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February 5, 2017 21:13
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Cronicas de una muerte anunciada en texto plano
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El d�a en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levant� a las 5.30 de la ma�ana para | |
esperar el buque en que llegaba el obispo. Hab�a so�ado que atravesaba un bosque de | |
higuerones donde ca�a una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sue�o, pero al | |
despertar se sinti� por completo salpicado de cagada de p�jaros. �Siempre so�aba con | |
�rboles�, me dijo Pl�cida Linero, su madre, evocando 27 a�os despu�s los pormenores | |
de aquel lunes ingrato. �La semana anterior hab�a so�ado que iba solo en un avi�n de | |
papel de esta�o que volaba sin tropezar por entre los almendros�, me dijo. Ten�a una | |
reputaci�n muy bien ganada de interprete certera de los sue�os ajenos, siempre que se | |
los contaran en ayunas, pero no hab�a advertido ning�n augurio aciago en esos dos | |
sue�os de su hijo, ni en los otros sue�os con �rboles que �l le hab�a contado en las | |
ma�anas que precedieron a su muerte. | |
Tampoco Santiago Nasar reconoci� el presagio. Hab�a dormido poco y mal, sin | |
quitarse la ropa, y despert� con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre | |
en el paladar, y los interpret� como estragos naturales de la parranda de bodas que se | |
hab�a prolongado hasta despu�s de la media noche. M�s a�n: las muchas personas que | |
encontr� desde que sali� de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo | |
una hora despu�s, lo recordaban un poco so�oliento pero de buen humor, y a todos les | |
coment� de un modo casual que era un d�a muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se | |
refer�a al estado del tiempo. Muchos coincid�an en el recuerdo de que era una ma�ana | |
radiante con una brisa de mar que llegaba a trav�s de los platanales, como era de | |
pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella �poca. Pero la mayor�a estaba de | |
acuerdo en que era un tiempo f�nebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de | |
aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna | |
menuda como la que hab�a visto Santiago Nasar en el bosque del sue�o. Yo estaba | |
reponi�ndome de la parranda de la boda en el regazo apost�lico de Mar�a Alejandrina | |
Cervantes, y apenas si despert� con el alboroto de las campanas tocando a rebato, | |
porque pens� que las hab�an soltado en honor del obispo. | |
Santiago Nasar se puso un pantal�n y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin | |
almid�n, iguales a las que se hab�a puesto el d�a anterior para la boda. Era un atuendo | |
de ocasi�n. De no haber sido por la llegada del obispo se habr�a puesto el vestido de | |
caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de | |
ganado que hered� de su padre, y que �l administraba con muy buen juicio aunque sin | |
mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas, | |
seg�n �l dec�a, pod�an partir un caballo por la cintura. En �poca de perdices llevaba | |
tambi�n sus aperos de cetrer�a. En el armario ten�a adem�s un rifle 30.06 | |
Mannlicher-Sch�nauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22 Hornet con mira telesc�pica | |
de dos poderes, y una Winchester de repetici�n. Siempre dorm�a como durmi� su padre, | |
con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la | |
casa aquel d�a le sac� los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche. | |
�Nunca la dejaba cargada�, me dijo su madre. Yo lo sab�a, y sab�a adem�s que | |
guardaba las armas en un lugar y -escond�a la munici�n en otro lugar muy apartado, de | |
modo que nadie cediera ni por casualidad a la tentaci�n de cargarlas dentro de la casa. | |
Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una ma�ana en que una sirvienta | |
sacudi� la almohada para quitarle la funda, y la pistola se dispar� al chocar contra el | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
suelo, y la bala desbarat� el armario del cuarto, atraves� la pared de la sala, * pas� con | |
un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirti� en polvo de yeso a | |
un santo de tama�o natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza. | |
Santiago Nasar, que entonces era muy ni�o, no olvid� nunca la lecci�n de aquel | |
percance. | |
La �ltima imagen que su madre ten�a de �l era la de su paso fugaz por el dormitorio. | |
La hab�a despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiqu�n | |
del ba�o, y ella encendi� la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la | |
mano, como hab�a de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le cont� entonces el | |
sue�o, pero ella no les puso atenci�n a los �rboles. | |
-Todos los sue�os con p�jaros son de buena salud -dijo. | |
Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posici�n en que la encontr� postrada | |
por las �ltimas luces de la vejez, cuando volv� a este pueblo olvidado tratando de | |
recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas si | |
distingu�a las formas a plena luz, y ten�a hojas medicinales en las sienes para el dolor de | |
cabeza eterno que le dej� su hijo la �ltima vez que pas� por el dormitorio. Estaba de | |
costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y | |
hab�a en la penumbra el olor de bautisterio que me hab�a sorprendido la ma�ana del | |
crimen. | |
Apenas aparec� en el vano. de la puerta me confundi� con el recuerdo de Santiago | |
Nasar. �Ah� estaba�, me dijo. �Ten�a el vestido de lino blanco lavado con agua sola, | |
porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almid�n.� Estuvo un largo | |
rato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina, hasta que se le pas� la | |
ilusi�n de que el hijo hab�a vuelto. Entonces suspir�: �Fue el hombre de mi vida�. | |
Yo lo vi en su memoria. Hab�a cumplido 21 a�os la �ltima semana de enero, y era | |
esbelto y p�lido, y ten�a los p�rpados �rabes y los cabellos rizados de su padre. Era el | |
hijo �nico de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, | |
pero �l parec�a feliz con su padre hasta que �ste muri� de repente, tres a�os antes, y | |
sigui� pareci�ndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella hered� el | |
instinto. De su padre aprendi� desde muy ni�o el dominio de las armas de fuego, el | |
amor por los caballos y la maestranza de las aves de presas altas, pero de �l aprendi� | |
tambi�n las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en �rabe entre ellos, pero | |
no delante de Pl�cida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armados | |
en el pueblo, y la �nica vez que trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una | |
demostraci�n de altaner�a en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo hab�a | |
forzado a abandonar los estudios al t�rmino de la escuela secundaria, para hacerse | |
cargo de la hacienda familiar. Por sus m�ritos propios, Santiago Nasar era alegre y | |
pac�fico, y de coraz�n f�cil. | |
El d�a en que lo iban a matar, su madre crey� que �l se hab�a equivocado de fecha | |
cuando lo vio vestido de blanco. �Le record� que era lunes�, me dijo. Pero �l le explic� | |
que se hab�a vestido de pontifical por si ten�a ocasi�n de besarle el anillo al obispo. Ella | |
no dio ninguna muestra de inter�s. | |
-Ni siquiera se bajar� del buque -le dijo-. Echar� una bendici�n de compromiso, como | |
siempre, y se ir� por donde vino. Odia a este pueblo. | |
Santiago Nasar sab�a que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban una | |
fascinaci�n irresistible. �Es como el cinc�, me hab�a dicho alguna vez. A su madre, en | |
cambio, lo �nico que le interesaba de la llegada del obispo era que el hijo no se fuera a | |
mojar en la lluvia, pues lo hab�a o�do estornudar mientras dorm�a. Le aconsej� que | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
llevara un paraguas, pero �l le hizo un signo de adi�s con la mano y sali� del cuarto. Fue | |
la �ltima vez que lo vio. | |
Victoria Guzm�n, la cocinera, estaba segura de que no hab�a llovido aquel d�a, ni en | |
todo el mes de febrero. �Al contrario�, me dijo cuando vine a verla, poco antes de su | |
muerte. �El sol calent� m�s temprano que en agosto.� Estaba descuartizando tres | |
conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entr� en | |
la cocina. �Siempre se levantaba con cara de mala noche�, recordaba sin amor Victoria | |
Guzm�n. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le sirvi� a Santiago Nasar | |
un taz�n de caf� cerrero con un chorro de alcohol de ca�a, como todos los lunes, para | |
ayudarlo a sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo | |
de la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, ten�a una respiraci�n sigilosa. | |
Santiago Nasar mastic� otra aspirina y se sent� a beber a sorbos lentos el taz�n de caf�, | |
pensando despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que destripaban los conejos | |
en la hornilla. A pesar de la edad, Victoria Guzm�n se conservaba entera. La ni�a, | |
todav�a un poco montaraz, parec�a sofocada por el �mpetu de sus gl�ndulas. Santiago | |
Nasar la agarr� por la mu�eca cuando ella iba a recibirle el taz�n vac�o. | |
-Ya est�s en tiempo de desbravar -le dijo. | |
Victoria Guzm�n le mostr� el cuchillo ensangrentado. | |
-Su�ltala, blanco -le orden� en serio-. De esa agua no beber�s mientras yo est� viva. | |
Hab�a sido seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia. La hab�a | |
amado en secreto varios a�os en los establos de la hacienda, y la llev� a servir en su | |
casa cuando se le acab� el afecto. Divina Flor, que era hija de un marido m�s reciente, | |
se sab�a destinada a la cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le causaba una | |
ansiedad prematura. �No ha vuelto a nacer otro hombre como �se�, me dijo, gorda y | |
mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. �Era id�ntico a su padre -le replic� | |
Victoria Guzm�n-. Un mierda.� Pero no pudo eludir una r�pida r�faga de espanto al | |
recordar el horror de Santiago Nasar cuando ella arranc� de cuajo las entra�as de un | |
conejo y les tir� a los perros el tripajo humeante. | |
-No seas b�rbara -le dijo �l-. Imag�nate que fuera un ser humano. | |
Victoria Guzm�n necesit� casi 20 a�os para entender que un hombre acostumbrado a | |
matar animales inermes expresara de pronto semejante horror. �Dios Santo -exclam� | |
asustada-, de modo que todo aquello fue una revelaci�n!� Sin embargo, ten�a tantas | |
rabias atrasadas la ma�ana del crimen, que sigui� cebando a los perros con las v�sceras | |
de los otros conejos, s�lo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En �sas estaban | |
cuando el pueblo entero despert� con el bramido estremecedor del buque de vapor en | |
que llegaba el obispo. | |
La casa era un antiguo dep�sito de dos pisos, con paredes de tablones bastos y un | |
techo de cinc de dos aguas, sobre el cual velaban los gallinazos por los desperdicios del | |
puerto. Hab�a sido construido en los tiempos en que el r�o era tan servicial que muchas | |
barcazas de mar, e inclusive algunos barcos de altura, se aventuraban hasta aqu� a | |
