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@jsdario
Created February 5, 2017 21:13
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Cronicas de una muerte anunciada en texto plano
El d�a en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levant� a las 5.30 de la ma�ana para
esperar el buque en que llegaba el obispo. Hab�a so�ado que atravesaba un bosque de
higuerones donde ca�a una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sue�o, pero al
despertar se sinti� por completo salpicado de cagada de p�jaros. �Siempre so�aba con
�rboles�, me dijo Pl�cida Linero, su madre, evocando 27 a�os despu�s los pormenores
de aquel lunes ingrato. �La semana anterior hab�a so�ado que iba solo en un avi�n de
papel de esta�o que volaba sin tropezar por entre los almendros�, me dijo. Ten�a una
reputaci�n muy bien ganada de interprete certera de los sue�os ajenos, siempre que se
los contaran en ayunas, pero no hab�a advertido ning�n augurio aciago en esos dos
sue�os de su hijo, ni en los otros sue�os con �rboles que �l le hab�a contado en las
ma�anas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoci� el presagio. Hab�a dormido poco y mal, sin
quitarse la ropa, y despert� con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre
en el paladar, y los interpret� como estragos naturales de la parranda de bodas que se
hab�a prolongado hasta despu�s de la media noche. M�s a�n: las muchas personas que
encontr� desde que sali� de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo
una hora despu�s, lo recordaban un poco so�oliento pero de buen humor, y a todos les
coment� de un modo casual que era un d�a muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se
refer�a al estado del tiempo. Muchos coincid�an en el recuerdo de que era una ma�ana
radiante con una brisa de mar que llegaba a trav�s de los platanales, como era de
pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella �poca. Pero la mayor�a estaba de
acuerdo en que era un tiempo f�nebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de
aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna
menuda como la que hab�a visto Santiago Nasar en el bosque del sue�o. Yo estaba
reponi�ndome de la parranda de la boda en el regazo apost�lico de Mar�a Alejandrina
Cervantes, y apenas si despert� con el alboroto de las campanas tocando a rebato,
porque pens� que las hab�an soltado en honor del obispo.
Santiago Nasar se puso un pantal�n y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin
almid�n, iguales a las que se hab�a puesto el d�a anterior para la boda. Era un atuendo
de ocasi�n. De no haber sido por la llegada del obispo se habr�a puesto el vestido de
caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de
ganado que hered� de su padre, y que �l administraba con muy buen juicio aunque sin
mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas,
seg�n �l dec�a, pod�an partir un caballo por la cintura. En �poca de perdices llevaba
tambi�n sus aperos de cetrer�a. En el armario ten�a adem�s un rifle 30.06
Mannlicher-Sch�nauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22 Hornet con mira telesc�pica
de dos poderes, y una Winchester de repetici�n. Siempre dorm�a como durmi� su padre,
con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la
casa aquel d�a le sac� los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche.
�Nunca la dejaba cargada�, me dijo su madre. Yo lo sab�a, y sab�a adem�s que
guardaba las armas en un lugar y -escond�a la munici�n en otro lugar muy apartado, de
modo que nadie cediera ni por casualidad a la tentaci�n de cargarlas dentro de la casa.
Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una ma�ana en que una sirvienta
sacudi� la almohada para quitarle la funda, y la pistola se dispar� al chocar contra el
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
suelo, y la bala desbarat� el armario del cuarto, atraves� la pared de la sala, * pas� con
un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirti� en polvo de yeso a
un santo de tama�o natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.
Santiago Nasar, que entonces era muy ni�o, no olvid� nunca la lecci�n de aquel
percance.
La �ltima imagen que su madre ten�a de �l era la de su paso fugaz por el dormitorio.
La hab�a despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiqu�n
del ba�o, y ella encendi� la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la
mano, como hab�a de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le cont� entonces el
sue�o, pero ella no les puso atenci�n a los �rboles.
-Todos los sue�os con p�jaros son de buena salud -dijo.
Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posici�n en que la encontr� postrada
por las �ltimas luces de la vejez, cuando volv� a este pueblo olvidado tratando de
recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas si
distingu�a las formas a plena luz, y ten�a hojas medicinales en las sienes para el dolor de
cabeza eterno que le dej� su hijo la �ltima vez que pas� por el dormitorio. Estaba de
costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y
hab�a en la penumbra el olor de bautisterio que me hab�a sorprendido la ma�ana del
crimen.
Apenas aparec� en el vano. de la puerta me confundi� con el recuerdo de Santiago
Nasar. �Ah� estaba�, me dijo. �Ten�a el vestido de lino blanco lavado con agua sola,
porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almid�n.� Estuvo un largo
rato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina, hasta que se le pas� la
ilusi�n de que el hijo hab�a vuelto. Entonces suspir�: �Fue el hombre de mi vida�.
Yo lo vi en su memoria. Hab�a cumplido 21 a�os la �ltima semana de enero, y era
esbelto y p�lido, y ten�a los p�rpados �rabes y los cabellos rizados de su padre. Era el
hijo �nico de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad,
pero �l parec�a feliz con su padre hasta que �ste muri� de repente, tres a�os antes, y
sigui� pareci�ndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella hered� el
instinto. De su padre aprendi� desde muy ni�o el dominio de las armas de fuego, el
amor por los caballos y la maestranza de las aves de presas altas, pero de �l aprendi�
tambi�n las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en �rabe entre ellos, pero
no delante de Pl�cida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armados
en el pueblo, y la �nica vez que trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una
demostraci�n de altaner�a en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo hab�a
forzado a abandonar los estudios al t�rmino de la escuela secundaria, para hacerse
cargo de la hacienda familiar. Por sus m�ritos propios, Santiago Nasar era alegre y
pac�fico, y de coraz�n f�cil.
El d�a en que lo iban a matar, su madre crey� que �l se hab�a equivocado de fecha
cuando lo vio vestido de blanco. �Le record� que era lunes�, me dijo. Pero �l le explic�
que se hab�a vestido de pontifical por si ten�a ocasi�n de besarle el anillo al obispo. Ella
no dio ninguna muestra de inter�s.
-Ni siquiera se bajar� del buque -le dijo-. Echar� una bendici�n de compromiso, como
siempre, y se ir� por donde vino. Odia a este pueblo.
Santiago Nasar sab�a que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban una
fascinaci�n irresistible. �Es como el cinc�, me hab�a dicho alguna vez. A su madre, en
cambio, lo �nico que le interesaba de la llegada del obispo era que el hijo no se fuera a
mojar en la lluvia, pues lo hab�a o�do estornudar mientras dorm�a. Le aconsej� que
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
llevara un paraguas, pero �l le hizo un signo de adi�s con la mano y sali� del cuarto. Fue
la �ltima vez que lo vio.
Victoria Guzm�n, la cocinera, estaba segura de que no hab�a llovido aquel d�a, ni en
todo el mes de febrero. �Al contrario�, me dijo cuando vine a verla, poco antes de su
muerte. �El sol calent� m�s temprano que en agosto.� Estaba descuartizando tres
conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entr� en
la cocina. �Siempre se levantaba con cara de mala noche�, recordaba sin amor Victoria
Guzm�n. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le sirvi� a Santiago Nasar
un taz�n de caf� cerrero con un chorro de alcohol de ca�a, como todos los lunes, para
ayudarlo a sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo
de la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, ten�a una respiraci�n sigilosa.
Santiago Nasar mastic� otra aspirina y se sent� a beber a sorbos lentos el taz�n de caf�,
pensando despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que destripaban los conejos
en la hornilla. A pesar de la edad, Victoria Guzm�n se conservaba entera. La ni�a,
todav�a un poco montaraz, parec�a sofocada por el �mpetu de sus gl�ndulas. Santiago
Nasar la agarr� por la mu�eca cuando ella iba a recibirle el taz�n vac�o.
-Ya est�s en tiempo de desbravar -le dijo.
Victoria Guzm�n le mostr� el cuchillo ensangrentado.
-Su�ltala, blanco -le orden� en serio-. De esa agua no beber�s mientras yo est� viva.
Hab�a sido seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia. La hab�a
amado en secreto varios a�os en los establos de la hacienda, y la llev� a servir en su
casa cuando se le acab� el afecto. Divina Flor, que era hija de un marido m�s reciente,
se sab�a destinada a la cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le causaba una
ansiedad prematura. �No ha vuelto a nacer otro hombre como �se�, me dijo, gorda y
mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. �Era id�ntico a su padre -le replic�
Victoria Guzm�n-. Un mierda.� Pero no pudo eludir una r�pida r�faga de espanto al
recordar el horror de Santiago Nasar cuando ella arranc� de cuajo las entra�as de un
conejo y les tir� a los perros el tripajo humeante.
-No seas b�rbara -le dijo �l-. Imag�nate que fuera un ser humano.
Victoria Guzm�n necesit� casi 20 a�os para entender que un hombre acostumbrado a
matar animales inermes expresara de pronto semejante horror. �Dios Santo -exclam�
asustada-, de modo que todo aquello fue una revelaci�n!� Sin embargo, ten�a tantas
rabias atrasadas la ma�ana del crimen, que sigui� cebando a los perros con las v�sceras
de los otros conejos, s�lo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En �sas estaban
cuando el pueblo entero despert� con el bramido estremecedor del buque de vapor en
que llegaba el obispo.
La casa era un antiguo dep�sito de dos pisos, con paredes de tablones bastos y un
techo de cinc de dos aguas, sobre el cual velaban los gallinazos por los desperdicios del
puerto. Hab�a sido construido en los tiempos en que el r�o era tan servicial que muchas
barcazas de mar, e inclusive algunos barcos de altura, se aventuraban hasta aqu� a
trav�s de las ci�nagas del estuario. Cuando vino Ibrahim Nasar con los �ltimos �rabes,
al t�rmino de las guerras civiles, ya no llegaban los barcos de mar debido a las
mudanzas del r�o, y el dep�sito estaba en desuso. Ibrahim Nasar lo compr� a cualquier
precio para poner una tienda de importaci�n que nunca puso, y s�lo cuando se iba a
casar lo convirti� en una casa para vivir. En la planta baja abri� un sal�n que serv�a para
todo, y construy� en el fondo una caballeriza para cuatro animales, los cuartos de
servicio, y tina cocina de hacienda con ventanas hacia el puerto por donde entraba a
toda hora la pestilencia de las aguas. Lo �nico que dej� intacto en el sal�n fue la
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
escalera en espiral rescatada de alg�n naufragio. En la planta alta, donde antes
estuvieron las oficinas de aduana, hizo dos dormitorios amplios y cinco camarotes para
los muchos hijos que pensaba tener, y construy� un balc�n de madera sobre los
almendros de la plaza, donde Pl�cida Linero se sentaba en las tardes de marzo a
consolarse de su soledad. En la fachada conserv� la puerta principal y le hizo dos
ventanas de cuerpo entero con bolillos torneados. Conserv� tambi�n la puerta posterior,
s�lo que un poco m�s alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del
antiguo muelle. �sa fue siempre la puerta de m�s uso, no s�lo porque era el acceso
natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sin
pasar por la plaza. La puerta del frente, salvo en ocasiones festivas, permanec�a cerrada
y con tranca. Sin embargo, fue por all�, y no por la puerta posterior, por donde
esperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar, y fue por all� por donde �l
sali� a recibir al obispo, a pesar de que deb�a darle una vuelta completa a la casa para
llegar al puerto.
Nadie pod�a entender tantas coincidencias funestas. El juez instructor que vino de
Riohacha debi� sentirlas sin atreverse a admitirlas, pues su inter�s de darles una
explicaci�n racional era evidente en el sumario. La puerta de la plaza estaba citada
varias veces con un nombre de follet�n: La puerta fatal. En realidad, la �nica explicaci�n
v�lida parec�a ser la de Pl�cida Linero, que contest� a la pregunta con su raz�n de
madre: �Mi hijo no sal�a nunca por la puerta de atr�s cuando estaba bien vestido�.
Parec�a una verdad tan f�cil, que el instructor la registr� en una nota marginal, pero no
la sent� en el sumario.
Victoria Guzm�n, por su parte, fue terminante en la respuesta de que ni ella ni su hija
sab�an que a Santiago Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de sus
a�os admiti� que ambas lo sab�an cuando �l entr� en la cocina a tomar el caf�. Se lo
hab�a dicho una mujer que pas� despu�s de las cinco a pedir un poco de leche por
caridad, y les revel� adem�s los motivos y el lugar donde lo estaban esperando. �No la
previne porque pens� que eran habladas de borracho�, me dijo. No obstante, Divina Flor
me confes� en una visita posterior, cuando ya su madre hab�a muerto, que �sta no le
hab�a dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quer�a que lo
mataran. En cambio ella no lo previno porque entonces no era m�s que una ni�a
asustada, incapaz de una decisi�n propia, y se hab�a asustado mucho m�s cuando �l la
agarr� por la mu�eca con una mano que sinti� helada y p�trea, como una mano de
muerto.
Santiago Nasar atraves� a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los
bramidos de j�bilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelant� para abrirle la puerta,
tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de p�jaros dormidos del comedor,
por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero
cuando quit� la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavil�n carnicero.
�Me agarr� toda la panocha -me dijo Divina Flor-. Era lo que hac�a siempre cuando me
encontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel d�a no sent� el susto de siempre
sino unas ganas horribles de llorar.� Se apart� para dejarlo salir, y a trav�s de la puerta
entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero
no tuvo valor para ver nada m�s. �Entonces se acab� el pito del buque y empezaron a
cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto tan grande, que no pod�a creerse que
hubiera tantos gallos en el pueblo, y pens� que ven�an en el buque del obispo.� Lo �nico
que ella pudo hacer por el hombre que nunca hab�a de ser suyo, fue dejar la puerta sin
tranca, contra las �rdenes de Pl�cida Linero, para que �l pudiera entrar otra vez en caso
de urgencia. Alguien que nunca fue identificado hab�a metido por debajo de la puerta un
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papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estaban
esperando para matarlo, y le revelaban adem�s el lugar y los motivos, y otros detalles
muy precisos de la confabulaci�n. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar
sali� de su casa, pero �l no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho
despu�s de que el crimen fue consumado.
Hab�an dado las seis y a�n segu�an encendidas las luces p�blicas. En las ramas de los
almendros, y en algunos balcones, estaban todav�a las guirnaldas de colores de la boda,
y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza
cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los m�sicos,
parec�a un muladar de botellas vac�as y toda clase de desperdicios de la parranda
p�blica. Cuando Santiago Nasar sali� de su casa, varias personas corr�an hacia el puerto,
apremiadas por los bramidos del buque.
El �nico lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia,
donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde
Armenta, la due�a del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y
tuvo la impresi�n de que estaba vestido de aluminio. �Ya parec�a un fantasma�, me dijo.
Los hombres que lo iban a matar se hab�an dormido en los asientos, apretando en el
regazo los cuchillos envueltos en peri�dicos, y Clotilde Armenta reprimi� el aliento para
no despertarlos.
Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Ten�an 24 a�os, y se parec�an tanto que costaba
trabajo distinguirlos. �Eran de catadura espesa pero de buena �ndole�, dec�a el sumario.
Yo, que los conoc�a desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa ma�ana
llevaban todav�a los vestidos de pa�o oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales
para el Caribe, y ten�an el aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero hab�an
cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no hab�an dejado de beber desde la v�spera
de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres d�as, sino que parec�an
son�mbulos desvelados. Se hab�an dormido con las primeras auras del amanecer,
despu�s de casi tres horas de espera en la tienda de Clotilde Armenta, y aqu�l era su
primer sue�o desde el viernes. Apenas si hab�an despertado con el primer bramido del
buque, pero el instinto los despert� por completo cuando Santiago Nasar sali� de su
casa. Ambos agarraron entonces el rollo de peri�dicos, y Pedro Vicario empez� a
levantarse.
-Por el amor de Dios -murmur� Clotilde Armenta-. D�jenlo para despu�s, aunque sea
por respeto al se�or obispo.
�Fue un soplo del Esp�ritu Santo�, repet�a ella a menudo. En efecto, hab�a sido una
ocurrencia providencial, pero de una virtud moment�nea. Al o�rla, los gemelos Vicario
reflexionaron, y el que se hab�a levantado volvi� a sentarse. Ambos siguieron con la
mirada a Santiago Nasar cuando empez� a cruzar la plaza. �Lo miraban m�s bien con
l�stima�, dec�a Clotilde Armenta. Las ni�as de la escuela de monjas atravesaron la plaza
en ese momento trotando en desorden con sus uniformes de hu�rfanas.
Pl�cida Linero tuvo raz�n: el obispo no se baj� del buque. Hab�a mucha gente en el
puerto adem�s de las autoridades y los ni�os de las escuelas, y por todas partes se
ve�an los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo, porque la
sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle de carga hab�a tanta le�a
arrumada, que el buque habr�a necesitado por lo menos dos horas para cargarla. Pero no
se detuvo. Apareci� en la vuelta del r�o, rezongando como un drag�n, y entonces la
banda de m�sicos empez� a tocar el himno del obispo, y los gallos se pusieron a cantar
en los huacales y alborotaron a los otros gallos del pueblo.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Por aquella �poca, los legendarios buques de rueda alimentados con le�a estaban a
punto de acabarse, y los pocos que quedaban en servicio ya no ten�an pianola ni
camarotes para la luna de miel, y apenas si lograban navegar contra la corriente. Pero
�ste era nuevo, y ten�a dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada como un
brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un �mpetu de barco de mar. En la
baranda superior, junto al camarote del capit�n, iba el obispo de sotana blanca con su
s�quito de espa�oles. �Estaba haciendo un tiempo de Navidad�, ha dicho mi hermana
Margot. Lo que pas�, seg�n ella, fue que el silbato del buque solt� un chorro de vapor a
presi�n al pasar frente al puerto, y dej� ensopados a` los que estaban m�s cerca de la
orilla. Fue una ilusi�n fugaz: el obispo empez� a hacer la se�al de la cruz en el aire
frente a la muchedumbre del muelle, y despu�s sigui� haci�ndola de memoria, sin
malicia ni inspiraci�n, hasta que el buque se perdi� de vista y s�lo qued� el alboroto de
los gallos.
