría nos trae la fe y la alegría que ha perdido el castellano En este remolino de España, rompeolas de las cuarenta y nueve provincias españolas (Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente) y en un mesón antiguo, y entre la poca gente -¡tan poca!- sin librea, que sufre y que trabaja, y aun corta solamente su pan con su navaja, por Grandmontagne alcemos la copa. Al suelo indiano, ungido de las letras embajador hispano, «ayant pour tout laquais votre ombre seulement» os vais, buen caballero... Que Dios os dé su mano que el mar y el cielo os sean propicios, capitán. Yo era en mis sueños, Don Ramón, viajero del áspero camino, y tú, Caronte de ojos de llama, el fúnebre barquero de las revueltas aguas de Aqueronte. Plúrima barba al pecho te caía. (Yo quise ver tu manquedad en vano.) Sobre la negra barca aparecía tu verde senectud de dios pagano. Habla, dijiste, y yo: cantar quisiera loor de tu Don Juan y tu paisaje, en esta hora de verdad sincera. Porque faltó mi voz en tu homenaje, permite que en la pálida ribera te pague en áureo verso mi barcaje. .. Y tu cincel me esculpía en una piedra rosada, que lleva una aurora fría eternamente encantada. Y la agria melancolía de una soñada grandeza, que es lo español (fantasía con que adobar la pereza), fue surgiendo de esa roca, que es mi espejo, línea a línea, plano a plano, y mi boca de sed poca, y, so el arco de mi cejo, dos ojos de un ver lejano, que yo quisiera tener como están en tu escultura: cavados en piedra dura, en piedra, para no ver. Sanatorio del alto Guadarrama, más allá de la roca cenicienta donde el chivo barbudo se encarama, mansión de noche larga y fiebre lenta, ¿guardas mullida cama, bajo seguro techo, donde repose el huésped dolorido del labio exangüe y el angosto pecho, amplio balcón al campo florecido? ¡Hospital de la sierra!... El tren, ligero, rodea el monte y el pinar; emboca por un desfiladero, ya pasa al borde de tajada roca, ya enarca, enhila o su convoy ajusta al serpear de su carril de acero. Por donde el tren avanza, sierra augusta, ya te sé, peña a peña y rama a rama; conozco el agrio olor de tu romero, vi la amarilla flor de tu retama; los cantuesos morados, los jarales blancos de primavera; mucho soles incendiar tus desnudos berrocales, reverberar en tus macizas moles. Mas hoy, mientras camina el tren, en el saber de tus pastores pienso no más y -perdonad, doctores- rememoro la vieja medicina. ¿Ya no se cuecen flores de verbasco? No hay milagros de hierba montesina? ¿No brota el agua santa del peñasco? Hospital de la sierra, en tus mañanas de auroras sin campanas, cuando la niebla va por los barrancos o, desgarrada en el azul, enreda sus guedejones blancos en los picos de la áspera roqueda; cuando el doctor -sienes de plata- advierte los gráficos del muro y examina los diminutos pasos de la muerte, del áureo microscopio en la platina, oirán, en tus alcobas ordenadas, orejas bien sutiles, hundidas en las tibias almohadas, el trajinar de estos ferrocarriles. Lejos, Madrid se otea. Y la locomotora resuella, silba, humea y su riel metálico devora, ya sobre el ancho campo que verdea. Mariposa montes, negra y dorada, al azul de la abierta ventanilla ha asomado un momento, y remozada, una encina, de flor verdiamarilla... Y pasan chopo y chopo en larga hilera, los almendros del huerto junto al río... Lejos quedó la amarga primavera de la alta casa en Guadarrama frío. Porque leídas fueron las palabras de Saulo, y en este claro día hay ciruelos en flor y almendros rosados y torres con cigüeñas, y es aprendiz de ruiseñor todo pájaro, y porque son las bodas de Francisco Romero cantad conmigo: ¡Gaudeamus! Ya el ceño de la turbia soltería se borrará en dos frentes. ¡fortunati ambo! De hoy más sabréis, esposos, cuánto la sed apaga el limpio jarro, y cuánto lienzo cabe dentro de un cofre, y cuántos son minutos de paz, si el ahora vierte su eternidad menuda grano a grano. Fundación del querer vuestros amores -nunca olvidéis la