trav�s de las ci�nagas del estuario. Cuando vino Ibrahim Nasar con los �ltimos �rabes, | |
al t�rmino de las guerras civiles, ya no llegaban los barcos de mar debido a las | |
mudanzas del r�o, y el dep�sito estaba en desuso. Ibrahim Nasar lo compr� a cualquier | |
precio para poner una tienda de importaci�n que nunca puso, y s�lo cuando se iba a | |
casar lo convirti� en una casa para vivir. En la planta baja abri� un sal�n que serv�a para | |
todo, y construy� en el fondo una caballeriza para cuatro animales, los cuartos de | |
servicio, y tina cocina de hacienda con ventanas hacia el puerto por donde entraba a | |
toda hora la pestilencia de las aguas. Lo �nico que dej� intacto en el sal�n fue la | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
escalera en espiral rescatada de alg�n naufragio. En la planta alta, donde antes | |
estuvieron las oficinas de aduana, hizo dos dormitorios amplios y cinco camarotes para | |
los muchos hijos que pensaba tener, y construy� un balc�n de madera sobre los | |
almendros de la plaza, donde Pl�cida Linero se sentaba en las tardes de marzo a | |
consolarse de su soledad. En la fachada conserv� la puerta principal y le hizo dos | |
ventanas de cuerpo entero con bolillos torneados. Conserv� tambi�n la puerta posterior, | |
s�lo que un poco m�s alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del | |
antiguo muelle. �sa fue siempre la puerta de m�s uso, no s�lo porque era el acceso | |
natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sin | |
pasar por la plaza. La puerta del frente, salvo en ocasiones festivas, permanec�a cerrada | |
y con tranca. Sin embargo, fue por all�, y no por la puerta posterior, por donde | |
esperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar, y fue por all� por donde �l | |
sali� a recibir al obispo, a pesar de que deb�a darle una vuelta completa a la casa para | |
llegar al puerto. | |
Nadie pod�a entender tantas coincidencias funestas. El juez instructor que vino de | |
Riohacha debi� sentirlas sin atreverse a admitirlas, pues su inter�s de darles una | |
explicaci�n racional era evidente en el sumario. La puerta de la plaza estaba citada | |
varias veces con un nombre de follet�n: La puerta fatal. En realidad, la �nica explicaci�n | |
v�lida parec�a ser la de Pl�cida Linero, que contest� a la pregunta con su raz�n de | |
madre: �Mi hijo no sal�a nunca por la puerta de atr�s cuando estaba bien vestido�. | |
Parec�a una verdad tan f�cil, que el instructor la registr� en una nota marginal, pero no | |
la sent� en el sumario. | |
Victoria Guzm�n, por su parte, fue terminante en la respuesta de que ni ella ni su hija | |
sab�an que a Santiago Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de sus | |
a�os admiti� que ambas lo sab�an cuando �l entr� en la cocina a tomar el caf�. Se lo | |
hab�a dicho una mujer que pas� despu�s de las cinco a pedir un poco de leche por | |
caridad, y les revel� adem�s los motivos y el lugar donde lo estaban esperando. �No la | |
previne porque pens� que eran habladas de borracho�, me dijo. No obstante, Divina Flor | |
me confes� en una visita posterior, cuando ya su madre hab�a muerto, que �sta no le | |
hab�a dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quer�a que lo | |
mataran. En cambio ella no lo previno porque entonces no era m�s que una ni�a | |
asustada, incapaz de una decisi�n propia, y se hab�a asustado mucho m�s cuando �l la | |
agarr� por la mu�eca con una mano que sinti� helada y p�trea, como una mano de | |
muerto. | |
Santiago Nasar atraves� a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los | |
bramidos de j�bilo del buque del obispo. Divina Flor se le adelant� para abrirle la puerta, | |
tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de p�jaros dormidos del comedor, | |
por entre los muebles de mimbre y las macetas de helechos colgados de la sala, pero | |
cuando quit� la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavil�n carnicero. | |
�Me agarr� toda la panocha -me dijo Divina Flor-. Era lo que hac�a siempre cuando me | |
encontraba sola por los rincones de la casa, pero aquel d�a no sent� el susto de siempre | |
sino unas ganas horribles de llorar.� Se apart� para dejarlo salir, y a trav�s de la puerta | |
entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero | |
no tuvo valor para ver nada m�s. �Entonces se acab� el pito del buque y empezaron a | |
cantar los gallos -me dijo-. Era un alboroto tan grande, que no pod�a creerse que | |
hubiera tantos gallos en el pueblo, y pens� que ven�an en el buque del obispo.� Lo �nico | |
que ella pudo hacer por el hombre que nunca hab�a de ser suyo, fue dejar la puerta sin | |
tranca, contra las �rdenes de Pl�cida Linero, para que �l pudiera entrar otra vez en caso | |
de urgencia. Alguien que nunca fue identificado hab�a metido por debajo de la puerta un | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
papel dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo estaban | |
esperando para matarlo, y le revelaban adem�s el lugar y los motivos, y otros detalles | |
muy precisos de la confabulaci�n. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar | |
sali� de su casa, pero �l no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho | |
despu�s de que el crimen fue consumado. | |
Hab�an dado las seis y a�n segu�an encendidas las luces p�blicas. En las ramas de los | |
almendros, y en algunos balcones, estaban todav�a las guirnaldas de colores de la boda, | |
y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza | |
cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los m�sicos, | |