Santiago Nasar ten�a motivos para sentirse defraudado. Hab�a contribuido con varias
cargas de le�a alas solicitudes p�blicas del padre Carmen Amador, y adem�s hab�a
escogido �l mismo los gallos de crestas m�s apetitosas. Pero fue una contrariedad
moment�nea. Mi hermana Margot, que estaba con �l en el muelle, lo encontr� de muy
buen humor y con �nimos de seguir la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le hab�an
causado ning�n alivio. �No parec�a resfriado, y s�lo estaba pensando en lo que hab�a
costado la boda�, me dijo. Cristo Bedoya, que estaba con ellos, revel� cifras que
aumentaron el asombro. Hab�a estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta
un poco antes de las cuatro, pero no hab�a ido a dormir donde sus padres, sino que se
qued� conversando en casa de sus abuelos. All� obtuvo muchos datos que le faltaban
para calcular los costos de la parranda. Cont� que se hab�an sacrificado cuarenta pavos
y once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el novio puso a asar para el
pueblo en la plaza p�blica. Cont� que se consumieron 205 cajas de alcoholes de
contrabando y casi 2.000 botellas de ron de ca�a que fueron repartidas entre la
muchedumbre. No hubo una sola persona, ni pobre ni rica, que no hubiera participado
de alg�n modo en la parranda de mayor esc�ndalo que se hab�a visto jam�s en el
pueblo. Santiago Nasar so�� en voz alta.
-As� ser� mi matrimonio -dijo-. No les alcanzar� la vida para contarlo.
Mi hermana sinti� pasar el �ngel. Pens� una vez m�s en la buena suerte de Flora
Miguel, que ten�a tantas cosas en la vida, y que iba a tener adem�s a Santiago Nasar en
la Navidad de ese a�o. �Me di cuenta de pronto de que no pod�a haber un partido mejor
que �l�, me dijo. �Imag�nate: bello, formal, y con una fortuna propia a los veinti�n
a�os.� Ella sol�a invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando hab�a cariba�olas de
yuca, y mi madre las estaba haciendo aquella ma�ana. Santiago Nasar acept�
entusiasmado.
-Me cambio de ropa y te alcanzo -dijo, y cay� en la cuenta de que hab�a olvidado el
reloj en la mesa de noche-. �Qu� hora es?
Eran las 6.25. Santiago Nasar tom� del brazo a Cristo Bedoya y se lo llev� hacia la
plaza.
-Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa -le dijo a mi hermana.
Ella insisti� en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno estaba servido.
�Era una insistencia rara -me dijo Cristo Bedoya-. Tanto, que a veces he pensado que
Margot ya sab�a que lo iban a matar y quer�a esconderlo en tu casa.� Sin embargo,
Santiago Nasar la convenci� de que se adelantara mientras �l se pon�a la ropa de
montar, pues ten�a que estar temprano en El Divino Rostro para castrar terneros. Se
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despidi� de ella con la misma se�al de la mano con que se hab�a despedido de su madre,
y se alej� hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la �ltima vez que lo vio.
Muchos de los que estaban en el puerto sab�an que a Santiago Nasar lo iban a matar.
Don L�zaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde municipal desde
hac�a once a�os, le hizo un saludo con los dedos. �Yo ten�a mis razones muy reales para
creer que ya no corr�a ning�n peligro�, me dijo. El padre Carmen Amador tampoco se
preocup�. �Cuando lo vi sano y salvo pens� que todo hab�a sido un infundio�, me dijo.
Nadie se pregunt� siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos les
pareci� imposible que no lo estuviera.
En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todav�a ignoraban
que lo iban a matar. �De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque
fuera amarrado�, declar� al instructor. Era extra�o que no lo supiera, pero lo era mucho
m�s que tampoco lo supiera mi madre, pues se enteraba de todo antes que nadie en la
casa, a pesar de que hac�a a�os que no sal�a a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yo
apreciaba esa virtud suya desde que empec� a levantarme temprano para ir a la
escuela. La encontraba como era en aquellos tiempos, l�vida y sigilosa, barriendo el patio
con una escoba de ramas en el resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbo
de caf� me iba contando lo que hab�a ocurrido en el mundo mientras nosotros
dorm�amos. Parec�a tener hilos de comunicaci�n secreta con la otra gente del pueblo,
sobre todo con la de su edad, y a veces nos sorprend�a con noticias anticipadas que no
hubiera podido conocer sino por artes de adivinaci�n. Aquella ma�ana, sin embargo, no
sinti� el p�lpito de la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la madrugada.
Hab�a terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana Margot sal�a a recibir al obispo
la encontr� moliendo la yuca para las cariba�olas. �Se o�an gallos�, suele decir mi
madre recordando aquel d�a. Pero nunca relacion� el alboroto distante con la llegada del
obispo, sino con los �ltimos rezagos de la boda.
Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de mangos frente al r�o.
Mi hermana Margot hab�a ido hasta el puerto caminando por la orilla, y la gente estaba
demasiado excitada con la visita del obispo para ocuparse de otras novedades. Hab�an
puesto a los enfermos acostados en los portales para que recibieran la medicina de Dios,
y las mujeres sal�an corriendo de los patios con pavos y lechones y toda clase de cosas
de comer, y desde la orilla opuesta llegaban canoas adornadas de flores. Pero despu�s
de que el obispo pas� sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia reprimida alcanz� su
tama�o de esc�ndalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la conoci� completa y de
un modo brutal: �ngela Vicario, la hermosa muchacha que se hab�a casado el d�a
anterior, hab�a sido devuelta a la casa de sus padres, porque el esposo encontr� que no
era virgen. �Sent� que era yo la que me iba a morir�, dijo mi hermana. �Pero por m�s
que volteaban el cuento al derecho y al rev�s, nadie pod�a explicarme c�mo fue que el
pobre Santiago Nasar termin� comprometido en semejante enredo.� Lo �nico que sab�an
con seguridad era que los hermanos de �ngela Vicario lo estaban esperando para
matarlo.
Mi hermana volvi� a casa mordi�ndose por dentro para no llorar. Encontr� a mi madre
en el comedor, con un traje dominical de flores azules que se hab�a puesto por si el
obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del amor invisible mientras
arreglaba la mesa. Mi hermana not� que hab�a un puesto m�s que de costumbre.
-Es para Santiago Nasar -le dijo mi madre-. Me dijeron que lo hab�as invitado a
desayunar.
-Qu�talo -dijo mi hermana.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Entonces le cont�. �Pero fue como si ya lo supiera -me dijo-. Fue lo mismo de
siempre, que uno empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad ya
ella sabe c�mo termina.� Aquella mala noticia era un nudo cifrado para mi madre. A
Santiago Nasar le hab�an puesto ese nombre por el nombre de ella, y era adem�s su
madrina de bautismo, pero tambi�n ten�a un parentesco de sangre con Pura Vicario, la
madre de la novia devuelta. Sin embargo, no hab�a acabado de escuchar la noticia
cuando ya se hab�a puesto los zapatos de tacones y la mantilla de iglesia que s�lo usaba
entonces para las visitas de p�same. Mi padre, que hab�a o�do todo desde la cama,
apareci� en piyama en el comedor y le pregunt� alarmado para d�nde iba.
-A prevenir a mi comadre Pl�cida -contest� ella-. No es justo que todo el mundo sepa
que le van a matar el hijo, y que ella sea la �nica que no lo sabe.
-Tenernos tantos v�nculos con ella como con los Vicario -dijo mi padre.
-Hay que estar siempre de parte del muerto -dijo ella.
Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los m�s peque�os,
tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por
una vez en la vida, ni le prest� atenci�n a su esposo.
-Esp�rate y me visto -le dijo �l.
Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no ten�a m�s de siete
a�os, era el �nico que estaba vestido para la escuela.
-Acomp��ala t� -orden� mi padre.
Jaime corri� detr�s de ella sin saber qu� pasaba ni para d�nde iban, y se agarr� de su
mano. �Iba hablando sola -me dijo Jaime-. Hombres de mala ley, dec�a en voz muy
baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.�
No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al ni�o de la mano. �Debieron pensar que
me hab�a vuelto loca -me dijo-. Lo �nico que recuerdo es que se o�a a lo lejos un ruido
de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo el
mundo corr�a en direcci�n de la plaza.� Apresur� el paso, con la determinaci�n de que
era capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que corr�a en sentido
contrario se compadeci� de su desvar�o.
-No se moleste, Luisa Santiaga -le grit� al pasar-. Ya lo mataron.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Bayardo San Rom�n, el hombre que devolvi� a la esposa, hab�a venido por primera
vez en agosto del a�o anterior: seis meses antes de la boda. Lleg� en el buque semanal
con unas alforjas guarnecidas de plata que hac�an juego con las hebillas de la correa y
las argollas de los botines. Andaba por los treinta a�os, pero muy bien escondidos, pues
ten�a una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento
por el salitre. Lleg� con una chaqueta corta y un pantal�n muy estrecho, ambos de
becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver hab�a
venido con �l en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje.
�Parec�a marica -me dijo-. Y era una l�stima, porque estaba como para embadurnarlo de
mantequilla y com�rselo vivo.� No fue la �nica que lo pens�, ni tampoco la �ltima en
darse cuenta de que Bayardo San Rom�n no era un hombre de conocer a primera vista.
Mi madre me escribi� al colegio a fines de agosto y me dec�a en una nota casual: �Ha
venido un hombre muy raro�. En la carta siguiente me dec�a: �El hombre raro se llama
Bayardo San Rom�n, y todo el inundo dice que es encantador, pero yo no lo he visto�.
Nadie supo nunca a qu� vino. A alguien que no resisti� la tentaci�n de pregunt�rselo, un
poco antes de la boda, le contest�: �Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien
casarme�. Pod�a haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado cualquier otra
cosa, pues ten�a una manera de hablar que m�s bien le serv�a para ocultar que para
decir.
La noche en que lleg� dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y habl�
de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las
veleidades del r�o. Al d�a siguiente tuvo que mandar un telegrama, y �l mismo lo
transmiti� con el manipulador, y adem�s le ense�� al telegrafista una f�rmula suya para
seguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad hab�a hablado de
enfermedades fronterizas con un m�dico militar que pas� por aquellos meses haciendo
la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de
pleitos y enemigo de juegos de manos. Un domingo despu�s de misa desafi� a los
nadadores m�s diestros, que eran muchos, y dej� rezagados a los mejores con veinte
brazadas de ida y vuelta a trav�s del r�o. Mi madre me lo cont� en una carta, y al final
me hizo un comentario muy suyo: �Parece que tambi�n est� nadando en oro�. Esto
respond�a a la leyenda prematura de que Bayardo San Rom�n no s�lo era capaz de
hacer todo, y de hacerlo muy bien, sino que adem�s dispon�a de recursos interminables.
Mi madre le dio la bendici�n final en una carta de octubre. �La gente lo quiere mucho
-me dec�a-, porque es honrado y de buen coraz�n, y el domingo pasado comulg� de
rodillas y ayud� a la misa en lat�n.� En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie
y s�lo se oficiaba en lat�n, pero mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas
cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, despu�s de ese veredicto
consagratorio me escribi� dos cartas m�s en las que nada me dec�a sobre Bayardo San
Rom�n, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quer�a casarse con �ngela Vicario.
S�lo mucho despu�s de la boda desgraciada me confes� que lo hab�a conocido cuando
ya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le hab�an
causado un estremecimiento de espanto.
-Se me pareci� al diablo -me dijo-, pero t� mismo me hab�as dicho que esas cosas no
se deben decir por escrito.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Lo conoc� poco despu�s que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo
encontr� tan raro como dec�an. Me pareci� atractivo, en efecto, pero muy lejos de la
visi�n id�lica de Magdalena Oliver. Me pareci� m�s serio de lo que hac�an creer sus
travesuras, y de una tensi�n rec�ndita apenas disimulada por sus gracias excesivas.
Pero sobre todo, me pareci� un hombre muy triste. Ya para entonces hab�a formalizado
su compromiso de amores con �ngela Vicario.
Nunca se estableci� muy bien c�mo se conocieron. La propietaria de la pensi�n de
hombres solos donde viv�a Bayardo San Rom�n, contaba que �ste estaba haciendo la
siesta en un mecedor de la sala, a fines de setiembre, cuando �ngela Vicario y su
madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San Rom�n
despert� a medias, vio las dos mujeres vestidas de negro inclemente que parec�an los
�nicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y pregunt� qui�n era la joven.
La propietaria le contest� que era la hija menor de la mujer que la acompa�aba, y que
se llamaba �ngela Vicario. Bayardo San Rom�n las sigui� con la mirada hasta el otro
extremo de la plaza.
-Tiene el nombre bien puesto -dijo.
Luego recost� la cabeza en el espaldar del mecedor, y volvi� a cerrar los ojos.
-Cuando despierte -dijo-, recu�rdame que me voy a casar con ella.
�ngela Vicario me cont� que la propietaria de la pensi�n le hab�a hablado de este
episodio desde antes de que Bayardo San Rom�n la requiriera en amores. �Me asust�
mucho�, me dijo. Tres personas que estaban en la pensi�n confirmaron que el episodio
hab�a ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto. En cambio, todas las versiones
coincid�an en que �ngela Vicario y Bayardo San Rom�n se hab�an visto por primera vez
en las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de caridad en la que ella estuvo
encargada de cantar las rifas. Bayardo San Rom�n lleg� a la verbena y fue derecho al
mostrador atendido por la rifera l�nguida cerrada de luto hasta la empu�adura, y le
pregunt� cu�nto costaba la ortof�nica con incrustaciones de n�car que hab�a de ser el
atractivo mayor de la feria. Ella le contest� que no estaba para la venta sino para rifar.
-Mejor -dijo �l-, as� ser� m�s f�cil, y adem�s, m�s barata.
Ella me confes� que hab�a logrado impresionarla, pero por razones contrarias del
amor. �Yo detestaba a los hombres altaneros, y nunca hab�a visto uno con tantas �nfulas
-me dijo, evocando aquel d�a-. Adem�s, pens� que era un polaco.� Su contrariedad fue
mayor cuando cant� la rifa de la ortof�nica, en medio de la ansiedad de todos, y en
efecto se la gan� Bayardo San Rom�n. No pod�a imaginarse que �l, s�lo por
impresionarla, hab�a comprado todo los n�meros de la rifa.
Esa noche, cuando volvi� a su casa, �ngela Vicario encontr� all� la ortof�nica envuelta
en papel de regalo y adornada con un lazo de organza. �Nunca pude saber c�mo supo
que era mi cumplea�os�, me dijo. Le cost� trabajo convencer a sus padres de que no le
hab�a dado ning�n motivo a Bayardo San Rom�n para que le mandara semejante regalo,
y menos de una manera tan visible que no pas� inadvertido para nadie. De modo que
sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la ortof�nica al hotel para devolv�rsela a
su due�o, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no la
viera regresar. Con lo �nico que no cont� la familia fue con los encantos irresistibles de
Bayardo San Rom�n. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del d�a siguiente,
turbios de la borrachera, llevando otra vez la ortof�nica y llevando adem�s a Bayardo
San Rom�n para seguir la parranda en la casa.
�ngela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre, Poncio
Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le acab� de tanto hacer primores de oro para
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Gabriel Garc�a M�rquez
mantener el honor de la casa. Pur�sima del Carmen, su madre, hab�a sido maestra de
escuela hasta que se cas� para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido
disimulaba muy bien el rigor de su car�cter. �Parec�a una monja�, recuerda Mercedes.
Se consagr� con tal esp�ritu de sacrificio a la atenci�n del esposo y a la crianza de los
hijos, que a uno se le olvidaba a veces que segu�a existiendo. Las dos hijas mayores se
hab�an .casado muy tarde. Adem�s de los gemelos, tuvieron una hija intermedia que
hab�a muerto de fiebres crepusculares, y dos a�os despu�s segu�an guard�ndole un luto
aliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados para
ser hombres. Ellas hab�an sido educadas para casarse. Sab�an bordar con bastidor, coser
a m�quina, tejer encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces de
fantas�a, y redactar esquelas de compromiso. A diferencia de las muchachas de la �poca,
que hab�an descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia
antigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y amortajar a los muertos.
Lo �nico que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir.
�Muchachas -les dec�a-: no se peinen de noche que se retrasan los navegantes.� Salvo
por eso, pensaba que no hab�a hijas mejor educadas. �Son perfectas -le o�a decir con
frecuencia-. Cualquier hombre ser� feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.�
Sin embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue dif�cil romper el cerco,
porque siempre iban juntas a todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y
estaban predispuestas a encontrar segundas intenciones en los designios de los
hombres.
�ngela Vicario era la m�s bella de las cuatro, y mi madre dec�a que hab�a nacido como
las grandes reinas de la historia con el cord�n umbilical enrollado en el cuello. Pero ten�a
un aire desamparado y una pobreza de esp�ritu que le auguraban un porvenir incierto.
Yo volv�a a verla a�o tras a�o, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez parec�a
m�s desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a hacer flores de
trapo y a cantar valses de solteras con sus vecinas. �Ya est� de colgar en un alambre
-me dec�a Santiago Nasar-: tu prima la boba.� De pronto, poco antes del luto de la
hermana, la encontr� en la calle por primera vez, vestida de mujer y con el cabello
rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero fue una visi�n moment�nea: su
penuria de esp�ritu se agravaba con los a�os. Tanto, que cuando se supo que Bayardo
San Rom�n quer�a casarse con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.