hipérbole del vándalo- y un mundo cada día, pan moreno sobre manteles blancos. De hoy más la tierra sea vega florida a vuestro doble paso. No es profesor de energía Francisco A. de Icaza, sino de melancolía. De su raza vieja, tiene la palabra corta, honda la sentencia. Como el olivar, mucho fruto lleva, poca sombra da. En su claro verso se canta y medita sin grito ni ceño. Y en perfecto rimo -así a la vera del agua el doble chopo del río-. Sus cantares llevan agua de remanso que parece quieta. Y que no lo está; mas no tiene prisa por ir a la mar. Tienen sus canciones aromas y acíbar de viejos amores. Y del indio sol madurez de fruta de rico sabor. Francisco A. de Icaza, de la España vieja y de Nueva España, que en áureo centén se grabe tu lira y tu perfil de virrey. Un amor que conversa y que razona, sabio y antiguo -diálogo y presencia- nos trajo de su ilustre Barcelona; y otro, distancia y horizonte: ausencia, que es alma, a nuestro modo, le ofrecimos. Y él aceptó la oferta, porque sabe cuanto de lejos cerca le tuvimos, y cuanto exilio en la presencia cabe. Hoy, Xenius, hacia ti, viejo milano las anchas alas en el aire ha abierto, y una mata de espliego castellano lleva en el pico, a tu jardín diserto -mirto y laureles- desde el alto llano en donde el viento cimbra el chopo yerto. ¡Como en el alto llano tu figura se me aparece!... Mi palabra evoca el prado verde y la árida llanura, la zarza en flor, la cenicienta roca. Y al recuerdo obediente, negra encina brota en el cerro, baja el chopo al río; el pastor va subiendo a la colina; brilla un balcón de la ciudad: el mío, el nuestro. ¿Ves? Hacia Aragón, lejana, la sierra de Moncayo, blanca y rosa... Mira el incendio de esa nube grana, y aquella estrella en el azul, esposa. Tras el Duero, la loma de Santana se amorata en la tarde silenciosa. II ¿Por qué, decisme, hacia los altos llanos, huye mi corazón de esta ribera, y en tierra labradora y marinera suspiro por los yermos castellanos? Nadie elige su amor. Llevóme un día mi destino a los grises calvijares donde ahuyenta al caer la nieve fría las sombras de los muertos encinares. De aquel trozo de España, alto y roquero, hoy traigo a ti, Guadalquivir florido, una mata del áspero romero. Mi corazón está donde ha nacido, no a la vida, al amor, cerca del Duero... ¡El muro blanco y el ciprés erguido! Las ascuas de un crepúsculo, señora, rota la parda nube de tormenta, han pintado en la roca cenicienta de lueñe cerro un resplandor de aurora. Una aurora cuajada en roca fría que es asombro y pavor del caminante más que fiero león en claro día, o en garganta de monte osa gigante. Con el incendio de un amor, prendido al turbio sueño de esperanza y miedo, yo voy hacia la mar, hacia el olvido, -y no como a la noche ese roquedo, al girar del planeta ensombrecido-. No me llaméis, porque tornar no puedo. ¡Oh soledad, mi sola compañía, oh musa del portento, que el vocablo diste a mi voz que nunca te pedía!, responde a mi pregunta: ¿con quién hablo? Ausente de ruidosa mascarada, divierto mi tristeza sin amigo, contigo, dueña de la faz velada, siempre velada al dialogar conmigo. Hoy pienso: este que soy será quien sea; no es ya mi grave enigma este semblante que en el íntimo espejo se recrea, sino el misterio de tu voz amante. Descúbreme tu rostro, que yo vea fijos en mí tus ojos de diamante. Ni mármol duro y eterno, ni música ni pintura, sino palabra en el tiempo. Canto y cuento es la poesía. Se canta una viva historia, contando su melodía Crea el alma sus riberas; montes de ceniza y plomo, sotillos de primavera. Toda la imaginería que no ha brotado del río barata bisutería. Prefiere la rima pobre, la asonancia indefinida. Cuando nada cuenta el canto, acaso huelga la rima. La rima verbal y pobre, y temporal, es la rica. El adjetivo y el nombre, remansos del agua limpia, son accidentes del verbo en la gramática lírica, del Hoy que será Mañana, del Ayer que es Todavía. |
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