parec�a un muladar de botellas vac�as y toda clase de desperdicios de la parranda | |
p�blica. Cuando Santiago Nasar sali� de su casa, varias personas corr�an hacia el puerto, | |
apremiadas por los bramidos del buque. | |
El �nico lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia, | |
donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde | |
Armenta, la due�a del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y | |
tuvo la impresi�n de que estaba vestido de aluminio. �Ya parec�a un fantasma�, me dijo. | |
Los hombres que lo iban a matar se hab�an dormido en los asientos, apretando en el | |
regazo los cuchillos envueltos en peri�dicos, y Clotilde Armenta reprimi� el aliento para | |
no despertarlos. | |
Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Ten�an 24 a�os, y se parec�an tanto que costaba | |
trabajo distinguirlos. �Eran de catadura espesa pero de buena �ndole�, dec�a el sumario. | |
Yo, que los conoc�a desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa ma�ana | |
llevaban todav�a los vestidos de pa�o oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales | |
para el Caribe, y ten�an el aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero hab�an | |
cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no hab�an dejado de beber desde la v�spera | |
de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres d�as, sino que parec�an | |
son�mbulos desvelados. Se hab�an dormido con las primeras auras del amanecer, | |
despu�s de casi tres horas de espera en la tienda de Clotilde Armenta, y aqu�l era su | |
primer sue�o desde el viernes. Apenas si hab�an despertado con el primer bramido del | |
buque, pero el instinto los despert� por completo cuando Santiago Nasar sali� de su | |
casa. Ambos agarraron entonces el rollo de peri�dicos, y Pedro Vicario empez� a | |
levantarse. | |
-Por el amor de Dios -murmur� Clotilde Armenta-. D�jenlo para despu�s, aunque sea | |
por respeto al se�or obispo. | |
�Fue un soplo del Esp�ritu Santo�, repet�a ella a menudo. En efecto, hab�a sido una | |
ocurrencia providencial, pero de una virtud moment�nea. Al o�rla, los gemelos Vicario | |
reflexionaron, y el que se hab�a levantado volvi� a sentarse. Ambos siguieron con la | |
mirada a Santiago Nasar cuando empez� a cruzar la plaza. �Lo miraban m�s bien con | |
l�stima�, dec�a Clotilde Armenta. Las ni�as de la escuela de monjas atravesaron la plaza | |
en ese momento trotando en desorden con sus uniformes de hu�rfanas. | |
Pl�cida Linero tuvo raz�n: el obispo no se baj� del buque. Hab�a mucha gente en el | |
puerto adem�s de las autoridades y los ni�os de las escuelas, y por todas partes se | |
ve�an los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo, porque la | |
sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle de carga hab�a tanta le�a | |
arrumada, que el buque habr�a necesitado por lo menos dos horas para cargarla. Pero no | |
se detuvo. Apareci� en la vuelta del r�o, rezongando como un drag�n, y entonces la | |
banda de m�sicos empez� a tocar el himno del obispo, y los gallos se pusieron a cantar | |
en los huacales y alborotaron a los otros gallos del pueblo. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Por aquella �poca, los legendarios buques de rueda alimentados con le�a estaban a | |
punto de acabarse, y los pocos que quedaban en servicio ya no ten�an pianola ni | |
camarotes para la luna de miel, y apenas si lograban navegar contra la corriente. Pero | |
�ste era nuevo, y ten�a dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada como un | |
brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un �mpetu de barco de mar. En la | |
baranda superior, junto al camarote del capit�n, iba el obispo de sotana blanca con su | |
s�quito de espa�oles. �Estaba haciendo un tiempo de Navidad�, ha dicho mi hermana | |
Margot. Lo que pas�, seg�n ella, fue que el silbato del buque solt� un chorro de vapor a | |
presi�n al pasar frente al puerto, y dej� ensopados a` los que estaban m�s cerca de la | |
orilla. Fue una ilusi�n fugaz: el obispo empez� a hacer la se�al de la cruz en el aire | |
frente a la muchedumbre del muelle, y despu�s sigui� haci�ndola de memoria, sin | |
malicia ni inspiraci�n, hasta que el buque se perdi� de vista y s�lo qued� el alboroto de | |
los gallos. | |
Santiago Nasar ten�a motivos para sentirse defraudado. Hab�a contribuido con varias | |
cargas de le�a alas solicitudes p�blicas del padre Carmen Amador, y adem�s hab�a | |
escogido �l mismo los gallos de crestas m�s apetitosas. Pero fue una contrariedad | |
moment�nea. Mi hermana Margot, que estaba con �l en el muelle, lo encontr� de muy | |
buen humor y con �nimos de seguir la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le hab�an | |
causado ning�n alivio. �No parec�a resfriado, y s�lo estaba pensando en lo que hab�a | |
costado la boda�, me dijo. Cristo Bedoya, que estaba con ellos, revel� cifras que | |
aumentaron el asombro. Hab�a estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta | |
un poco antes de las cuatro, pero no hab�a ido a dormir donde sus padres, sino que se | |
qued� conversando en casa de sus abuelos. All� obtuvo muchos datos que le faltaban | |
para calcular los costos de la parranda. Cont� que se hab�an sacrificado cuarenta pavos | |
y once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el novio puso a asar para el | |
pueblo en la plaza p�blica. Cont� que se consumieron 205 cajas de alcoholes de | |
contrabando y casi 2.000 botellas de ron de ca�a que fueron repartidas entre la | |
muchedumbre. No hubo una sola persona, ni pobre ni rica, que no hubiera participado | |