La familia no s�lo lo tom� en seri�, sino con un grande alborozo. Salvo Pura Vicario,
quien puso como condici�n que Bayardo San Rom�n acreditara su identidad. Hasta
entonces nadie sab�a qui�n era. Su pasado no iba m�s all� de la tarde en que
desembarc� con su atuendo de artista, y era tan reservado sobre su origen que hasta el
engendro m�s demente pod�a ser cierto. Se lleg� a decir que hab�a arrasado pueblos y
sembrado el terror en Casanare como comandante de tropa, que era pr�fugo de Cayena,
que lo hab�an visto en Pernambuco tratando de medrar con una pareja de osos
amaestrados, y que hab�a rescatado los restos de un gale�n espa�ol cargado de oro en
el canal de los Vientos. Bayardo San Rom�n le puso t�rmino a tantas conjeturas con un
recurso simple: trajo a su familia en pleno.
Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras. Llegaron en un Ford T
con placas oficiales cuya bocina de pato alborot� las calles a las once de la ma�ana. La
madre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba el castellano
todav�a atravesado de papiamento, hab�a sido proclamada en su juventud como la m�s
bella entre las 200 m�s bellas de las Antillas. Las hermanas, acabadas de florecer,
parec�an dos potrancas sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el general
Petronio San Rom�n, h�roe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las glorias
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mayores del .r�gimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano
Buend�a en el desastre de Tucurinca. Mi madre fue la �nica que no fue a saludarlo
cuando supo qui�n era. �Me parec�a muy bien que se casaran -me dijo-. Pero una cosa
era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que orden� dispararle por ,la
espalda a Gerineldo M�rquez.� Desde que asom� por la ventana del autom�vil
saludando con el sombrero blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos.
Llevaba un traje de lienzo color de trigo, botines de cordob�n con los cordones cruzados,
y unos espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y sostenidos con
una leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la medalla del valor en la solapa y un bast�n
con el escudo nacional esculpido en el pomo. Fue el primero que se baj� del autom�vil,
cubierto por completo por el polvo ardiente de nuestros malos caminos, y no tuvo m�s
que aparecer en el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que Bayardo
San Rom�n se iba a casar con quien quisiera.
Era �ngela Vicario quien no quer�a casarse con �l. �Me parec�a demasiado hombre
para m��, me dijo. Adem�s, Bayardo San Rom�n no hab�a intentado siquiera seducirla a
ella, sino que hechiz� a la familia con sus encantos. �ngela Vicario no olvid� nunca el
horror de la noche en que sus padres y sus hermanas mayores con sus maridos,
reunidos en la sala de la casa, le impusieron la obligaci�n de casarse con un hombre que
apenas hab�a visto. Los gemelos se mantuvieron al margen. �Nos pareci� que eran
vainas de mujeres�, me dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que
una familia dignifica da por la modestia no ten�a derecho a despreciar aquel premio del
destino. Angela Vicario se atrevi� apenas a insinuar el inconveniente de la falta de amor,
pero su madre lo demoli� con una sola frase:
-Tambi�n el amor se aprende.
A diferencia de los noviazgos de la �poca, que eran largos y vigilados, el de ellos fue
de s�lo cuatro meses por las urgencias de Bayardo San Rom�n. No fue m�s corto porque
Pura Vicario exigi� esperar a que terminara el luto de la familia. Pero el tiempo alcanz�
sin angustias por la manera irresistible con que Bayardo San Rom�n arreglaba las cosas.
�Una noche me pregunt� cu�l era la casa que m�s me gustaba -me cont� �ngela
Vicario-. Y yo le contest�, sin saber para qu� era, que la m�s bonita del pueblo era la
quinta del viudo de Xius.� Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en una colina barrida por
los vientos, y desde la terraza se ve�a el para�so sin limite de las ci�nagas cubiertas de
an�monas moradas, y en los d�as claros del verano se alcanzaba a ver el horizonte n�tido
del Caribe, y los trasatl�nticos de turistas de Cartagena de Indias. Bayardo San Rom�n
fue esa misma noche al Club Social y se sent� a la mesa del viudo de Xius a jugar una
partida de domin�.
-Viudo -le dijo-: le compro su casa.
-No est� a la venta -dijo el viudo.
-Se la compro con todo lo que tiene dentro.
El viudo de Xius le explic� con una buena educaci�n a la antigua que los objetos de la
casa hab�an sido comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para �l
segu�an siendo como parte de ella. �Hablaba con el alma en la mano -me dijo el doctor
Dionisio Iguar�n, que estaba jugando con ellos-. Yo estaba seguro que prefer�a morirse
antes que vender una casa donde hab�a sido feliz durante m�s de treinta a�os.�
Tambi�n Bayardo San Rom�n comprendi� sus razones.
-De acuerdo -dijo-. Entonces v�ndame la casa vac�a.
Pero el viudo se defendi� hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya mejor
preparado, Bayardo San Rom�n ,Volvi� a la mesa de domin�.
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-Viudo -empez� de nuevo-: �Cu�nto cuesta la casa?
-No tiene precio.
-Diga uno cualquiera.
-Lo siento, Bayardo -dijo el viudo-, pero ustedes los j�venes no entienden los motivos
del coraz�n.
Bayardo San Rom�n no hizo una pausa para pensar.
-Digamos cinco mil pesos -dijo.
Juega limpio -le replic� el viudo con la dignidad alerta-. Esa casa no vale tanto.
-Diez mil -dijo Bayardo San Rom�n-. Ahora mismo, y con un billete encima del otro.
El viudo lo mir� con los ojos llenos de l�grimas. �Lloraba de rabia -me dijo el doctor
Dionisio Iguar�n, que adem�s de m�dico era hombre de letras-. Imag�nate: semejante
cantidad al alcance de la mano, y tener que decir que no por una simple flaqueza del
esp�ritu.� Al viudo de Xius no le sali� la voz, pero neg� sin vacilaci�n con la cabeza.
-Entonces h�game un �ltimo favor -dijo Bayardo San Rom�n-. Esp�reme aqu� cinco
minutos.
Cinco minutos despu�s, en efecto, volvi� al Club Social con las alforjas enchapadas de
plata, y puso sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil todav�a con las bandas
impresas del Banco del Estado. El viudo de Xius muri� dos a�os despu�s. �Se muri� de
eso -dec�a el doctor Dionisio Iguar�n-. Estaba m�s sano que nosotros, pero cuando uno
lo auscultaba se le sent�an borboritar las l�grimas dentro del coraz�n.� Pues no s�lo
hab�a vendido la casa con todo lo que ten�a dentro, sino que le pidi� a Bayardo San
Rom�n que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni un ba�l de
consolaci�n para guardar tanto dinero.
Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que �ngela Vicario no fuera virgen. No se le
hab�a conocido ning�n novio anterior y hab�a crecido junto con sus hermanas bajo el
rigor de una madre de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos meses para casarse,
Pura Vicario no permiti� que fuera sola con Bayardo San Rom�n a conocer la casa en
que iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acompa�aron para custodiarle la honra.
� Lo �nico que le rogaba a Dios es que me diera valor para matarme -me dijo �ngela
Vicario-. Pero no me lo dio.� Tan aturdida estaba que hab�a resuelto contarle la verdad a
su madre para librarse de aquel martirio, cuando sus dos �nicas confidentes, que la
ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena
intenci�n. �Les obedec� a ciegas -me dijo- porque me hab�an hecho creer que eran
expertas en chanchullos de hombres.� Le aseguraron que casi todas las mujeres perd�an
la virginidad en accidentes de la infancia. Le insistieron en que aun los maridos m�s
dif�ciles se resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron,
en fin, de que la mayor�a de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas,
que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad no
pod�an responder de sus propios actos. �Lo �nico que creen es lo que vean en la
s�bana�, le dijeron. De modo que le ense�aron artima�as de comadronas para fingir sus
prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera ma�ana de reci�n casada,
abierta al sol en el patio de su casa, la s�bana de hilo con la mancha del honor.
Se cas� con esa ilusi�n. Bayardo San Rom�n, por su parte, debi� casarse con la
ilusi�n de comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna, pues
cuanto m�s aumentaban los planes de la fiesta, m�s ideas de delirio se le ocurr�an para
hacerla m�s grande. Trat� de retrasar la boda por un d�a cuando se anunci� la visita del
obispo, para que �ste los casara, pero �ngela Vicario se opuso. �La verdad -me dijo- es
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que yo no quer�a ser bendecida por un hombre que s�lo cortaba las crestas para la sopa
y botaba en la basura el resto del gallo.� Sin embargo, aun sin la bendici�n del obispo,
la fiesta adquiri� una fuerza propia tan dif�cil de amaestrar, que al mismo Bayardo San
Rom�n se le sali� de las manos y termin� por ser un acontecimiento p�blico.
El general Petronio San Rom�n y su familia vinieron esta vez en el buque de
ceremonias del Congreso Nacional, que permaneci� atracado en el muelle hasta el
t�rmino de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin embargo
pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron tantos regalos, que fue
preciso restaurar el local olvidado de la primera planta el�ctrica para exhibir los m�s
admirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de Mus que ya
estaba dispuesta para recibir a los reci�n casados. Al novio le regalaron un autom�vil
convertible con su nombre grabado en letras g�ticas bajo el escudo de la f�brica. A la
novia le regalaron un estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro invitados.
Trajeron adem�s un espect�culo de bailarines, y dos orquestas de valses que
desentonaron con las bandas locales, y con las muchas papayeras y grupos de
acordeones que ven�an alborotados por la bulla de la parranda.
La familia Vicario viv�a en una casa modesta, con paredes de ladrillos y un, techo de
palma rematado por dos buhardas donde se met�an a empollar las golondrinas en enero.
Ten�a en el frente una terraza ocupada casi por completo con macetas de flores, y un
patio grande con gallinas sueltas y �rboles frutales. En el fondo del patio, los gemelos
ten�an un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar, que fue
una buena fuente de recursos dom�sticos desde que a Poncio Vicario se le acab� la
vista. El negocio lo hab�a empezado Pedro Vicario, pero cuando �ste se fue al servicio
militar, su hermano gemelo aprendi� tambi�n el oficio de matarife.
El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las hermanas mayores
trataron de pedir una casa prestada cuando se dieron cuenta del tama�o de la fiesta.
�Imag�nate -me dijo �ngela Vicario-: hab�an pensado en la casa de Pl�cida Linero, pero
por fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de que nuestras hijas se
casan en nuestro chiquero, o no se casan.� As� que pintaron la casa de su color amarillo
original, enderezaron las puertas y compusieron los pisos, y la dejaron tan digna como
fue posible para una boda de tanto estruendo. Los gemelos se llevaron los cerdos para
otra parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero aun as� se vio que iba a faltar
espacio. Al final, por diligencias de Bayardo San. Rom�n, tumbaron las cercas del patio,
pidieron prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron mesones de carpinteros
para sentarse a comer bajo la fronda de los tamarindos.
El �nico sobresalto imprevisto lo caus� el novio en la ma�ana de la boda, pues lleg� a
buscar a �ngela Vicario con dos horas de retraso, y ella se hab�a negado a vestirse de
novia mientras no lo viera en la casa. �Imag�nate -me dijo-: hasta me hubiera alegrado
de que no llegara, pero nunca que me dejara vestida.� Su cautela pareci� natural,
porque no hab�a un percance p�blico m�s vergonzoso para una mujer que quedarse
plantada con el vestido de novia. En cambio, el hecho de que �ngela Vicario se atreviera
a ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, hab�a de ser interpretado despu�s como
una profanaci�n de los s�mbolos de la pureza. Mi madre fue la �nica que apreci� como
un acto de valor el que hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las �ltimas
consecuencias. �En aquel tiempo -me explic�-, Dios entend�a esas cosas.� Por el
contrario, nadie ha sabido todav�a con qu� cartas jug� Bayardo San Rom�n. Desde que
apareci� por fin de levita y chistera, hasta que se fug� del baile con la criatura de sus
tormentos, fue la imagen perfecta del novio feliz.
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Tampoco se supo nunca con qu� cartas jug� Santiago Nasar. Yo estuve con �l todo el
tiempo, en la iglesia y en la fiesta, junto con Cristo Bedoya y mi hermano Luis Enrique, y
ninguno de nosotros vislumbr� el menor cambio en su modo de ser. He tenido que
repetir esto muchas veces, pues los cuatro hab�amos crecido juntos en la escuela y
luego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie pod�a creer que tuvi�ramos un secreto
sin compartir, y menos un secreto tan grande.
Santiago Nasar era un hombre de fiestas, y su gozo mayor lo tuvo la v�spera de su
muerte, calculando los costos de la boda. En la iglesia estim� que hab�an puesto adornos
florales por un valor igual al de catorce entierros de primera clase. Esa precisi�n hab�a
de perseguirme durante muchos a�os, pues Santiago Nasar me hab�a dicho a menudo
que el olor de las flores encerradas ten�a para �l una relaci�n inmediata con la muerte, y
aquel d�a me lo repiti� al entrar en el templo. �No quiero flores en mi entierro�, me dijo,
sin pensar que yo hab�a de ocuparme al d�a siguiente de que no las hubiera. En el
trayecto de la iglesia a la casa de los Vicario sac� la cuenta de las guirnaldas de colores
con que adornaron las calles, calcul� el precio de la m�sica y los cohetes, y hasta de la
granizada de arroz crudo con que nos recibieron en la fiesta. En el sopor del medio d�a
los reci�n casados hicieron la ronda del patio. Bayardo San Rom�n se hab�a hecho muy
amigo nuestro, amigo de tragos, como se dec�a entonces, y parec�a muy a gusto en
nuestra mesa. �ngela Vicario, sin el velo y la corona y con el vestido de raso ensopado
de sudor, hab�a asumido de pronto su cara de mujer casada. Santiago Nasar calculaba, y
se lo dijo a Bayardo San Rom�n, que la boda iba costando hasta ese momento unos
nueve mil pesos. Fue evidente que ella lo entendi� como una impertinencia. � Mi madre
me hab�a ense�ado que nunca se debe hablar de plata delante de la otra gente�, me
dijo. Bayardo San Rom�n, en cambio, lo recibi� de muy buen talante y hasta con una
cierta jactancia.
-Casi -dijo-, pero apenas estamos empezando. Al final ser� m�s o menos el doble.
Santiago Nasar se propuso comprobarlo hasta el �ltimo c�ntimo, y la vida le alcanz�
justo. En efecto, con los datos finales que Cristo Bedoya le dio al d�a siguiente en el
puerto, 45 minutos antes de morir, comprob� que el pron�stico de Bayardo San Rom�n
hab�a sido exacto.
Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido
rescatarla a pedazos de la memoria ajena. Durante a�os se sigui� hablando en mi casa
de que mi padre hab�a vuelto a tocar el viol�n de su juventud en honor de los reci�n
casados, que mi hermana la monja bail� un merengue con su h�bito de tornera, y que el
doctor Dionisio Iguar�n, que era primo hermano de mi madre, consigui� que se lo
llevaran en el buque oficial para no estar aqu� al d�a siguiente cuando viniera el obispo.
En el curso de las indagaciones para esta cr�nica recobr� numerosas vivencias
marginales, y entre ellas el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Rom�n,
cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con pinzas de oro
en la espalda, llamaron m�s la atenci�n que el penacho de plumas y la coraza de
medallas de guerra de su padre. Muchos sab�an que en la inconsciencia de la parranda le
propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas hab�a terminado la
escuela primaria, tal como ella misma me lo record� cuando nos casamos catorce a�os
despu�s. La imagen m�s intensa que siempre conserv� de aquel domingo indeseable fue
la del viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo hab�an
puesto ah� pensando quiz�s que era el sitio de honor, y los invitados tropezaban con �l,
lo confund�an con otro, lo cambiaban de lugar para que no estorbara, y �l mov�a la
cabeza nevada hacia todos lados con una expresi�n err�tica de ciego demasiado
reciente, contestando preguntas que no eran para �l y respondiendo saludos fugaces que
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
nadie le hac�a, feliz en su cerco de olvido, con la camisa acartonada de engrudo y el
bast�n de guayac�n que le hab�an comprado para la fiesta.
El acto formal termin� a las seis de la tarde cuando se despidieron los invitados de
honor. El buque se fue con las luces encendidas y dejando un reguero de valses de
pianola, y por un instante quedamos a la deriva sobre un abismo de incertidumbre,
hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos hundimos en el manglar de la
parranda. Los reci�n casados aparecieron poco despu�s en el autom�vil descubierto,
abri�ndose paso a duras penas en el tumulto. Bayardo San Rom�n revent� cohetes,
tom� aguardiente de las botellas que le tend�a la muchedumbre, y se baj� del coche con
�ngela Vicario para meterse en la rueda de la cumbiamba. Por �ltimo orden� que
sigui�ramos bailando por cuenta suya hasta donde nos alcanzara la vida, y se llev� a la
esposa aterrorizada para la casa de sus sue�os donde el viudo de Xius hab�a sido feliz.
La parranda p�blica se dispers� en fragmentos hacia la media noche, y s�lo qued�
abierto el negocio de Clotilde Armenta a un costado de la plaza. Santiago Nasar y yo,
con mi hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, nos fuimos para la casa de misericordias
de Mar�a Alejandrina Cervantes. Por all� pasaron entre muchos otros los hermanos
Vicario, y estuvieron bebiendo con nosotros y cantando con Santiago Nasar cinco horas
antes de matarlo. Deb�an quedar a�n algunos rescoldos desperdigados de la fiesta
original, pues de todos lados nos llegaban r�fagas de m�sica. y pleitos remotos, y nos
siguieron llegando, cada vez m�s tristes, hasta muy poco antes de que bramara el buque
del obispo.