de alg�n modo en la parranda de mayor esc�ndalo que se hab�a visto jam�s en el | |
pueblo. Santiago Nasar so�� en voz alta. | |
-As� ser� mi matrimonio -dijo-. No les alcanzar� la vida para contarlo. | |
Mi hermana sinti� pasar el �ngel. Pens� una vez m�s en la buena suerte de Flora | |
Miguel, que ten�a tantas cosas en la vida, y que iba a tener adem�s a Santiago Nasar en | |
la Navidad de ese a�o. �Me di cuenta de pronto de que no pod�a haber un partido mejor | |
que �l�, me dijo. �Imag�nate: bello, formal, y con una fortuna propia a los veinti�n | |
a�os.� Ella sol�a invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando hab�a cariba�olas de | |
yuca, y mi madre las estaba haciendo aquella ma�ana. Santiago Nasar acept� | |
entusiasmado. | |
-Me cambio de ropa y te alcanzo -dijo, y cay� en la cuenta de que hab�a olvidado el | |
reloj en la mesa de noche-. �Qu� hora es? | |
Eran las 6.25. Santiago Nasar tom� del brazo a Cristo Bedoya y se lo llev� hacia la | |
plaza. | |
-Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa -le dijo a mi hermana. | |
Ella insisti� en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno estaba servido. | |
�Era una insistencia rara -me dijo Cristo Bedoya-. Tanto, que a veces he pensado que | |
Margot ya sab�a que lo iban a matar y quer�a esconderlo en tu casa.� Sin embargo, | |
Santiago Nasar la convenci� de que se adelantara mientras �l se pon�a la ropa de | |
montar, pues ten�a que estar temprano en El Divino Rostro para castrar terneros. Se | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
despidi� de ella con la misma se�al de la mano con que se hab�a despedido de su madre, | |
y se alej� hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la �ltima vez que lo vio. | |
Muchos de los que estaban en el puerto sab�an que a Santiago Nasar lo iban a matar. | |
Don L�zaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde municipal desde | |
hac�a once a�os, le hizo un saludo con los dedos. �Yo ten�a mis razones muy reales para | |
creer que ya no corr�a ning�n peligro�, me dijo. El padre Carmen Amador tampoco se | |
preocup�. �Cuando lo vi sano y salvo pens� que todo hab�a sido un infundio�, me dijo. | |
Nadie se pregunt� siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos les | |
pareci� imposible que no lo estuviera. | |
En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todav�a ignoraban | |
que lo iban a matar. �De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque | |
fuera amarrado�, declar� al instructor. Era extra�o que no lo supiera, pero lo era mucho | |
m�s que tampoco lo supiera mi madre, pues se enteraba de todo antes que nadie en la | |
casa, a pesar de que hac�a a�os que no sal�a a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yo | |
apreciaba esa virtud suya desde que empec� a levantarme temprano para ir a la | |
escuela. La encontraba como era en aquellos tiempos, l�vida y sigilosa, barriendo el patio | |
con una escoba de ramas en el resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbo | |
de caf� me iba contando lo que hab�a ocurrido en el mundo mientras nosotros | |
dorm�amos. Parec�a tener hilos de comunicaci�n secreta con la otra gente del pueblo, | |
sobre todo con la de su edad, y a veces nos sorprend�a con noticias anticipadas que no | |
hubiera podido conocer sino por artes de adivinaci�n. Aquella ma�ana, sin embargo, no | |
sinti� el p�lpito de la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la madrugada. | |
Hab�a terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana Margot sal�a a recibir al obispo | |
la encontr� moliendo la yuca para las cariba�olas. �Se o�an gallos�, suele decir mi | |
madre recordando aquel d�a. Pero nunca relacion� el alboroto distante con la llegada del | |
obispo, sino con los �ltimos rezagos de la boda. | |
Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de mangos frente al r�o. | |
Mi hermana Margot hab�a ido hasta el puerto caminando por la orilla, y la gente estaba | |
demasiado excitada con la visita del obispo para ocuparse de otras novedades. Hab�an | |
puesto a los enfermos acostados en los portales para que recibieran la medicina de Dios, | |
y las mujeres sal�an corriendo de los patios con pavos y lechones y toda clase de cosas | |
de comer, y desde la orilla opuesta llegaban canoas adornadas de flores. Pero despu�s | |
de que el obispo pas� sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia reprimida alcanz� su | |
tama�o de esc�ndalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la conoci� completa y de | |
un modo brutal: �ngela Vicario, la hermosa muchacha que se hab�a casado el d�a | |
anterior, hab�a sido devuelta a la casa de sus padres, porque el esposo encontr� que no | |
era virgen. �Sent� que era yo la que me iba a morir�, dijo mi hermana. �Pero por m�s | |
que volteaban el cuento al derecho y al rev�s, nadie pod�a explicarme c�mo fue que el | |
pobre Santiago Nasar termin� comprometido en semejante enredo.� Lo �nico que sab�an | |
con seguridad era que los hermanos de �ngela Vicario lo estaban esperando para | |
matarlo. | |
Mi hermana volvi� a casa mordi�ndose por dentro para no llorar. Encontr� a mi madre | |
en el comedor, con un traje dominical de flores azules que se hab�a puesto por si el | |
obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del amor invisible mientras | |
arreglaba la mesa. Mi hermana not� que hab�a un puesto m�s que de costumbre. | |
-Es para Santiago Nasar -le dijo mi madre-. Me dijeron que lo hab�as invitado a | |
desayunar. | |
-Qu�talo -dijo mi hermana. | |
12 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Entonces le cont�. �Pero fue como si ya lo supiera -me dijo-. Fue lo mismo de | |
siempre, que uno empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad ya | |
ella sabe c�mo termina.� Aquella mala noticia era un nudo cifrado para mi madre. A | |
Santiago Nasar le hab�an puesto ese nombre por el nombre de ella, y era adem�s su | |
madrina de bautismo, pero tambi�n ten�a un parentesco de sangre con Pura Vicario, la | |
madre de la novia devuelta. Sin embargo, no hab�a acabado de escuchar la noticia | |
cuando ya se hab�a puesto los zapatos de tacones y la mantilla de iglesia que s�lo usaba | |
entonces para las visitas de p�same. Mi padre, que hab�a o�do todo desde la cama, | |
apareci� en piyama en el comedor y le pregunt� alarmado para d�nde iba. | |
-A prevenir a mi comadre Pl�cida -contest� ella-. No es justo que todo el mundo sepa | |
que le van a matar el hijo, y que ella sea la �nica que no lo sabe. | |
-Tenernos tantos v�nculos con ella como con los Vicario -dijo mi padre. | |
-Hay que estar siempre de parte del muerto -dijo ella. | |
Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los m�s peque�os, | |
tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por | |
una vez en la vida, ni le prest� atenci�n a su esposo. | |
-Esp�rate y me visto -le dijo �l. | |
Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no ten�a m�s de siete | |
a�os, era el �nico que estaba vestido para la escuela. | |
-Acomp��ala t� -orden� mi padre. | |
Jaime corri� detr�s de ella sin saber qu� pasaba ni para d�nde iban, y se agarr� de su | |
mano. �Iba hablando sola -me dijo Jaime-. Hombres de mala ley, dec�a en voz muy | |
baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.� | |
No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al ni�o de la mano. �Debieron pensar que | |
me hab�a vuelto loca -me dijo-. Lo �nico que recuerdo es que se o�a a lo lejos un ruido | |
de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo el | |
mundo corr�a en direcci�n de la plaza.� Apresur� el paso, con la determinaci�n de que | |
era capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que corr�a en sentido | |
contrario se compadeci� de su desvar�o. | |
-No se moleste, Luisa Santiaga -le grit� al pasar-. Ya lo mataron. | |
13 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Bayardo San Rom�n, el hombre que devolvi� a la esposa, hab�a venido por primera | |
vez en agosto del a�o anterior: seis meses antes de la boda. Lleg� en el buque semanal | |
con unas alforjas guarnecidas de plata que hac�an juego con las hebillas de la correa y | |
las argollas de los botines. Andaba por los treinta a�os, pero muy bien escondidos, pues | |
ten�a una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento | |
por el salitre. Lleg� con una chaqueta corta y un pantal�n muy estrecho, ambos de | |
becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver hab�a | |
venido con �l en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje. | |
�Parec�a marica -me dijo-. Y era una l�stima, porque estaba como para embadurnarlo de | |
mantequilla y com�rselo vivo.� No fue la �nica que lo pens�, ni tampoco la �ltima en | |
darse cuenta de que Bayardo San Rom�n no era un hombre de conocer a primera vista. | |
Mi madre me escribi� al colegio a fines de agosto y me dec�a en una nota casual: �Ha | |
venido un hombre muy raro�. En la carta siguiente me dec�a: �El hombre raro se llama | |
Bayardo San Rom�n, y todo el inundo dice que es encantador, pero yo no lo he visto�. | |
Nadie supo nunca a qu� vino. A alguien que no resisti� la tentaci�n de pregunt�rselo, un | |
poco antes de la boda, le contest�: �Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien | |
casarme�. Pod�a haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado cualquier otra | |
cosa, pues ten�a una manera de hablar que m�s bien le serv�a para ocultar que para | |
decir. | |
La noche en que lleg� dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y habl� | |
de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las | |
veleidades del r�o. Al d�a siguiente tuvo que mandar un telegrama, y �l mismo lo | |
transmiti� con el manipulador, y adem�s le ense�� al telegrafista una f�rmula suya para | |
seguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad hab�a hablado de | |
enfermedades fronterizas con un m�dico militar que pas� por aquellos meses haciendo | |
la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de | |
pleitos y enemigo de juegos de manos. Un domingo despu�s de misa desafi� a los | |
nadadores m�s diestros, que eran muchos, y dej� rezagados a los mejores con veinte | |
brazadas de ida y vuelta a trav�s del r�o. Mi madre me lo cont� en una carta, y al final | |
me hizo un comentario muy suyo: �Parece que tambi�n est� nadando en oro�. Esto | |
respond�a a la leyenda prematura de que Bayardo San Rom�n no s�lo era capaz de | |
hacer todo, y de hacerlo muy bien, sino que adem�s dispon�a de recursos interminables. | |
Mi madre le dio la bendici�n final en una carta de octubre. �La gente lo quiere mucho | |
-me dec�a-, porque es honrado y de buen coraz�n, y el domingo pasado comulg� de | |
rodillas y ayud� a la misa en lat�n.� En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie | |
y s�lo se oficiaba en lat�n, pero mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas | |
cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, despu�s de ese veredicto | |
consagratorio me escribi� dos cartas m�s en las que nada me dec�a sobre Bayardo San | |
Rom�n, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quer�a casarse con �ngela Vicario. | |