Pura Vicario le cont� a mi madre que se hab�a acostado a las once de la noche
despu�s de que las hijas mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragos
de la boda. Como a las diez, cuando todav�a quedaban algunos borrachos cantando en el
patio, �ngela Vicario hab�a mandado a pedir una maletita de cosas personales que
estaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso mandarle tambi�n una maleta con ropa
de diario, pero el recadero estaba de prisa. Se hab�a dormido a fondo cuando tocaron a
la puerta. �Fueron tres toques muy despacio -le cont� a mi madre-, pero ten�an esa cosa
rara de las malas noticias.� Le cont� que hab�a abierto la puerta sin encender la luz para
no despertar a nadie, y vio a Bayardo San Rom�n en el resplandor del farol p�blico, con
la camisa de seda sin abotonar y los pantalones de fantas�a sostenidos con tirantes
el�sticos. �Ten�a ese color verde de los sue�os�, le dijo Pura Vicario a mi madre. �ngela
Vicario estaba en la sombra, de modo que s�lo la vio cuando Bayardo San Rom�n la
agarr� por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba
envuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario crey� que se hab�an desbarrancado
con el autom�vil y estaban muertos en el fondo del precipicio.
Ave Mar�a Pur�sima -dijo aterrada-. Contesten si todav�a son de este mundo.
Bayardo San Rom�n no entr�, sino que empuj� con suavidad a su esposa hacia el
interior de la casa, sin decir una palabra. Despu�s bes� a Pura Vicario en la mejilla y le
habl� con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.
-Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es una santa.
S�lo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muerte
con su secreto. �Lo �nico que recuerdo es que me sosten�a por el pelo con una mano y
me golpeaba con la otra con tanta rabia que pens� que me iba a matar�, me cont�
�ngela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijas
mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer
cuando ya estaba consumado el desastre.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por
su madre. Encontraron � �ngela Vicario tumbada bocabajo en un sof� del comedor y con
la cara macerada a golpes, pero hab�a terminado de llorar. �Ya no estaba asustada -me
dijo-. Al contrario: sent�a como si por fin me hubiera quitado de encima la conduerma de
la muerte, y lo �nico que quer�a era que todo terminara r�pido para tirarme a dormir.�
Pedro Vicario, el m�s resuelto de los hermanos, la levant� en vilo por la cintura y la
sent� en la mesa del comedor.
-Anda, ni�a -le dijo temblando de rabia-: dinos qui�n fue.
Ella se demor� apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo busc� en las
tinieblas, lo encontr� a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de
este mundo y del otro, y lo dej� clavado en la pared con su dardo certero, como a una
mariposa sin albedr�o cuya sentencia estaba escrita desde siempre.
-Santiago Nasar -dijo.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
El abogado sustent� la tesis del homicidio en leg�tima defensa del honor, que fue
admitida por el tribunal de conciencia, y los gemelos declararon al final del juicio que
hubieran vuelto a hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes
vislumbraron el recurso de la defensa desde que se rindieron ante su iglesia pocos
minutos despu�s del crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural, perseguidos de
cerca por un grupo de �rabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el acero limpio en
la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo b�rbaro de la
muerte, y ten�an la ropa y los brazos empapados y la cara embadurnada de sudor y de
sangre todav�a viva, pero �l p�rroco recordaba la rendici�n como un acto de una gran
dignidad.
-Lo matamos a conciencia -dijo Pedro Vicario-, pero somos inocentes.
-Tal vez ante Dios -dijo el padre Amador.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo Pablo Vicario-. Fue un asunto de honor.
M�s a�n: en la reconstrucci�n de los hechos fingieron un encarnizamiento mucho m�s
inclemente que el de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar con
fondos p�blicos la puerta principal de la casa de Pl�cida Linero, que qued� desportillada
a punta de cuchillo. En el pan�ptico de Riohacha, donde estuvieron tres a�os en espera
del juicio porque no ten�an con que pagar la fianza para la libertad condicional, los
reclusos m�s antiguos los recordaban por su buen car�cter y su esp�ritu social, pero
nunca advirtieron en ellos ning�n indicio de arrepentimiento. Sin embargo, la realidad
parec�a ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que conven�a para matar a
Santiago Nasar de inmediato y sin espect�culo p�blico, sino que hicieron mucho m�s de
lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.
Seg�n me dijeron a�os despu�s, hab�an empezado por buscarlo en la casa de Mar�a
Alejandrina Cervantes, donde estuvieron con �l hasta las dos. Este dato, como muchos
otros, no fue registrado en el sumario. En realidad, Santiago Nasar ya no estaba ah� a la
hora en que los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues hab�amos salido a hacer una
ronda de serenatas, pero en todo caso no era cierto que hubieran ido. �Jam�s habr�an
vuelto a salir de aqu��, me dijo Mar�a Alejandrina Cervantes, y conoci�ndola tan bien,
nunca lo puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de Clotilde Armenta,
por donde sab�an que iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar. �Era el �nico
lugar abierto�, declararon al instructor. �Tarde o temprano ten�a que salir por ah��, me
dijeron a m�, despu�s de que fueron absueltos. Sin embargo, cualquiera sab�a que la
puerta principal de la casa de Pl�cida Linero permanec�a trancada por dentro, inclusive
durante el d�a, y que Santiago Nasar llevaba siempre consigo las llaves de la entrada
posterior. Por all� entr� de regreso a su casa, en efecto, cuando hac�a m�s de una hora
que los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado, y si despu�s sali� por la puerta de
la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una. raz�n tan imprevista que el mismo
instructor del sumario no acab� de entenderla.
Nunca hubo una muerte m�s anunciada. Despu�s de que la hermana les revel� el
nombre, los gemelos Vicario pasaron por el dep�sito de la pocilga, donde guardaban los
�tiles de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez
pulgadas de largo por dos y media de ancho, y otro de limpiar, de siete pulgadas de
largo por una y media de ancho. Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos en
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
el mercado de carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los
primeros clientes eran escasos, pero veintid�s personas declararon haber o�do cuanto
dijeron, y todas coincid�an en la impresi�n de que lo hab�an dicho con el �nico prop�sito
de que los oyeran. Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando
acababa de abrir su mesa de v�sceras, y no entendi� por qu� llegaban el lunes y tan
temprano, y todav�a con los vestidos de pa�o oscuro de la boda. Estaba acostumbrado a
verlos los viernes, pero un poco m�s tarde, y con los delantales de cuero que se pon�an
para la matanza. �Pens� que estaban tan borrachos -me dijo Faustino Santos-, que no
s�lo se hab�an equivocado de hora sino tambi�n de fecha.� Les record� que era lunes.
-Qui�n no lo sabe, pendejo -le contest� de buen modo Pablo Vicario-. S�lo venimos a
afilar los cuchillos.
Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hac�an siempre: Pedro sosteniendo los
dos cuchillos y altern�ndolos en la piedra, y Pablo d�ndole vuelta a la manivela. Al
mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros carniceros. Algunos se
quejaron de no haber recibido su raci�n de pastel, a pesar de ser compa�eros de oficio,
y ellos les prometieron que las har�an mandar m�s tarde. Al final, hicieron cantar los
cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la l�mpara para que destellara el
acero:
-Vamos a matar a Santiago Nasar -dijo.
Ten�an tan bien fundada su reputaci�n de gente buena, que nadie les hizo caso.
�Pensamos que eran vainas de borrachos�, declararon varios carniceros, lo mismo que
Victoria Guzm�n y tantos otros que los vieron despu�s. Yo hab�a de preguntarles alguna
vez a los carniceros si el oficio de matarife no revelaba un alma predispuesta para matar
un ser humano. Protestaron: �Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle los
ojos�. Uno de ellos me dijo que no pod�a comer la carne del animal que degollaba. Otro
me dijo que no ser�a capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido antes, y menos
si hab�a tomado su leche. Les record� que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos
cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distingu�an por sus nombres. �Es
cierto -me replic� uno-, pero f�jese que no les pon�an nombres de gente sino de flores.�
Faustino Santos fue el �nico que percibi� una lumbre de verdad en la amenaza de Pablo
Vicario, y le pregunt� en broma por qu� ten�an que matar a Santiago Nasar habiendo
tantos ricos que merec�an morir primero.
-Santiago Nasar sabe por qu� -le contest� Pedro Vicario.
Faustino Santos me cont� que se hab�a quedado con la duda, y se la comunic� a un
agente de la polic�a que pas� poco m�s tarde a comprar una libra de h�gado para el
desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy,
y muri� el a�o siguiente por una cornada de toro en la yugular durante las fiestas
patronales. De modo que nunca pude hablar con �l, pero Clotilde Armenta me confirm�
que fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se
hab�an sentado a esperar.
Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el mostrador. Era el sistema
habitual. La tienda vend�a leche al amanecer y v�veres durante el d�a, y se transformaba
en cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abr�a a las 3.30 de la
madrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor, se hac�a cargo de la cantina
hasta la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo tantos clientes descarriados de la boda,
que se acost� pasadas las tres sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta estaba
levantada m�s temprano que de costumbre, porque quer�a terminar antes de que llegara
el obispo.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora s�lo se vend�an cosas de comer,
pero Clotilde Armenta les vendi� una botella de aguardiente de ca�a, no s�lo por el
aprecio que les ten�a, sino tambi�n porque estaba muy agradecida por la porci�n de
pastel de boda que le hab�an mandado. Se bebieron la botella entera con dos largas
tragantadas, pero siguieron imp�vidos. �Estaban pasmados -me dijo Clotilde Armenta-,
y ya no pod�an levantar presi�n ni con petr�leo de l�mpara.� Luego se quitaron las
chaquetas de pa�o, las colgaron con mucho cuidado en el espaldar de las sillas, y
pidieron otra botella. Ten�an la camisa sucia de sudor seco y una barba del d�a anterior
que les daba un aspecto montuno. La segunda botella se la tomaron m�s despacio,
sentados, mirando con insistencia hacia la casa de Pl�cida Linero, en la acera de
enfrente, cuyas ventanas estaban apagadas. La m�s grande del balc�n era la del
dormitorio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le pregunt� a Clotilde Armenta si hab�a visto
luz en esa ventana, y ella le contest� que no, pero le pareci� un inter�s extra�o.
-�Le pas� algo? -pregunt�.
-Nada -le contest� Pedro Vicario-. No m�s que lo andamos buscando para matarlo.
Fue una respuesta tan espont�nea que ella no pudo creer que fuera cierta. Pero se fij�
en que los gemelos llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.
-�Y se puede saber por qu� quieren matarlo tan temprano? -pregunt�.
-�l sabe por qu� -contest� Pedro Vicario.
Clotilde Armenta los examin� en serio. Los conoc�a tan bien que pod�a distinguirlos,
sobre todo despu�s de que Pedro Vicario regres� del cuartel. �Parec�an dos ni�os�, me
dijo. Y esa reflexi�n la asust�, pues siempre hab�a pensado que s�lo los ni�os son
capaces de todo. As� que acab� de preparar los trastos de la leche, y se fue a despertar
a su marido para contarle lo que estaba pasando en la tienda. Don Rogelio de la Flor la
escuch� medio dormido.
-No seas pendeja -le dijo-, �sos no matan a nadie, y menos a un rico.
Cuando Clotilde Armenta volvi� a la tienda los gemelos estaban conversando con el
agente Leandro Pornoy, que iba por la leche del alcalde. No oy� lo que hablaron, pero
supuso que algo le hab�an dicho de sus prop�sitos, por la forma en que observ� los
cuchillos al salir.
El coronel L�zaro Aponte se hab�a levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de
afeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le revel� las intenciones de los hermanos
Vicario. Hab�a resuelto tantos pleitos de amigos la noche anterior, que no se dio ninguna
prisa por uno m�s. Se visti� con calma, se hizo varias veces hasta que le qued� perfecto
el corbat�n de mariposa, y se colg� en el cuello el escapulario de la Congregaci�n de
Mar�a para recibir al obispo. Mientras desayunaba con un guiso de h�gado cubierto de
anillos de cebolla, su esposa le'cont� muy excitada que Bayardo San Rom�n hab�a
devuelto a �ngela Vicario, pero �l no lo tom� con igual dramatismo.
-�Dios m�o! -se burl�-, �qu� va a pensar el obispo?
Sin embargo, antes de terminar el desayuno record� lo que acababa de decirle el
ordenanza, junt� las dos noticias y descubri� de inmediato que casaban exactas como
dos piezas de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del puerto nuevo, cuyas
casas empezaban a revivir por la llegada del obispo. �Recuerdo con seguridad que eran
casi las cinco y empezaba a llover�, me dijo el coronel L�zaro Aponte. En el trayecto,
tres personas lo detuvieron para contarle en secreto que los hermanos Vicario estaban
esperando a Santiago Nasar para matarlo, pero s�lo uno supo decirle d�nde.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Los encontr� en la tienda de Clotilde Armenta. �Cuando los vi pens� que eran puras
bravuconadas -me dijo con su l�gica personal-, porque no estaban tan borrachos como
yo cre�a.� Ni siquiera los interrog� sobre sus intenciones, sino que les quit� los cuchillos
y los mand� a dormir. Los trataba con la misma complacencia de s� mismo con que
hab�a sorteado la alarma de la esposa.
-�Imag�nense -les dijo-: qu� va a decir el obispo si los encuentra en ese estado!
Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufri� una desilusi�n m�s con la ligereza del alcalde,
pues pensaba que deb�a arrestar a los
gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostr� los cuchillos como un
argumento final.
-Ya no tienen con qu� matar a nadie -dijo.
-No es por eso -dijo Clotilde Armenta-. Es para librar a esos pobres muchachos del
horrible compromiso que les ha ca�do encima.
Pues ella lo hab�a intuido. Ten�a la certidumbre de que los hermanos Vicario no
estaban tan ansiosos por cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que les
hiciera el favor de imped�rselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su alma.
-No se detiene a nadie por sospechas -dijo-. Ahora es cuesti�n de prevenir a Santiago
Nasar, y feliz a�o nuevo.
Clotilde Armenta recordar�a siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le
causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque
un poco trastornado por la pr�ctica solitaria del espiritismo aprendido por correo. Su
comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La verdad es
que no volvi� a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo vio en el puerto, y entonces se
felicit� por haber tomado la decisi�n justa.
Los hermanos Vicario les hab�an contado sus prop�sitos a m�s de doce personas que
fueron a comprar leche, y �stas los hab�an divulgado por todas partes antes de las seis.
A Clotilde Arrnenta le parec�a imposible que no se supiera en la casa de enfrente.
Pensaba que Santiago Nasar no estaba all�, pues no hab�a visto encenderse la luz del
dormitorio, y a todo el que pudo le pidi� prevenirlo donde lo vieran. Se lo mand� a decir,
inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a comprar la leche para las
monjas. Despu�s de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de Pl�cida
Linero, le mand� el �ltimo recado urgente a Victoria Guzm�n con la pordiosera que iba
todos los d�as a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bram� el buque del obispo
casi todo el mundo estaba despierto para recibirlo, y �ramos muy pocos quienes no
sab�amos que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y
se conoc�a adem�s el motivo con sus pormenores completos.
Clotilde Armenta no hab�a acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos
Vicario con otros dos cuchillos envueltos en peri�dicos. Uno era de descuartizar, con una
hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho, que hab�a sido
fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en una �poca en que no ven�an
cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era m�s corto, pero ancho y curvo. El
juez instructor lo dibuj� en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se arriesg�
apenas a indicar que parec�a un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se
cometi� el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.
Faustino Santos no pudo entender lo que hab�a pasado. �Vinieron a afilar otra vez los
cuchillos -me dijo- y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a
Santiago Nasar, as� que yo cre� que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me
fij� en los cuchillos, y pens� que eran los mismos.� Esta vez, sin embargo, Clotilde
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Armenta not� desde que los vio entrar que no llevaban la misma determinaci�n de
antes.
En realidad, hab�an tenido la primera discrepancia. No s�lo eran mucho m�s distintos
por dentro de lo que parec�an por fuera, sino que en emergencias dif�ciles ten�an
caracteres contrarios. Sus amigos lo hab�amos advertido desde la escuela primaria.
Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue m�s imaginativo y resuelto
hasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareci� siempre m�s sentimental, y por lo
mismo m�s autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los 20 a�os, y
Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro Vicario
cumpli� el servicio durante once meses en patrullas de orden p�blico. El r�gimen de
tropa, agravado por el miedo de la muerte, le madur� la vocaci�n de mandar y la
costumbre de decidir por su hermano. Regres� con una blenorragia de sargento que
resisti� a los m�todos m�s brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de
ars�nico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguar�n. S�lo en la
c�rcel lograron sanarlo. Sus amigos est�bamos de acuerdo en que Pablo Vicario
desarroll� de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario
regres� con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle
a quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Lleg� a
sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su
hermano exhib�a como una condecoraci�n de guerra.
Pedro Vicario, seg�n declaraci�n propia, fue el que tom� la decisi�n de matar a
Santiago Nasar, y al principio su hermano no hizo m�s que seguirlo. Pero tambi�n fue �l
quien pareci� dar por cumplido el compromiso cuando los desarm� el alcalde, y entonces
fue Pablo Vicario quien asumi� el mando. Ninguno de los dos mencion� este desacuerdo
en sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirm� varias
veces que no le fue f�cil convencer al hermano de la resoluci�n final. Tal vez no fuera en
realidad sino una r�faga de p�nico, pero el hecho es que Pablo Vicario entr� solo en la
pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota
tratando de orinar bajo los tamarindos. �Mi hermano no supo nunca lo que es eso -me
dijo Pedro Vicario en nuestra �nica entrevista-. Era como orinar vidrio molido.� Pablo
Vicario lo encontr� todav�a abrazado del �rbol cuando volvi� con los cuchillos. �Estaba
sudando fr�o del dolor -me dijo- y trat� de decir que me fuera yo solo porque �l no
estaba en condiciones de matar a nadie.� Se sent� en uno de los mesones de carpintero
que hab�an puesto bajo los �rboles para el almuerzo de la boda, y se baj� los pantalones
hasta las rodillas. �Estuvo como media hora cambi�ndose la gasa con que llevaba
envuelta la pinga�, me dijo Pablo Vicario. En realidad no se demor� m�s de diez
minutos, pero fue algo tan dif�cil, y tan enigm�tico para Pablo Vicario, que lo interpret�
como una nueva artima�a del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De
modo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llev� casi por la fuerza a buscar la honra
perdida de la hermana.
-Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera sucedido.
Salieron por el port�n de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por
el alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. �No estaba lloviendo�,
recordaba Pablo Vicario. �Al contrario -recordaba Pedro-: hab�a viento de mar y todav�a
las estrellas se pod�an contar con el dedo.� La noticia estaba entonces tan bien
repartida, que Hortensia Baute abri� la puerta justo cuando ellos pasaban frente a su
casa, y fue la, primera que llor� por Santiago Nasar. �Pens� que ya lo hab�an matado
-me dijo-, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareci� que iban chorreando
sangre.� Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ah� a
esa hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el
primer caf�. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieron
en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina. A�n
no estaba el caf�.
-Lo dejamos para despu�s -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos de prisa.
-Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera.
Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pens� que el
hermano estaba perdiendo el tiempo a prop�sito. Mientras tomaban el caf�, Prudencia
Cotes sali� a la cocina en plena adolescencia con un rollo de peri�dicos viejos para
animar la lumbre de la hornilla. �Yo sab�a en qu� andaban -me dijo- y no s�lo estaba de
acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con �l si no cumpl�a como hombre.� Antes
de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quit� dos secciones de peri�dicos y le dio una al
hermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se qued� esperando en la cocina
hasta que los vio salir por la puerta del patio, y sigui� esperando durante tres a�os sin
un instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario sali� de la c�rcel y fue su esposo de
toda la vida.
-Cu�dense mucho -les dijo.
De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba raz�n cuando le pareci� que los
gemelos no estaban tan resueltos como antes, y les sirvi� una botella de gordolobo de
vaporino con la esperanza de rematarlos. ��Ese d�a me di cuenta -me dijo- de lo solas
que estamos las mujeres en el mundo!� Pedro Vicario le pidi� prestado los utensilios de
afeitar de su marido, y ella le llev� la brocha, el jab�n, el espejo de colgar y la m�quina
con la cuchilla nueva, pero �l se afeit� con el cuchillo de destazar. Clotilde Armenta
pensaba que eso fue el colmo del machismo. �Parec�a un mat�n de cine�, me dijo. Sin
embargo, �l me explic� despu�s, y era cierto, que en el cuartel hab�a aprendido a
afeitarse con navaja barbera, y nunca m�s lo pudo hacer de otro modo. Su hermano,
por su parte, se afeit� del modo m�s humilde con la m�quina prestada de don Rogelio
de la Flor. Por �ltimo se bebieron la botella en silencio, muy despacio, contemplando con
el aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en la casa de enfrente, mientras
pasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas de
comer que no exist�an, con la intenci�n de ver si era cierto que estaban esperando a
Santiago Nasar para matarlo.
Los hermanos Vicario no ver�an encenderse esa ventana. Santiago Nasar entr� en su
casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque
el foco de la escalera permanec�a encendido durante la noche. Se tir� sobre la cama en
la oscuridad y con la ropa puesta, pues s�lo le quedaba una hora para dormir, y as� lo
encontr� Victoria Guzm�n cuando subi� a despertarlo para que recibiera al obispo.
Hab�amos estado juntos en la casa de Mar�a Alejandrina Cervantes hasta pasadas las
tres, cuando ella misma despach� a los m�sicos y apag� las luces del patio de baile para
que sus mulatas de placer se acostaran solas a descansar. Hac�a tres d�as con sus
noches que trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a los invitados de
honor, y despu�s destrampadas a puertas abiertas con los que nos quedamos
incompletos con la parranda de la boda. Mar�a Alejandrina Cervantes, de quien dec�amos
que s�lo hab�a de dormir una vez para morir, fue la mujer m�s elegante y la m�s tierna
que conoc� jam�s, y la m�s servicial en la cama, pero tambi�n la m�s severa. Hab�a
nacido y crecido aqu�, y aqu� viv�a, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de
alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazares
28
Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
chinos de Paramaribo. Fue ella quien arras� con la virginidad de mi generaci�n. Nos
ense�� mucho m�s de lo que deb�amos aprender, pero nos ense�� sobre todo que
ning�n lugar de la vida es m�s triste que una canea vac�a. Santiago Nasar perdi� el
sentido desde que la vio por primera vez. Yo lo previne: Halc�n que se atreve con garza
guerrera, peligros espera. Pero �l no me oy�, aturdido por los silbos quim�ricos de
Mar�a Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasi�n desquiciada, su maestra de l�grimas a
los 15 a�os, hasta que Ibrahim Nasar se lo quit� de la cama a correazos y lo encerr�
m�s de un a�o en El Divino Rostro. Desde entonces siguieron vinculados por un afecto
serio, pero sin el desorden del amor, y ella le ten�a tanto respeto que no volvi� a
acostarse con nadie si �l estaba presente. En aquellas �ltimas vacaciones nos
despachaba temprano con el pretexto inveros�mil de que estaba cansada, pero dejaba la
puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que yo volviera a entrar en
secreto.
Santiago Nasar ten�a un talento casi m�gico para los disfraces, y su diversi�n
predilecta era trastocar la identidad de las mulatas. Saqueaba los roperos de unas para
disfrazar a las otras, de modo que todas terminaban por sentirse distintas de s� mismas
e iguales a las que no eran. En cierta ocasi�n, una de ellas se vio repetida en otra con tal
acierto, que sufri� una crisis de llanto. �Sent� que me hab�a salido del espejo�, dijo. Pero
aquella noche, Mar�a Alejandrina Cervantes no permiti� que Santiago Nasar se
complaciera por �ltima vez en sus artificios de transformista, y lo hizo con pretextos tan
fr�volos que el mal sabor de ese recuerdo le cambi� la vida. As� que nos llevamos a los
m�sicos a una ronda de serenatas, y seguirnos la fiesta por nuestra cuenta, mientras los
gemelos Vicario esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Fue a �l a quien se le ocurri�,
casi a las cuatro, que subi�ramos a la colina del viudo de Xius para cantarles a los reci�n
casados.
No s�lo les cantamos por las ventanas, sino que tiramos cohetes y reventamos
petardos en los jardines, pero no percibimos ni una se�al de vida dentro de la quinta. No
se nos ocurri� que no hubiera nadie, sobre todo porque el autom�vil nuevo estaba en la
puerta, todav�a con la capota plegada y con las cintas de raso y los macizos de azahares
de parafina que les hab�an colgado en la fiesta. Mi hermano Luis Enrique, que entonces
tocaba la guitarra como un profesional, improvis� en honor de los reci�n casados una
canci�n de equ�vocos matrimoniales. Hasta entonces no hab�a llovido. Al contrario, la
luna estaba en el centro del cielo, y el aire era di�fano, y en el fondo del precipicio se
ve�a el reguero de luz de los fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisaban
los sembrados de pl�tanos azules bajo la luna, las ci�nagas tristes y la l�nea
fosforescente del Caribe en el horizonte. Santiago Nasar se�al� una lumbre intermitente
en el mar, y nos dijo que era el �nima en pena de un barco negrero que se hab�a
hundido con un cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca grande de
Cartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera alg�n malestar de la conciencia,
aunque entonces no sab�a que la ef�mera vida matrimonial de �ngela Vicario hab�a
terminado dos horas antes. Bayardo San Rom�n la hab�a llevado a pie a casa de sus
padres para que el ruido del motor no delatara su desgracia antes de tiempo, y estaba
otra vez solo y con las luces apagadas en la quinta feliz del viudo de Xius.
Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invit� a desayunar con pescado frito en las
fondas del mercado, pero Santiago Nasar se opuso porque quer�a dormir una hora hasta
que llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la orilla del r�o bordeando los tambos
de pobres que empezaban a encenderse en el puerto antiguo, y antes de doblar la
esquina nos hizo una se�al de adi�s con la mano. Fue la �ltima vez que lo vimos.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse m�s tarde en el puerto,
lo despidi� en la entrada posterior de su casa. Los perros le ladraban por costumbre
cuando lo sent�an entrar, pero �l los apaciguaba en la penumbra con el campanilleo de
las llaves. Victoria Guzm�n estaba vigilando la cafetera en el fog�n cuando �l pas� por la
cocina hacia el interior de la casa.
-Blanco -lo llam�-: ya va a estar el caf�.
Santiago Nasar le dijo que lo tomar�a m�s tarde, y le pidi� decirle a Divina Flor que lo
despertara a las cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a la que
llevaba puesta. Un instante despu�s de que �l subi� a acostarse, Victoria Guzm�n recibi�
el recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de la leche. A las 5.30 cumpli� la orden
de despertarlo, pero no mand� a Divina Flor sino que subi� ella misma al dormitorio con
el vestido de lino, pues no perd�a ninguna ocasi�n de preservar a la hija contra las
garras del boyardo.
Mar�a Alejandrina Cervantes hab�a dejado sin tranca la puerta de la casa. Me desped�
de mi hermano, atraves� el corredor donde dorm�an los gatos de las mulatas
amontonados entre los tulipanes, y empuj� sin tocar la puerta del dormitorio. Las luces
estaban apagadas, pero tan pronto como entr� percib� el olor de mujer tibia y vi los ojos
de leoparda insomne en la oscuridad, y despu�s no volv� a saber de m� mismo hasta que
empezaron a sonar las campanas.
De paso para nuestra casa, mi hermano entr� a comprar cigarrillos en la tienda de
Clotilde Armenta. Hab�a bebido tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro fueron
siempre muy confusos, pero no olvid� nunca el trago mortal que le ofreci� Pedro Vicario.
�Era candela pura�, me dijo. Pablo Vicario, que hab�a empezado a dormirse, despert�
sobresaltado cuando lo sinti� entrar, y le mostr� el cuchillo.
-Vamos a matar a Santiago Nasar -le dijo.
Mi hermano no lo recordaba. �Pero aunque lo recordara no lo hubiera cre�do -me ha
dicho muchas veces-. �A qui�n carajo se le pod�a ocurrir que los gemelos iban a matar a
nadie, y menos con un cuchillo de puercos!� Luego le preguntaron d�nde estaba
Santiago Nasar, pues los hab�an visto juntos a las dos, y mi hermano no record�
tampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta y los hermanos Vicario se
sorprendieron tanto al o�rla, que la dejaron establecida en el sumario con declaraciones
separadas. Seg�n ellos, mi hermano dijo: �Santiago Nasar est� muerto�. Despu�s
imparti� una bendici�n episcopal, tropez� en el pretil de la puerta y sali� dando tumbos.
En medio de la plaza se cruz� con el padre Amador. Iba para el puerto con sus ropas de
oficiar, seguido por un ac�lito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el altar
para la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los hermanos Vicario se santiguaron.
Clotilde Armenta me cont� que hab�an perdido las �ltimas esperanzas cuando el
p�rroco pas� de largo frente a su casa. �Pens� que no hab�a recibido mi recado�, dijo.
Sin embargo, el padre Amador me confes� muchos a�os despu�s, retirado del mundo en
la tenebrosa Casa de Salud de Calafell, que en efecto hab�a recibido el mensaje de
Clotilde Armenta, y otros m�s perentorios, mientras se preparaba para ir al puerto. �La
verdad es que no supe qu� hacer -me dijo-. Lo primero que pens� fue que no era un
asunto m�o sino de la autoridad civil, pero despu�s resolv� decirle algo de pasada a
Pl�cida Linero.� Sin embargo, cuando atraves� la plaza lo hab�a olvidado por completo.
�Usted tiene que entenderlo -me dijo-: aquel d�a desgraciado llegaba el obispo.� En el
momento del crimen se sinti� tan desesperado, y tan indigno de s� mismo, que no se le
ocurri� nada m�s que ordenar que tocaran a fuego.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Mi hermano Luis Enrique entr� en la casa por la puerta de la cocina, que mi madre
dejaba sin cerrojo para que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al ba�o antes de
acostarse, pero se durmi� sentado en el retrete, y cuando mi hermano Jaime se levant�
para ir a la escuela, lo encontr� tirado boca abajo en las baldosas, y cantando dormido.
Mi hermana la monja, que no ir�a a esperar al obispo porque ten�a una cruda de cuarenta
grados, no consigui� despertarlo. �Estaban dando las cinco cuando fui al ba�o�, me dijo.
M�s tarde, cuando mi hermana Margot entr� a ba�arse para ir al puerto, logr� llevarlo a
duras penas al dormitorio. Desde el otro lado del sue�o, oy� sin despertar los primeros
bramidos del buque del obispo. Despu�s se durmi� a fondo, rendido por la parranda,
hasta que mi hermana la monja entr� en el dormitorio tratando de ponerse el h�bito a la
carrera, y lo despert� con su grito de loca:
-�Mataron a Santiago Nasar!
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente que
el padre Carmen Amador se vio obligado a hacer por ausencia del doctor Dionisio
Iguar�n. �Fue como si hubi�ramos vuelto a matarlo despu�s de muerto -me dijo el
antiguo p�rroco en su retiro de Calafell-. Pero era una orden del alcalde, y las �rdenes
de aquel b�rbaro, por est�pidas que fueran, hab�a que cumplirlas.� No era del todo
justo. En la confusi�n de aquel lunes absurdo, el coronel Aponte hab�a sostenido una
conversaci�n telegr�fica urgente con el gobernador de la provincia, y �ste lo autoriz�
para que hiciera las diligencias preliminares mientras mandaban un juez instructor. El
alcalde hab�a sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de justicia, y
era demasiado fatuo para preguntarle a alguien que lo supiera por d�nde ten�a que
empezar. Lo primero que lo inquiet� fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era estudiante
de medicina, logr� la dispensa por su amistad �ntima con Santiago Nasar. El alcalde
pens� que el cuerpo pod�a mantenerse refrigerado hasta que regresara el doctor Dionisio
Iguar�n, pero no encontr� nevera de tama�o humano, y la �nica apropiada en el
mercado estaba fuera de servicio. El cuerpo hab�a sido expuesto a la contemplaci�n
p�blica. en el centro de la sala, tendido sobre un angosto catre de hierro mientras le
fabricaban un ata�d de rico. Hab�an llevado los ventiladores de los dormitorios, y
algunos de las casas vecinas, pero hab�a tanta gente ansiosa de verlo. que fue preciso
apartar los muebles y descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y aun as� era
insoportable el calor. Adem�s, los perros alborotados por el olor de la muerte
aumentaban la zozobra. No hab�an dejado de aullar desde que yo entr� en la casa,
cuando Santiago Nasar agonizaba todav�a en la cocina, y encontr� a Divina Flor llorando
a gritos y manteni�ndolos a raya con una tranca.
-Ay�dame -me grit�-, que lo que quieren es comerse las tripas.
Los encerramos con candado en las pesebreras. Pl�cida Linero orden� m�s tarde que
los llevaran a alg�n lugar apartado hasta despu�s del entierro. Pero hacia el medio d�a,
nadie supo c�mo, se escaparon de donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la casa.
Pl�cida Linero, por una vez, perdi� los estribos.
-�Estos perros de mierda! -grit�-. �Que los maten!
La orden se cumpli� de inmediato, y la casa volvi� a quedar en silencio. Hasta
entonces no hab�a temor alguno por el estado del cuerpo. La cara hab�a quedado intacta,
con la misma expresi�n que ten�a cuando cantaba, y Cristo Bedoya le hab�a vuelto a
colocar las v�sceras en su lugar y lo hab�a fajado con una banda de lienzo. Sin embargo,
en la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de alm�bar que atrajeron
a las moscas, y una mancha morada le apareci� en el bozo y se extendi� muy despacio
como la sombra de una nube en el agua hasta la ra�z del cabello. La cara que siempre
fue indulgente adquiri� una expresi�n de enemigo, y su madre se la cubri� con un
pa�uelo. El coronel Aponte comprendi� entonces que ya no era posible esperar, y le
orden� al padre Amador que practicara la autopsia. �Habr�a sido peor desenterrarlo
despu�s de una semana�, dijo. El p�rroco hab�a hecho la carrera de medicina y cirug�a
en Salamanca, pero ingres� en el seminario sin graduarse, y hasta el alcalde sab�a que
su autopsia carec�a de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden.
Fue una masacre, consumada en el local de la escuela p�blica con la ayuda del
boticario que tom� las notas, y un estudiante de primer a�o de medicina que estaba aqu�
de vacaciones. S�lo dispusieron de algunos instrumentos de cirug�a menor, y el resto
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
fueron hierros de artesanos. Pero al margen de los destrozos en el cuerpo, el informe del
padre Amador parec�a correcto, y el instructor lo incorpor� al sumario como una pieza
�til.
Siete de las numerosas heridas eran mortales. El h�gado estaba casi seccionado por
dos perforaciones profundas en la cara anterior. Ten�a cuatro incisiones en el est�mago,
y una de ellas tan profunda que lo atraves� por completo y le destruy� el p�ncreas.