S�lo mucho despu�s de la boda desgraciada me confes� que lo hab�a conocido cuando | |
ya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le hab�an | |
causado un estremecimiento de espanto. | |
-Se me pareci� al diablo -me dijo-, pero t� mismo me hab�as dicho que esas cosas no | |
se deben decir por escrito. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Lo conoc� poco despu�s que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo | |
encontr� tan raro como dec�an. Me pareci� atractivo, en efecto, pero muy lejos de la | |
visi�n id�lica de Magdalena Oliver. Me pareci� m�s serio de lo que hac�an creer sus | |
travesuras, y de una tensi�n rec�ndita apenas disimulada por sus gracias excesivas. | |
Pero sobre todo, me pareci� un hombre muy triste. Ya para entonces hab�a formalizado | |
su compromiso de amores con �ngela Vicario. | |
Nunca se estableci� muy bien c�mo se conocieron. La propietaria de la pensi�n de | |
hombres solos donde viv�a Bayardo San Rom�n, contaba que �ste estaba haciendo la | |
siesta en un mecedor de la sala, a fines de setiembre, cuando �ngela Vicario y su | |
madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San Rom�n | |
despert� a medias, vio las dos mujeres vestidas de negro inclemente que parec�an los | |
�nicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y pregunt� qui�n era la joven. | |
La propietaria le contest� que era la hija menor de la mujer que la acompa�aba, y que | |
se llamaba �ngela Vicario. Bayardo San Rom�n las sigui� con la mirada hasta el otro | |
extremo de la plaza. | |
-Tiene el nombre bien puesto -dijo. | |
Luego recost� la cabeza en el espaldar del mecedor, y volvi� a cerrar los ojos. | |
-Cuando despierte -dijo-, recu�rdame que me voy a casar con ella. | |
�ngela Vicario me cont� que la propietaria de la pensi�n le hab�a hablado de este | |
episodio desde antes de que Bayardo San Rom�n la requiriera en amores. �Me asust� | |
mucho�, me dijo. Tres personas que estaban en la pensi�n confirmaron que el episodio | |
hab�a ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto. En cambio, todas las versiones | |
coincid�an en que �ngela Vicario y Bayardo San Rom�n se hab�an visto por primera vez | |
en las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de caridad en la que ella estuvo | |
encargada de cantar las rifas. Bayardo San Rom�n lleg� a la verbena y fue derecho al | |
mostrador atendido por la rifera l�nguida cerrada de luto hasta la empu�adura, y le | |
pregunt� cu�nto costaba la ortof�nica con incrustaciones de n�car que hab�a de ser el | |
atractivo mayor de la feria. Ella le contest� que no estaba para la venta sino para rifar. | |
-Mejor -dijo �l-, as� ser� m�s f�cil, y adem�s, m�s barata. | |
Ella me confes� que hab�a logrado impresionarla, pero por razones contrarias del | |
amor. �Yo detestaba a los hombres altaneros, y nunca hab�a visto uno con tantas �nfulas | |
-me dijo, evocando aquel d�a-. Adem�s, pens� que era un polaco.� Su contrariedad fue | |
mayor cuando cant� la rifa de la ortof�nica, en medio de la ansiedad de todos, y en | |
efecto se la gan� Bayardo San Rom�n. No pod�a imaginarse que �l, s�lo por | |
impresionarla, hab�a comprado todo los n�meros de la rifa. | |
Esa noche, cuando volvi� a su casa, �ngela Vicario encontr� all� la ortof�nica envuelta | |
en papel de regalo y adornada con un lazo de organza. �Nunca pude saber c�mo supo | |
que era mi cumplea�os�, me dijo. Le cost� trabajo convencer a sus padres de que no le | |
hab�a dado ning�n motivo a Bayardo San Rom�n para que le mandara semejante regalo, | |
y menos de una manera tan visible que no pas� inadvertido para nadie. De modo que | |
sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la ortof�nica al hotel para devolv�rsela a | |
su due�o, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no la | |
viera regresar. Con lo �nico que no cont� la familia fue con los encantos irresistibles de | |
Bayardo San Rom�n. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del d�a siguiente, | |
turbios de la borrachera, llevando otra vez la ortof�nica y llevando adem�s a Bayardo | |
San Rom�n para seguir la parranda en la casa. | |
�ngela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre, Poncio | |
Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le acab� de tanto hacer primores de oro para | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
mantener el honor de la casa. Pur�sima del Carmen, su madre, hab�a sido maestra de | |
escuela hasta que se cas� para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido | |
disimulaba muy bien el rigor de su car�cter. �Parec�a una monja�, recuerda Mercedes. | |
Se consagr� con tal esp�ritu de sacrificio a la atenci�n del esposo y a la crianza de los | |
hijos, que a uno se le olvidaba a veces que segu�a existiendo. Las dos hijas mayores se | |
hab�an .casado muy tarde. Adem�s de los gemelos, tuvieron una hija intermedia que | |
hab�a muerto de fiebres crepusculares, y dos a�os despu�s segu�an guard�ndole un luto | |
aliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados para | |
ser hombres. Ellas hab�an sido educadas para casarse. Sab�an bordar con bastidor, coser | |
a m�quina, tejer encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces de | |
fantas�a, y redactar esquelas de compromiso. A diferencia de las muchachas de la �poca, | |
que hab�an descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia | |
antigua de velar a los enfermos, confortar a los moribundos y amortajar a los muertos. | |
Lo �nico que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir. | |