Ten�a otras seis perforaciones menores en el colon trasverso, y m�ltiples heridas en el
intestino delgado. La �nica que ten�a en el dorso, a la altura de la tercera v�rtebra
lumbar, le hab�a perforado el ri��n derecho. La cavidad abdominal estaba ocupada por
grandes t�mpanos de sangre, y entre el lodazal de contenido g�strico apareci� una
medalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se hab�a tragado a la edad
de cuatro a�os. La cavidad tor�cica mostraba dos perforaciones: una en el segundo
espacio intercostal derecho que le alcanz� a interesar el pulm�n, y otra muy cerca de la
axila izquierda. Ten�a adem�s seis heridas menores en los brazos y las manos, y dos
tajos horizontales: uno en el muslo derecho y otro en los m�sculos del abdomen. Un�a
una punzada profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice: �Parec�a un
estigma del Crucificado�. La masa encef�lica pesaba sesenta gramos m�s que 1a de un
ingl�s normal, y el padre Amador consign� en el informe que Santiago Nasar ten�a una
inteligencia superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final se�alaba una
hipertrofia del h�gado que atribuy� a una hepatitis mal curada. �Es decir -me dijo-, que
de todos modos le quedaban muy pocos a�os de vida.� El doctor Dionisio Iguar�n, que
en efecto le hab�a tratado una hepatitis a Santiago Nasar a los doce a�os, recordaba
indignado aquella autopsia. �Ten�a que ser cura para ser tan bruto -me dijo-. No hubo
manera de hacerle entender nunca que la gente del tr�pico tenemos el h�gado m�s
grande que los gallegos.� El informe conclu�a que la causa de la muerte fue una
hemorragia masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas mayores.
Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cr�neo hab�a sido destrozado con la
trepanaci�n, y el rostro de gal�n que la muerte hab�a preservado acab� de perder su
identidad. Adem�s, el p�rroco hab�a arrancado de cuajo las v�sceras destazadas, pero al
final no supo qu� hacer con ellas, y les imparti� una bendici�n de rabia y las tir� en el
balde de la basura. A los �ltimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela p�blica
se les acab� la curiosidad, el ayudante se desvaneci�, y el coronel L�zaro Aponte, que
hab�a visto y causado tantas masacres de represi�n, termin� por ser vegetariano
adem�s de espiritista. El cascar�n vac�o, embutido de trapos y cal viva, y cosido a la
machota con bramante basto y agujas de enfardelar, estaba a punto de desbaratarse
cuando lo pusimos en el ata�d nuevo de seda capitonada. �Pens� que as� se conservar�a
por m�s tiempo�, me dijo el padre Amador. Sucedi� lo contrario: tuvimos que enterrarlo
de prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable dentro
de la casa.
Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al t�rmino de la jornada
opresiva, y empuj� la puerta de la casa de Mar�a Alejandrina Cervantes por si no hab�a
pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los �rboles, y en el patio
de baile hab�a varios fogones de le�a con enormes ollas humeantes, donde las mulatas
estaban ti�endo de luto sus ropas de parranda. Encontr� a Mar�a Alejandrina Cervantes
despierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo como siempre que no
hab�a extra�os en la casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a un
plat�n babil�nico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de
cerdo, y una guarnici�n de pl�tanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco.
Comer sin medida fue siempre su �nico modo de llorar, y nunca la hab�a visto hacerlo
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
con semejante pesadumbre. Me acost� a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando
yo tambi�n a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le
hab�a cobrado 20 a�os de dicha no s�lo con la muerte, sino adem�s con el
descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersi�n y exterminio. So�� que una mujer
entraba en el cuarto con una ni�a en brazos, y que �sta ronzaba sin tomar aliento y los
granos de ma�z a medio mascar le ca�an en el corpi�o. La mujer me dijo: �Ella mastica a
la topa tolondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriate�. De pronto sent� los dedos
ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sent� el olor peligroso de la bestia
de amor acostada a mis espaldas, y sent� que me hund�a en las delicias de las arenas
movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosi� desde muy lejos y se escurri�
de mi vida.
-No puedo -dijo-: hueles a �l.
No s�lo yo. Todo sigui� oliendo a Santiago Nasar aquel d�a. Los hermanos Vicario lo
sintieron en el calabozo donde los encerr� el alcalde mientras se le ocurr�a qu� hacer con
ellos. �Por m�s que me restregaba con jab�n y estropajo no pod�a quitarme el olor�, me
dijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin dormir, pero no pod�an descansar, porque
tan pronto como empezaban a dormirse volv�an a cometer el crimen. Ya casi viejo,
tratando de explicarme su estado de aquel d�a interminable, Pablo Vicario me dijo sin
ning�n esfuerzo: �Era como estar despierto dos veces�. Esa frase me hizo pensar que lo
m�s insoportable para ellos en el calabozo debi� haber sido la lucidez.
El cuarto ten�a tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro, una
letrina port�til, un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mamposter�a
con colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se hab�a construido,
dec�a que no hubo nunca un hotel m�s humano. Mi hermano Luis Enrique estaba de
acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de m�sicos, y el alcalde
permiti� por caridad que una de las mulatas lo acompa�ara. Tal vez los hermanos
Vicario hubieran pensado lo mismo a las ocho de la ma�ana, cuando se sintieron a salvo
de los �rabes. En ese momento los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su
ley, y su �nica inquietud era la persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jab�n de
monte y estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron adem�s las
camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidi� tambi�n sus purgaciones y
diur�ticos, y un rollo de gasa est�ril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces
durante la ma�ana. Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan dif�cil a medida que
avanzaba el d�a, que el olor pas� a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando hubiera
podido fundirlos la modorra del calor, Pedro Vicario estaba tan cansado que no pod�a
permanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio le imped�a mantenerse de pie.
El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerr� la orina, y padeci� la
certidumbre espantosa de que no volver�a a dormir en el resto de su vida. �Estuve
despierto once meses�, me dijo, y yo lo conoc�a bastante bien para saber que era cierto.
No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comi� un poco de cada cosa que le
llevaron, y un cuarto de hora despu�s se desat� en una colerina pestilente. A las seis de
la tarde, mientra le hac�an la autopsia al cad�ver de Santiago Nasar, el alcalde fue
llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba convencido de que hab�an envenenado
a su hermano. �Me estaba yendo en aguas -me dijo Pablo Vicario-, y no pod�amos
quitarnos la idea de que eran vainas de los turcos.� Hasta entonces hab�a desbordado
dos veces la letrina port�til, y el guardi�n de vista lo hab�a llevado otras seis al retrete
de la alcald�a. All� lo encontr� el coronel Aponte, enca�onado por la guardia en el
excusado sin puertas, y desagu�ndose con tanta fluidez que no era absurdo pensar en el
veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se estableci� que s�lo hab�a bebido el
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
agua y comido el almuerzo que les mand� Pura Vicario. No obstante, el alcalde qued�
tan impresionado, que se llev� a los presos para su casa con una custodia especial,
hasta que vino el juez de instrucci�n y los traslad� al pan�ptico de Riohacha.
El temor de los gemelos respond�a al estado de �nimo de la calle. No se descartaba
una represalia de los �rabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario, habla pensado en
el veneno. Se supon�a m�s bien que aguardaran la noche para echar gasolina por la
claraboya e incendiar a los prisioneros dentro del calabozo. Pero aun �sa era una
suposici�n demasiado f�cil. Los �rabes constitu�an una comunidad de inmigrantes
pac�ficos que se establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun en los
m�s remotos y pobres, y all� se quedaron vendiendo trapos de colores y baratijas de
feria. Eran unidos, laboriosos y cat�licos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo,
criaban corderos en los patios y cultivaban el or�gano y la berenjena, y su �nica pasi�n
tormentosa eran los juegos de barajas. Los mayores siguieron hablando el �rabe rural
que trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto en familia hasta la segunda
generaci�n, pero los de la tercera, con la excepci�n de Santiago Nasar, les o�an a sus
padres en �rabe y les contestaban en castellano. De modo que no era concebible que
fueran a alterar de pronto su esp�ritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables
pod�amos ser todos. En cambio nadie pens� en una represalia de la familia de Pl�cida
Linero, que fueron gentes de poder y de guerra hasta que se les acab� la fortuna, y que
hab�an engendrado m�s de dos matones de cantina preservados por la sal de su
nombre.
El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visit� a los �rabes familia por familia,
y al menos por esa vez sac� una conclusi�n correcta. Los encontr� perplejos y tristes,
con insignias de duelo en sus altares, y algunos lloraban a gritos sentados en el suelo,
pero ninguno abrigaba prop�sitos de venganza. Las reacciones de la ma�ana hab�an
surgido al calor del crimen, y sus propios protagonistas admitieron que en ning�n caso
habr�an pasado de los golpes. M�s a�n: fue Suseme Abdala, la matriarca centenaria,
quien recomend� la infusi�n prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor que seg�
la colerina de Pablo Vicario y desat� a la vez el manantial florido de su gemelo. Pedro
Vicario cay� entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido concili� su primer
sue�o sin remordimientos. As� los encontr� Pur�sima Vicario a las tres de la madrugada
del martes, cuando el alcalde la llev� a despedirse de ellos.
Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus maridos, por iniciativa del
coronel Aponte. Se fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del agotamiento
p�blico, mientras los �nicos sobrevivientes despiertos de aquel d�a irreparable
est�bamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras se calmaban los �nimos,
seg�n la decisi�n del alcalde, pero no regresaron jam�s. Pura Vicario le envolvi� la cara
con un trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la visti� de rojo
encendido para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante secreto.
Antes de irse le pidi� al padre Amador que confesara a los hijos en la c�rcel, pero Pedro
Vicario se neg�, y convenci� al hermano de que no ten�an nada de que arrepentirse. Se
quedaron solos, y el d�a del traslado a Riohacha estaban ten repuestos y convencidos de
su raz�n, que no quisieron ser sacados de noche, como hicieron con la familia, sino a
pleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario, el padre, muri� poco despu�s. �Se lo llev�
la pena moral�, me dijo �ngela Vicario. Cuando los gemelos fueron absueltos se
quedaron en Riohacha, a s�lo un d�a de viaje de Manaure, donde viv�a la familia. All� fue
Prudencia Cotes a casarse con Pablo Vicario, que aprendi� el oficio del oro en el taller de
su padre y lleg� a ser un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, se
reintegr� tres a�os despu�s a las Fuerzas Armadas, mereci� las insignias de sargento
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
primero, y una ma�ana espl�ndida su patrulla se intern� en territorio de guerrillas
cantando canciones de putas, y nunca m�s se supo de ellos.
Para la inmensa mayor�a s�lo hubo una v�ctima: Bayardo San Rom�n. Supon�an que
los otros protagonistas de la tragedia hab�an cumplido con dignidad, y hasta con cierta
grandeza, la parte de favor que la vida les ten�a se�alada. Santiago Nasa, hab�a expiado
la injuria, los hermanos Vicario hab�an probado su condici�n de hombres, y la hermana
burlada estaba otra vez en posesi�n de su honor. El �nico que lo hab�a perdido todo era
Bayardo San Rom�n. �El pobre Bayardo�, como se le record� durante a�os. Sin
embargo, nadie se hab�a acordado de �l hasta despu�s del eclipse de luna, el s�bado
siguiente, cuando el viudo de Mus le cont� al alcalde que hab�a visto un p�jaro
fosforescente aleteando sobre su antigua casa, y pensaba que era el �nima de su esposa
que andaba reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada que no ten�a
nada que ver con la visi�n del viudo.
-�Carajo! -grit�-. �Se me hab�a olvidado ese pobre hombre!
Subi� a la colina con una patrulla, y encontr� el autom�vil descubierto frente a la
quinta, y vio una luz solitaria en el dormitorio, pero nadie respondi� a sus llamados. As�
que forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del
eclipse. �Las cosas parec�an debajo del agua�, me cont� el alcalde. Bayardo San Rom�n
estaba inconsciente en la cama, todav�a como lo hab�a visto Pura Vicario en la
madrugada del lunes con el pantal�n de fantas�a y la camisa de seda, pero sin los
zapatos. Hab�a botellas vac�as por el suelo, y muchas m�s sin abrir junto a la cama, pero
ni un rastro de comida. �Estaba en el �ltimo grado de intoxicaci�n et�lica�, me dijo el
doctor Dionisio Iguar�n, que lo hab�a atendido de emergencia. Pero se recuper� en
pocas horas, y tan pronto como recobr� la raz�n los ech� a todos de la casa con los
mejores modos de que fue capaz.
-Que nadie me joda -dijo-. Ni mi pap� con sus pelotas de veterano.
El alcalde inform� del episodio al general Petronio San Rom�n, hasta la �ltima frase
literal, con un telegrama alarmante.
El general San Rom�n debi� tomar al pie de la letra la voluntad del hijo, porque no
vino a buscarlo, sino que mand� a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres
mayores que parec�an ser sus hermanas. Vinieron en un buque de carga, cerradas de
luto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San Rom�n, y con los cabellos sueltos de
dolor. Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la
colina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio d�a, arranc�ndose mechones
de ra�z y llorando con gritos tan desgarradores que parec�an de j�bilo. Yo las vi pasar
desde el balc�n de Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelo
como �se s�lo pod�a fingirse para ocultar otras verg�enzas mayores.
El coronel L�zaro Aponte las acompa�� a la casa de la colina, y luego subi� el doctor
Dionisio Iguar�n en su mula de urgencias. Cuando se alivi� el sol, dos hombres del
municipio bajaron a Bayardo San Rom�n en una hamaca colgada de un palo, tapado
hasta la cabeza con una manta y con el s�quito de pla�ideras. Magdalena Oliver crey�
que estaba muerto.
-�Collons de d�u -exclam�-, qu� desperdicio!
Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo,
porque el brazo derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se
lo pon�a dentro de la hamaca se le volv�a a descolgar, de modo que dej� un rastro en la
tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque. Eso fue lo �ltimo que
nos qued� de �l: un recuerdo de v�ctima.
36
Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo sub�amos a explorarla en noches de
parranda cuando volv�amos de vacaciones, y cada vez encontr�bamos menos cosas de
valor en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de mano que
�ngela Vicario le hab�a pedido a su madre la noche de bodas, pero no le dimos ninguna
importancia. Lo que encontramos dentro parec�an ser los afeites naturales para la
higiene y la belleza de una mujer, y s�lo conoc� su verdadera utilidad cuando �ngela
Vicario me cont� muchos a�os m�s tarde cu�les fueron los artificios de comadrona que
le hab�an ense�ado para enga�ar al esposo. Fue el �nico rastro que dej� en el que fuera
su hogar de casada por cinco horas.
A�os despu�s, cuando volv� a buscar los �ltimos testimonios para esta cr�nica, no
quedaban tampoco ni los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas hab�an ido
desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia empecinada del coronel L�zaro
Aponte, inclusive el escaparate de seis lunas de cuerpo entero que los maestros cantores
de Mompox hab�an tenido que armar dentro de la casa, pues no cab�a por las puertas. Al
principio, el viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos p�stumos de la
esposa para llevarse lo que era suyo. El coronel L�zaro Aponte se burlaba de �l. Pero
una noche se le ocurri� oficiar una misa de espiritismo para esclarecer el misterio, y el
alma de Yolanda de Mus le confirm� de su pu�o y letra que en efecto era ella quien
estaba recuperando para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad. La quinta
empez� a desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta, y al final
no qued� sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante muchos a�os no se volvi�
a saber nada de su due�o. Hay una declaraci�n suya en el sumario, pero es tan breve y
convencional, que parece remendada a �ltima hora para cumplir con una f�rmula
ineludible. La �nica vez que trat� de hablar con �l, 23 a�os m�s tarde, me recibi� con
una cierta agresividad, y se neg� a aportar el dato m�s �nfimo que permitiera clarificar
un poco su participaci�n en el drama. En todo caso, ni siquiera sus padres sab�an de �l
mucho m�s que nosotros, ni ten�an la menor idea de qu� vino a hacer en un pueblo
extraviado sin otro prop�sito aparente que el de casarse con una mujer que no hab�a
visto nunca.
De �ngela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de r�fagas que me inspiraron una
imagen idealizada. Mi hermana la monja anduvo alg�n tiempo por la alta Guajira
tratando de convertir a los �ltimos id�latras, y sol�a detenerse a conversar con ella en la
aldea abrasada por la sal del Caribe donde su madre hab�a tratado de enterrarla en vida.
�Saludos de tu prima�, me dec�a siempre. Mi hermana Margot, que tambi�n la visitaba
en los primeros a�os, me cont� que hab�an comprado una casa de material con un patio
muy grande de vientos cruzados, cuyo �nico problema eran las noches de mareas altas,
porque los retretes se desbordaban y los pescados amanec�an dando saltos en los
dormitorios. Todos los que la vieron en esa �poca coincid�an en que era absorta y diestra
en la m�quina de bordar, y que a trav�s de su industria hab�a logrado el olvido.
Mucho despu�s, en una �poca incierta en que trataba de entender algo de m� mismo
vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegu� por
casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar,
bordando a m�quina en la hora de m�s calor, hab�a una mujer de medio luto con
antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con
un canario que no paraba de cantar. Al verla as�, dentro del marco id�lico de la ventana,
no quise creer que aquella mujer fuera la que yo cre�a, porque me resist�a a admitir que
la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: �ngela Vicario
23 a�os despu�s del drama.
37
Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Me trat� igual que siempre, como un primo remoto, y contest� a mis preguntas con
muy buen juicio y con sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba
trabajo creer que fuera la misma. Lo que m�s me sorprendi� fue la forma en que hab�a
terminado por entender su propia vida. Al cabo de pocos minutos ya no me pareci� tan
envejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y no ten�a
nada en com�n con la que hab�an obligado a casarse sin amor a los 20 a�os. Su madre,
de una vejez mal entendida, me recibi� como a un fantasma dif�cil. Se neg� a hablar del
pasado, y tuve que conformarme para esta cr�nica con algunas frases sueltas de sus
conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Hab�a hecho
m�s que lo posible para que �ngela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le
malogr� los prop�sitos, porque nunca hizo ning�n misterio de su desventura. Al
contrario: a todo el que quiso o�rla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nunca
se hab�a de aclarar: qui�n fue, y c�mo y cu�ndo, el verdadero causante de su perjuicio,
porque nadie crey� que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenec�an a dos
mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar
era demasiado altivo para fijarse en ella. �Tu prima la boba�, me dec�a, cuando ten�a
que mencionarla. Adem�s, como dec�amos entonces, �l era un gavil�n pollero. Andaba
solo, igual que su padre, cort�ndole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba a
despuntar por esos montes, pero nunca se le conoci� dentro del pueblo otra relaci�n
distinta de la convencional que manten�a con Flora Miguel, y de la tormentosa que lo
enloqueci� durante catorce meses con Mar�a Alejandrina Cervantes. La versi�n m�s
corriente, tal vez por ser la m�s perversa, era que �ngela Vicario estaba protegiendo a
alguien a quien de veras amaba, y hab�a escogido el nombre de Santiago Nasar porque
nunca pens� que sus hermanos se atrever�an contra �l. Yo mismo trat� de arrancarle
esta verdad cuando la visit� por segunda vez con todos mis argumentos en orden, pero
ella apenas si levant� la vista del bordado para rebatirlos.
-Ya no le des m�s vueltas, primo -me dijo-. Fue �l.
Todo lo dem�s lo cont� sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Cont�
que sus amigas la hab�an adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hasta
que perdiera el sentido, que aparentara m�s verg�enza de la que sintiera para que �l
apagara la luz, que se hiciera un lavado dr�stico de aguas de alumbre para fingir la
virginidad, y que manchara la s�bana con mercurio cromo para que pudiera exhibirla al
d�a siguiente en su patio de reci�n casada. S�lo dos cosas no tuvieron en cuenta sus
coberteras: la excepcional resistencia de bebedor de Bayardo San Rom�n, y la decencia
pura que �ngela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre.
�No hice nada de lo que me dijeron -me dijo-, porque mientras m�s lo pensaba m�s me
daba cuenta de que todo aquello era una porquer�a que no se le pod�a hacer a nadie, y
menos al pobre hombre que hab�a tenido la mala suerte de casarse conmigo.� De modo
que se dej� desnudar sin reservas en el dormitorio iluminado, a salvo ya de todos los
miedos aprendidos que le hab�an malogrado la vida. �Fue muy f�cil -me dijo-, porque
estaba resuelta a morir.�
La verdad es que hablaba de su desventura sin ning�n pudor para disimular la otra
desventura, la verdadera, que le abrasaba las entra�as. Nadie hubiera sospechado
siquiera, hasta que ella se decidi� a cont�rmelo, que Bayardo San Rom�n estaba en su
vida para siempre desde que la llev� de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. �De
pronto, cuando mam� empez� a pegarme, empec� a acordarme de �l�, me dijo. Los
pu�etazos le dol�an menos porque sab�a que eran por �l. Sigui� pensando en �l con un
cierto asombro de s� misma cuando sollozaba tumbada en el sof� del comedor. �No
lloraba por los golpes ni por nada de lo que hab�a pasado -me dijo-: lloraba por �l.�
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Segu�a pensando en �l mientra su madre le pon�a compresas de �rnica en la cara, y m�s
a�n cuando oy� la griter�a en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madre
entr� a decirle que ahora pod�a dormir, pues lo peor hab�a pasado.
Llevaba mucho tiempo pensando en �l sin ninguna ilusi�n cuando tuvo que acompa�ar
a su madre a un examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en el
Hotel del Puerto, a cuyo due�o conoc�an, y Pura Vicario pidi� un vaso de agua en la
cantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando �sta vio su propio
pensamiento reflejado en los espejos repetidos de la sala. �ngela Vicario volvi� la cabeza
con el �ltimo aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego
mir� otra vez a su madre con el coraz�n hecho trizas. Pura Vicario hab�a acabado de
beber, se sec� los labios con la manga y le sonri� desde el mostrador con los lentes
nuevos. En esa sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, �ngela Vicario la vio tal
como era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos. �Mierda�, se dijo.
Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tir�
en la cama a llorar durante tres d�as.
Naci� de nuevo. �Me volv� loca por �l -me dijo-, loca de remate.� Le bastaba cerrar
los ojos para verlo, lo o�a respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje de
su cuerpo en la cama. A fines de esa semana, sin haber conseguido un minuto de
sosiego, le escribi� la primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le contaba
que lo hab�a visto salir del hotel, y que le habr�a gustado que �l la hubiera visto. Esper�
en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar, le mand� otra carta
en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo �nico prop�sito parec�a ser reprocharle
su falta de cortes�a. Seis meses despu�s hab�a escrito seis cartas sin respuestas, pero se
conform� con la comprobaci�n de que �l las estaba recibiendo.
Due�a por primera vez de su destino, �ngela Vicario descubri� entonces que el odio y
el amor son pasiones rec�procas. Cuantas m�s cartas mandaba, m�s encend�a las brasas
de su fiebre, pero m�s calentaba tambi�n el rencor feliz que sent�a contra su madre. �Se
me revolv�an las tripas de s�lo verla -me dijo-, pero no pod�a verla sin acordarme de �l.�
Su vida de casada devuelta segu�a siendo tan simple corno la de soltera, siempre
bordando a m�quina con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y p�jaros de
papel, pero cuando su madre se acostaba permanec�a en el cuarto escribiendo cartas sin
porvenir hasta la madrugada. Se volvi� l�cida, imperiosa, maestra de su albedr�o, y
volvi� a ser virgen s�lo para �l, y no reconoci� otra autoridad que la suya ni m�s
servidumbre que la de su obsesi�n.
Escribi� una carta semanal durante media vida. �A veces no se me ocurr�a qu� decir
-me dijo muerta de risa-, pero me bastaba con saber que �l las estaba recibiendo.� Al
principio fueron esquelas de compromiso, despu�s fueron papelitos de amante furtiva,
billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por
�ltimo fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba
enfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derram�
el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agreg� una posdata: �En
prueba de mi amor te env�o mis l�grimas�. En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba
de su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consigui�
su complicidad. Lo �nico que no se le ocurri� fue renunciar. Sin embargo, �l parec�a
insensible a su delirio: era como escribirle a nadie.
Una madrugada de vientos, por el a�o d�cimo, la despert� la certidumbre de que �l
estaba desnudo en su cama. Le escribi� entonces una carta febril de veinte pliegos en la
que solt� sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el coraz�n desde su
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
noche funesta. Le habl� de las lacras eternas que �l hab�a dejado en su cuerpo, de la sal
de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entreg� a la empleada del
correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para llevarse las cartas, y se
qued� convencida de que aquel desahogo terminal seria el �ltimo de su agon�a. Pero no
hubo respuesta. A partir de entonces ya no era consciente de lo que escrib�a, ni a qui�n
le escrib�a a ciencia cierta, pero sigui� escribiendo sin cuartel durante diecisiete a�os.
Un medio d�a de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sinti� que alguien llegaba
a la puerta. No tuvo que mirar para saber qui�n era. �Estaba gordo y se le empezaba a
caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca -me dijo-. �Pero era �l, carajo,
era �l!� Se asust�, porque sab�a que �l la estaba viendo tan disminuida como ella lo
estaba viendo a �l, y no cre�a que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo.
Ten�a la camisa empapada de sudor, como lo hab�a visto la primera vez en la feria, y
llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata.
Bayardo San
Rom�n dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras at�nitas, y puso las
alforjas en la m�quina de coser.
-Bueno -dijo-, aqu� estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil
cartas que ella le hab�a escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos
con cintas de colores, y todas sin abrir.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Durante a�os no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada
hasta entonces por tantos h�bitos lineales, hab�a empezado a girar de golpe en torno de
una misma ansiedad com�n. Nos sorprend�an los gallos del amanecer tratando de
ordenar las numerosas casualidades encadenadas que hab�an hecho posible el absurdo,
y era evidente que no lo hac�amos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque
ninguno de nosotros pod�a seguir viviendo sin saber con exactitud cu�l era el sitio y la
misi�n que le hab�a asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que lleg� a ser un cirujano notable,
no pudo explicarse nunca por qu� cedi� al impulso de esperar dos horas donde sus
abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la casa de sus padres,
que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo. Pero la mayor�a de
quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se
consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los
cuales s�lo tienen acceso los due�os del drama. �La honra es el amor�, le o�a decir a mi
madre. Hortensia Baute, cuya �nica participaci�n fue haber visto ensangrentados dos
cuchillos que todav�a no lo estaban, se sinti� tan afectada por la alucinaci�n que cay� en
una crisis de penitencia, y un d�a no pudo soportarla m�s y se ech� desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fug� por despecho con un teniente de
fronteras que la prostituy� entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadrona
que hab�a ayudado a nacer a tres generaciones, sufri� un espasmo de la vejiga cuando
conoci� la noticia, y hasta el d�a de su muerte necesit� una sonda para orinar. Don
Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad a
los 86 a�os, se levant� por �ltima vez para ver c�mo desguazaban a Santiago Nasar
contra la puerta cerrada de su propia casa, y no sobrevivi� a la conmoci�n. Pl�cida
Linero hab�a cerrado esa puerta en el �ltimo instante, pero se liber� a tiempo de la
culpa. �La cerr� porque Divina Flor me jur� que hab�a visto entrar a mi hijo -me cont�-,
y no era cierto.� Por el contrario, nunca se perdon� el haber confundido el augurio
magn�fico de los �rboles con el infausto de los p�jaros, y sucumbi� a la perniciosa
costumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina.
Doce d�as despu�s del crimen, el instructor del sumario se encontr� con un pueblo en
carne viva. En la s�rdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo caf� de olla
con ron de ca�a contra los espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo para
encauzar a la muchedumbre que se precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de
exhibir su propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todav�a el
vestido de pa�o negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el emblema de su
promoci�n, y las �nfulas y el lirismo del prim�paro feliz. Pero nunca supe su nombre.
Todo lo que sabemos de su car�cter es aprendido en el sumario, que numerosas
personas me ayudaron a buscar veinte a�os despu�s del crimen en el Palacio de justicia
de Riohacha. No exist�a clasificaci�n alguna en los archivos, y m�s de un siglo de
expedientes estaban amontonados en el suelo del decr�pito edificio colonial que fuera
por dos d�as el cuartel general de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el mar
de leva, y los vol�menes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo explor�
muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y s�lo
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
una casualidad me permiti� rescatar al cabo de cinco a�os de b�squeda unos 322
pliegos salteados de los m�s de 500 que debi� de tener el sumario.
El nombre del juez no apareci� en ninguno, pero es evidente que era un hombre
abrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda hab�a le�do a los cl�sicos espa�oles, y
algunos latinos, y conoc�a muy bien a Nietzsche, que era el autor de moda entre los
magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no s�lo por el color de la tinta,
parec�an escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le hab�a tocado en
suerte, que muchas veces incurri� en distracciones l�ricas contrarias al rigor de su
ciencia. Sobre todo, nunca le pareci� leg�timo que la vida se sirviera de tantas
casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte
tan anunciada.
Sin embargo, lo que m�s le hab�a alarmado al final de su diligencia excesiva fue no
haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos veros�mil, de que Santiago Nasar
hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de �ngela Vicario que
hab�an sido sus c�mplices en el enga�o siguieron contando durante mucho tiempo que
ella las hab�a hecho part�cipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les hab�a
revelado ning�n nombre. En el sumario declararon: �Nos dijo el milagro pero no el
santo�. �ngela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le
pregunt� con su estilo lateral si sab�a qui�n era el difunto Santiago Nasar, ella le
contest� impasible:
-Fue mi autor.
As� consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisi�n de modo ni de lugar.
Durante el juicio, que s�lo dur� tres d�as, el representante de la parte civil puso su
mayor empe�o en la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez instructor
ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor parece por
momentos desvirtuada por la desilusi�n. En el folio 416, de su pu�o y letra y con la tinta
roja del boticario, escribi� una nota marginal: Dadme un prejuicio y mover� el mundo.
Debajo de esa par�frasis de desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de sangre,
dibuj� un coraz�n atravesado por una flecha. Para �l, como para los amigos m�s
cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de �ste en las �ltimas horas fue
una prueba terminante de su inocencia.
La ma�ana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no hab�a tenido un instante de
duda, a pesar de que sab�a muy bien cu�l hubiera sido el precio de la injuria que le
imputaban. Conoc�a la �ndole mojigata de su mundo, y deb�a saber que la naturaleza
simple de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie conoc�a muy bien a
Bayardo San Rom�n, pero Santiago Nasar lo conoc�a bastante para saber que debajo de
sus �nfulas mundanas estaba tan subordinado como cualquier otro a sus prejuicios de
origen. De manera que su despreocupaci�n consciente hubiera sido suicida. Adem�s,
cuando supo por fin en el �ltimo instante que los hermanos Vicario lo estaban esperando
para matarlo, su reacci�n no fue de p�nico, como tanto se ha dicho, sino que fue m�s
bien el desconcierto de la inocencia.
Mi impresi�n personal es que muri� sin entender su muerte. Despu�s de que le
prometi� a mi hermana Margot que ir�a a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya se lo
llev� del brazo por el muelle, y ambos parec�an tan desprevenidos que suscitaron
ilusiones falsas. �Iban tan contentos -me dijo Meme Loaiza-, que le di gracias a Dios,
porque pens� que el asunto se hab�a arreglado.� No todos quer�an tanto a Santiago
Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el due�o de la planta el�ctrica, pensaba que su
serenidad no era inocencia sino cinismo. �Cre�a que su plata lo hac�a intocable�, me
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Gabriel Garc�a M�rquez
dijo. Fausta L�pez, su mujer, coment�: �Como todos los turcos�. Indalecio Pardo
acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le hab�an dicho que
tan pronto como se fuera el obispo matar�an a Santiago Nasar. Pens�, como tantos
otros, que eran fantas�as de amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver que era
cierto, y le pidi� que alcanzara a Santiago Nasar para prevenirlo.
-Ni te moleste -le dijo Pedro Vicario-: de todos modos es como si ya estuviera muerto.
Era un desaf�o demasiado evidente. Los gemelos conoc�an los v�nculos de Indalecio
Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el
crimen sin que ellos quedaran en verg�enza. Pero Indalecio Pardo encontr� a Santiago
Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto,
y no se atrevi� a prevenirlo. �Se me afloj� la pasta�, me dijo. Le dio una palmada en el
hombro a cada uno, y los dej� seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban
abismados en las cuentas de la boda.
La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitud
apretada, pero Escol�stica Cisneros crey� observar que los dos amigos caminaban en el
centro sin dificultad, dentro de un c�rculo vac�o, porque la gente sab�a que Santiago
Nasar iba a morir, y no se atrev�an a tocarlo. Tambi�n Cristo Bedoya recordaba una
actitud distinta hacia ellos. �Nos miraban como si llev�ramos la cara pintada�, me dijo.
M�s a�n: Sara Noriega abri� su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban,
y se espant� con la palidez de Santiago Nasar. Pero �l la tranquiliz�.
-�Imag�nese, ni�a Sara -le dijo sin detenerse-, con este guayabo!
Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burl�ndose de los
que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invit� a Santiago Nasar a tomar caf�.
�Fue para ganar tiempo mientras pensaba�, me dijo. Pero Santiago Nasar le contest�
que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. �Me hice bolas
-me explic� Celeste Dangond- pues de pronto me pareci� que no pod�an matarlo si
estaba tan seguro de lo que iba a hacer.� Yamil Shaium fue el �nico que hizo lo que se
hab�a propuesto. Tan pronto como conoci� el rumor sali� a la puerta de su tienda de
g�neros y esper� a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los �ltimos �rabes que
llegaron con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y segu�a siendo el
consejero hereditario de la familia. Nadie ten�a tanta autoridad como �l para hablar con
Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a causar una
alarma in�til, y prefiri� consultarlo primero con Cristo Bedoya por si �ste estaba mejor
informado. Lo llam� al pasar. Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda a
Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudi� al llamado de Yamil Shaium.
-Hasta el s�bado -le dijo.
Santiago Nasar no le contest�, sino que se dirigi� en �rabe a Yamil Shaium y �ste le
replic� tambi�n en �rabe, torci�ndose de risa. �Era un juego de palabras con que nos
divert�amos siempre�, me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a
ambos su se�al de adi�s con la mano y dobl� la esquina de la plaza. Fue la �ltima vez
que lo vieron.
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la informaci�n de Yamil Shaium
cuando sali� corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo hab�a visto doblar
la esquina, pero no lo encontr� entre los grupos que empezaban a dispersarse en la
plaza. Varias personas a quienes les pregunt� por �l le dieron la misma respuesta:
-Acabo de verlo contigo.
Le pareci� imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos
modos entr� a preguntar por �l, pues encontr� sin tranca y entreabierta la puerta del
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
frente. Entr� sin ver el papel en el suelo, y atraves� la sala en penumbra tratando de no
hacer ruido, porque a�n era demasiado temprano para visitas, pero los perros se
alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su encuentro. Los calm� con las llaves,
como lo hab�a aprendido del due�o, y sigui� acosado por ellos hasta la cocina. En el
corredor se cruz� con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los
pisos de la sala. Ella le asegur� que Santiago Nasar no hab�a vuelto. Victoria Guzm�n
acababa de poner en el fog�n el guiso de conejos cuando �l entr� en la cocina. Ella
comprendi� de inmediato.
�El coraz�n se le estaba saliendo por la boca�, me dijo. Cristo Bedoya le pregunt� si
Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contest� con un candor fingido que a�n no
hab�a llegado a dormir. .
-Es en serio -le dijo Cristo Bedoya-, lo est�n buscando para matarlo.
A Victoria Guzm�n se le olvid� el candor.
-Esos pobres muchachos no matan a nadie -dijo.
-Est�n bebiendo desde el s�bado -dijo Cristo Bedoya.
-Por lo mismo -replic� ella-: no hay borracho que se coma su propia caca.
Cristo Bedoya volvi� a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. �Por
supuesto que no estaba lloviendo -me dijo Cristo Bedoya-. Apenas iban a ser las siete, y
ya entraba un sol dorado por las ventanas.� Le volvi� a preguntar a Divina Flor si estaba
segura de que Santiago Nasar no hab�a entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo
entonces tan segura como la primera vez. Le pregunt� por Pl�cida Linero, y ella le
contest� que hac�a un momento le hab�a puesto el caf� en la mesa de noche, pero no la
hab�a despertado. As� era siempre: despertar�a a las siete, se tomar�a el caf�, y bajar�a a
dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya mir� el reloj: eran las 6.56.
Entonces subi� al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no hab�a
entrado.
La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar hab�a
salido a trav�s del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no s�lo conoc�a la casa tan
bien como la suya, sino que ten�a tanta confianza con la familia que empuj� la puerta del
dormitorio de Pl�cida Linero para pasar desde all� al dormitorio contiguo. Un haz de sol
polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca, de
costado, con la mano de novia en la mejilla, ten�a un aspecto irreal. �Fue como una
aparici�n�, me dijo Cristo Bedoya. La contempl� un instante, fascinado por su belleza, y
luego atraves� el dormitorio en silencio, pas� de largo frente al ba�o, y entr� en el
dormitorio de Santiago Nasar. La cama segu�a intacta, y en el sill�n estaba el sombrero
de jinete, y en el suelo estaban las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el
reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. �De pronto pens� que hab�a vuelto
a salir armado�, me dijo Cristo Bedoya. Pero encontr� la magnum en la gaveta de la
mesa de noche. �Nunca hab�a disparado un arma -me dijo Cristo Bedoya-, pero resolv�
coger el rev�lver para llev�rselo a Santiago Nasar.� Se lo ajust� en el cintur�n, por
dentro de la camisa, y s�lo despu�s del crimen se dio cuenta de que estaba descargado.
Pl�cida Linero apareci� en la puerta con el pocillo de caf� en el momento en que �l
cerraba la gaveta.
-�Santo Dios -exclam� ella-, qu� susto me has dado!
Cristo Bedoya tambi�n se asust�. La vio a plena luz, con una bata de alondras
doradas y el cabello revuelto, y el encanto se hab�a desvanecido. Explic� un poco
confuso que hab�a entrado a buscar a Santiago Nasar.
-Se fue a recibir al obispo -dijo Pl�cida Linero.
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
-Pas� de largo -dijo �l.
-Lo supon�a -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre.
No sigui�, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sab�a d�nde
poner el cuerpo. �Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Pl�cida Linero-, pero lo
vi tan confundido que de pronto se me ocurri� que hab�a entrado a robar.� Le pregunt�
qu� le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situaci�n sospechosa, pero
no tuvo valor para revelarle la verdad.
-Es que no he dormido ni un minuto -le dijo.
Se fue sin m�s explicaciones. �De todos modos -me dijo- ella siempre se imaginaba
que le estaban robando.� En la plaza se encontr� con el padre Amador que regresaba a
la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareci� que pudiera hacer
por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando
sinti� que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la
puerta, l�vido y desgre�ado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los
codos, y con el cuchillo basto que �l mismo hab�a fabricado con una hoja de segueta. Su
actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la �nica ni la m�s
visible que intent� en los �ltimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.
-Crist�bal -grit�-: dile a Santiago Nasar que aqu� lo estamos esperando para matarlo.
Cristo Bedoya le habr�a hecho el favor de imped�rselo. �Si yo hubiera sabido disparar
un rev�lver, Santiago Nasar estar�a vivo�, me dijo. Pero la sola idea lo impresion�,
despu�s de todo lo que hab�a o�do decir sobre la potencia devastadora de una bala
blindada.
-Te advierto que est� armado con una magnum capaz de atravesar un motor -grit�.
Pedro Vicario sab�a que no era cierto. �Nunca estaba armado si no llevaba ropa de
montar�, me dijo. Pero de todos modos hab�a previsto que lo estuviera cuando tom� la
decisi�n de lavar la honra de la hermana.
-Los muertos no disparan -grit�.
Pablo Vicario apareci� entonces en la puerta. Estaba tan p�lido como el hermano, y
ten�a puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el peri�dico. �Si no hubiera
sido por eso -me dijo Cristo Bedoya-, nunca hubiera sabido cu�l de los dos era cu�l.�
Clotilde Armenta apareci� detr�s de Pablo Vicario, y le grit� a Cristo Bedoya que se diera
prisa, porque en este pueblo de maricas s�lo un hombre como �l pod�a impedir la
tragedia.
Todo lo que ocurri� a partir de entonces fue del dominio p�blico. La gente que
regresaba del puerto, alertada por los gritos, empez� a tomar posiciones en la plaza
para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les pregunt� a varios conocidos por Santiago
Nasar, pero nadie lo hab�a visto. En la puerta del Club Social se encontr� con el coronel
L�zaro Aponte y le cont� lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde
Armenta.
-No puede ser -dijo el coronel Aponte-, porque yo los mand� a dormir.
Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo Bedoya.
-No puede ser, porque yo se los quit� antes de mandarlos a dormir -dijo el alcalde-.
Debe ser que los viste antes de eso.
-Los vi hace dos minutos y cada uno ten�a un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo
Bedoya.
-�Ah carajo -dijo el alcalde-, entonces debi� ser que volvieron con otros!
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
Prometi� ocuparse de eso al instante, pero entr� en el Club Social a confirmar una cita
de domin� para esa noche, y cuando volvi� a salir ya estaba consumado el crimen.
Cristo Bedoya cometi� entonces su �nico error mortal: pens� que Santiago Nasar hab�a
resuelto a �ltima hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y all� se
fue a buscarlo. Se apresur� por la orilla del r�o, pregunt�ndole a todo el que encontraba
si lo hab�an visto pasar, pero nadie le dio raz�n. No se alarm�, porque hab�a otros
caminos para nuestra casa. Pr�spera Arango, la cachaca, le suplic� que hiciera algo por
su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendici�n fugaz
del obispo. �Yo lo hab�a visto al pasar -me dijo mi hermana Margot-, y ya ten�a cara de
muerto.� Cristo Bedoya demor� cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y
prometi� volver m�s tarde para un recurso de urgencia, pero perdi� tres minutos m�s
ayudando a Pr�spera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvi� a salir sinti�
gritos remotos y le pareci� que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.
Trat� de correr, pero se lo impidi� el rev�lver mal ajustado en la cintura. Al doblar la
�ltima esquina reconoci� de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo
menor.
-Luisa Santiaga -le grit�-: d�nde est� su ahijado.
Mi madre se volvi� apenas con la cara ba�ada en l�grimas.
-�Ay, hijo -contest�-, dicen que lo mataron!
As� era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar hab�a entrado en la casa
de Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la esquina donde �l lo vio por �ltima vez.
�No se me ocurri� que estuviera ah� -me dijo- porque esa gente no se levantaba nunca
antes de medio d�a.� Era una versi�n corriente que la familia entera dorm�a hasta las
doce por orden de Nahir Miguel, el var�n sabio de la comunidad. �Por eso Flora Miguel,
que ya no se cocinaba en dos aguas, se manten�a como una rosa�, dice Mercedes. La
verdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran
gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se hab�an
puesto de acuerdo para casarlos. Santiago Nasar acept� el compromiso en plena
adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque ten�a del matrimonio la
misma concepci�n utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una
cierta condici�n floral, pero carec�a de gracia y de juicio y hab�a servido de madrina de
bodas a toda su generaci�n, de modo que el convenio fue para ella una soluci�n
providencial. Ten�an un noviazgo f�cil, sin visitas formales ni inquietudes del coraz�n. La
boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la pr�xima Navidad.
Flora Miguel despert� aquel lunes con los primeros bramidos del buque del obispo, y
muy poco despu�s se enter� de que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago
Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la �nica que habl� con ella despu�s de la
desgracia, le dijo que no recordaba siquiera qui�n se lo hab�a dicho. �S�lo s� que a las
seis de la ma�ana todo el mundo lo sab�a�, le dijo. Sin embargo, le pareci� inconcebible
que a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurri� que lo iban a casar a
la fuerza con �ngela Vicario para que le devolviera la honra. Sufri� una crisis de
humillaci�n. Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su dormitorio
llorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le hab�a
mandado desde el colegio.
Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago
Nasar raspaba con las llaves la tela met�lica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba
esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no pod�a verla desde la
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a trav�s de la red met�lica desde antes de que
la raspara con las llaves.
-Entra -le dijo.
Nadie, ni siquiera un m�dico, hab�a entrado en esa casa a las 6.45 de la ma�ana.
Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y hab�a
tanta gente pendiente de �l en la plaza, que no era comprensible que nadie lo viera
entrar en casa de su novia. El juez instructor busc� siquiera una persona que lo hubiera
visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero no fue posible encontrarla. En el
folio 382 del sumario escribi� otra sentencia marginal con tinta roja: La fatalidad nos
hace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entr� por la puerta principal, a la vista
de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de
c�lera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que sol�a llevar en las
ocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos.
Aqu� tienes -le dijo-. �Y ojal� te maten!
Santiago Nasar qued� tan perplejo, que el cofre se le cay� de las manos, y sus cartas
sin amor se regaron por el suelo. Trat� de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio, pero
ella cerr� la puerta y puso la aldaba. Toc� varias veces, y la llam� con una voz
demasiado apremiante para la hora, as� que toda la familia acudi� alaranada. Entre
consangu�neos y pol�ticos, mayores y menores de edad, eran m�s de catorce. El �ltimo
que sali� fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que
trajo de su tierra, y que siempre us� dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era
inmenso y parsimonioso, pero lo que m�s me impresionaba era el fulgor de su
autoridad.
-Flora -llam� en su lengua-. Abre la puerta.
Entr� en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a Santiago
Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poni�ndolas en el
cofre. �Parec�a una penitencia�, me dijeron. Nahir Miguel sali� del dormitorio al cabo de
unos minutos, hizo una se�al con la mano y la familia entera desapareci�.
Sigui� hablando en �rabe a Santiago Nasar. �Desde el primer momento comprend�
que no ten�a la menor idea de lo que le estaba diciendo�, me dijo. Entonces le pregunt�
en concreto si sab�a que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo. �Se puso
p�lido, y perdi� de tal modo el dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo�,
me dijo. Coincidi� en que su actitud no era tanto de miedo como de turbaci�n.
-T� sabr�s si ellos tienen raz�n, o no -le dijo-. Pero en todo caso, ahora no te quedan
sino dos caminos: o te escondes aqu�, que es tu casa, o sales con mi rifle.
-No entiendo un carajo -dijo Santiago Nasar.
Fue lo �nico que alcanz� a decir, y lo dijo en castellano. �Parec�a un pajarito mojado�,
me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque �l no sab�a d�nde
dejarlo para abrir la puerta.
-Ser�n dos contra uno -le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se hab�a situado en la plaza como en los d�as de
desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sab�a que lo iban a matar,
y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien grit�
desde un balc�n: �Por ah� no, turco, por el puerto viejo�. Santiago Nasar busc� la voz.
Yamil Shaium le grit� que se metiera en su tienda, y entr� a buscar su escopeta de caza,
pero no record� d�nde hab�a escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a
gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al rev�s y al derecho, deslumbrado por
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Cr�nica de una muerte anunciada
Gabriel Garc�a M�rquez
tantas voces a la vez. Era evidente que se dirig�a a su casa por la puerta de la cocina,
pero de pronto debi� darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
Ah� viene -dijo Pedro Vicario.
Ambos lo hab�an visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quit� el saco, lo puso en el
taburete, y desenvolvi� el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin
ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarr� a Pedro
Vicario por la camisa y le grit� a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar.
Fue un grito tan apremiante que apag� a los otros. �Al principio se asust� -me dijo
Clotilde Armenta-, porque no sab�a qui�n le estaba gritando, ni de d�nde.� Pero cuando
la vio a ella vio tambi�n a Pedro Vicario, que la tir� por tierra con un empell�n, y alcanz�
al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y corri� hacia la
puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzm�n le hab�a contado a Pl�cida Linero
lo que ya todo el mundo sab�a. Pl�cida Linero era una mujer de nervios firmes, as� que
no dej� traslucir ning�n signo de alarma. Le pregunt� a Victoria Guzm�n si le hab�a
dicho algo a su hijo, y ella le minti� a conciencia, pues contest� que todav�a no sab�a
nada cuando �l baj� a tomar el caf�. En la sala, donde segu�a trapeando los pisos, Divina
Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entr� por la puerta de la plaza y subi� por
las escaleras de buque de los dormitorios. �Fue una visi�n n�tida�, me cont� Divina Flor.
�Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me pareci� un
ramo de rosas.� De modo que cuando Pl�cida Linero le pregunt� por �l, Divina Flor la
tranquiliz�.
-Subi� al cuarto hace un minuto -le dijo.
Pl�cida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pens� en recogerlo, y s�lo se
enter� de lo que dec�a cuando alguien se lo mostr� m�s tarde en la confusi�n de la
tragedia. A trav�s de la puerta vio a los hermanos Vicario que ven�an corriendo hacia la
casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encontraba pod�a verlos a
ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corr�a desde otro �ngulo hacia la puerta.
�Pens� que quer�an meterse para matarlo dentro de la casa�, me dijo. Entonces corri�
hacia la puerta y la cerr� de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oy� los gritos de
Santiago Nasar, y oy� los pu�etazos de terror en la puerta, pero crey� que �l estaba
arriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balc�n de su dormitorio. Subi� a
ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerr� la
puerta. Alcanz� a golpear varias veces con los pu�os, y en seguida se volvi� para
enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. �Me asust� cuando lo vi de frente ---me
dijo Pablo Vicario-, porque me pareci� como dos veces m�s grande de lo que era.�
Santiago Nasar levant� la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atac�
por el flanco derecho con el cuchillo recto.
-�Hijos de puta! -grit�.
El cuchillo le atraves� la palma de la mano derecha, y luego se le hundi� hasta el
fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor.
-�Ay mi madre!
Pedro Vicario volvi� a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asest� un
segundo golpe casi en el mismo lugar. �Lo raro es que el cuchillo volv�a a salir limpio
-declar� Pedro Vicario al instructor-. Le hab�a dado por lo menos tres veces y no hab�a
una gota de sangre.� Santiago Nasar se torci� con los brazos cruzados sobre el vientre
despu�s de la tercera cuchillada, solt� un quejido de becerro, y trat� de darles la
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Gabriel Garc�a M�rquez
espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asest�
entonces la �nica cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presi�n le empap�
la camisa. �Ol�a como �l�, me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les dio
otra vez el frente, y se apoy� de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor
resistencia, como si s�lo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales.
�No volvi� a gritar --dijo Pedro Vicario al instructor-. Al contrario: me pareci� que se
estaba riendo.� Entonces ambos siguieron acuchill�ndolo contra la puerta, con golpes
alternos y f�ciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado
del miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen. �Me
sent�a como cuando uno va corriendo en un caballo�, declar� Pablo Vicario. Pero ambos
despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo les
parec�a que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. ��Mierda, primo -me dijo
Pablo Vicario-, no te imaginas lo dif�cil que es matar a un hombre!� Tratando de acabar
para siempre, Pedro Vicario le busc� el coraz�n, pero se lo busc� casi en la axila, donde
lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no ca�a porque ellos mismos lo estaban
sosteniendo a cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo
horizontal en el vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosi�n. Pedro
Vicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torci� de horror, y le dio un tajo
extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneci� todav�a un instante apoyado contra
la puerta, hasta que vio sus propias v�sceras al sol, limpias y azules, y cay� de rodillas.
Despu�s de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber d�nde otros gritos
que no eran los suyos, Pl�cida Linero se asom� a la ventana de la plaza y vio a los
gemelos Vicario que corr�an hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil
Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros �rabes desarmados y Pl�cida
Linero pens� que hab�a pasado el peligro. Luego sali� al balc�n del dormitorio, y vio a
Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su
propia sangre. Se incorpor� de medio lado, y se ech� a andar en un estado de
alucinaci�n, sosteniendo con las manos las v�sceras colgantes.
Camin� m�s de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la
puerta de la cocina. Tuvo todav�a bastante lucidez para no ir por la calle, que era el
trayecto m�s largo, sino que entr� por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus
cinco hijos no se hab�an enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta.
�O�mos la griter�a -me dijo la esposa-, pero pensamos que era la fiesta del obispo.�
Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre
llevando en las manos el racimo de sus entra�as. Poncho Lanao me dijo: �Lo que nunca
pude olvidar fue el terrible olor a mierda�. Pero Arg�nida Lanao, la hija mayor, cont�
que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y
que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba m�s bello que nunca. Al
pasar frente a la mesa les sonri�, y sigui� a trav�s de los dormitorios hasta la salida
posterior de la casa. �Nos quedamos paralizados de susto�, me dijo Arg�nida Lanao. Mi
t�a Wenefrida M�rquez estaba desescamando un s�balo en el patio de su casa al otro
lado del r�o, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso
firme el rumbo de su casa.
-�Santiago, hijo --le grit�-, qu� te pasa!
Santiago Nasar la reconoci�.
-Que me mataron, ni�a Wene -dijo.
Tropez� en el �ltimo escal�n, pero se incorpor� de inmediato. �Hasta tuvo el cuidado
de sacudir con la mano la tierra que le qued� en las tripas�, me dijo mi t�a Wene.
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Despu�s entr� en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se
derrumb� de bruces en la cocina.
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