�Muchachas -les dec�a-: no se peinen de noche que se retrasan los navegantes.� Salvo | |
por eso, pensaba que no hab�a hijas mejor educadas. �Son perfectas -le o�a decir con | |
frecuencia-. Cualquier hombre ser� feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir.� | |
Sin embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue dif�cil romper el cerco, | |
porque siempre iban juntas a todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y | |
estaban predispuestas a encontrar segundas intenciones en los designios de los | |
hombres. | |
�ngela Vicario era la m�s bella de las cuatro, y mi madre dec�a que hab�a nacido como | |
las grandes reinas de la historia con el cord�n umbilical enrollado en el cuello. Pero ten�a | |
un aire desamparado y una pobreza de esp�ritu que le auguraban un porvenir incierto. | |
Yo volv�a a verla a�o tras a�o, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez parec�a | |
m�s desvalida en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a hacer flores de | |
trapo y a cantar valses de solteras con sus vecinas. �Ya est� de colgar en un alambre | |
-me dec�a Santiago Nasar-: tu prima la boba.� De pronto, poco antes del luto de la | |
hermana, la encontr� en la calle por primera vez, vestida de mujer y con el cabello | |
rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero fue una visi�n moment�nea: su | |
penuria de esp�ritu se agravaba con los a�os. Tanto, que cuando se supo que Bayardo | |
San Rom�n quer�a casarse con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero. | |
La familia no s�lo lo tom� en seri�, sino con un grande alborozo. Salvo Pura Vicario, | |
quien puso como condici�n que Bayardo San Rom�n acreditara su identidad. Hasta | |
entonces nadie sab�a qui�n era. Su pasado no iba m�s all� de la tarde en que | |
desembarc� con su atuendo de artista, y era tan reservado sobre su origen que hasta el | |
engendro m�s demente pod�a ser cierto. Se lleg� a decir que hab�a arrasado pueblos y | |
sembrado el terror en Casanare como comandante de tropa, que era pr�fugo de Cayena, | |
que lo hab�an visto en Pernambuco tratando de medrar con una pareja de osos | |
amaestrados, y que hab�a rescatado los restos de un gale�n espa�ol cargado de oro en | |
el canal de los Vientos. Bayardo San Rom�n le puso t�rmino a tantas conjeturas con un | |
recurso simple: trajo a su familia en pleno. | |
Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras. Llegaron en un Ford T | |
con placas oficiales cuya bocina de pato alborot� las calles a las once de la ma�ana. La | |
madre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba el castellano | |
todav�a atravesado de papiamento, hab�a sido proclamada en su juventud como la m�s | |
bella entre las 200 m�s bellas de las Antillas. Las hermanas, acabadas de florecer, | |
parec�an dos potrancas sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el general | |
Petronio San Rom�n, h�roe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las glorias | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
mayores del .r�gimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano | |
Buend�a en el desastre de Tucurinca. Mi madre fue la �nica que no fue a saludarlo | |
cuando supo qui�n era. �Me parec�a muy bien que se casaran -me dijo-. Pero una cosa | |
era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que orden� dispararle por ,la | |
espalda a Gerineldo M�rquez.� Desde que asom� por la ventana del autom�vil | |
saludando con el sombrero blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos. | |
Llevaba un traje de lienzo color de trigo, botines de cordob�n con los cordones cruzados, | |
y unos espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y sostenidos con | |
una leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la medalla del valor en la solapa y un bast�n | |
con el escudo nacional esculpido en el pomo. Fue el primero que se baj� del autom�vil, | |
cubierto por completo por el polvo ardiente de nuestros malos caminos, y no tuvo m�s | |
que aparecer en el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de que Bayardo | |
San Rom�n se iba a casar con quien quisiera. | |
Era �ngela Vicario quien no quer�a casarse con �l. �Me parec�a demasiado hombre | |
para m��, me dijo. Adem�s, Bayardo San Rom�n no hab�a intentado siquiera seducirla a | |
ella, sino que hechiz� a la familia con sus encantos. �ngela Vicario no olvid� nunca el | |
horror de la noche en que sus padres y sus hermanas mayores con sus maridos, | |
reunidos en la sala de la casa, le impusieron la obligaci�n de casarse con un hombre que | |
apenas hab�a visto. Los gemelos se mantuvieron al margen. �Nos pareci� que eran | |
vainas de mujeres�, me dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que | |
una familia dignifica da por la modestia no ten�a derecho a despreciar aquel premio del | |
destino. Angela Vicario se atrevi� apenas a insinuar el inconveniente de la falta de amor, | |
pero su madre lo demoli� con una sola frase: | |
-Tambi�n el amor se aprende. | |
A diferencia de los noviazgos de la �poca, que eran largos y vigilados, el de ellos fue | |
de s�lo cuatro meses por las urgencias de Bayardo San Rom�n. No fue m�s corto porque | |
Pura Vicario exigi� esperar a que terminara el luto de la familia. Pero el tiempo alcanz� | |
sin angustias por la manera irresistible con que Bayardo San Rom�n arreglaba las cosas. | |
�Una noche me pregunt� cu�l era la casa que m�s me gustaba -me cont� �ngela | |
Vicario-. Y yo le contest�, sin saber para qu� era, que la m�s bonita del pueblo era la | |
quinta del viudo de Xius.� Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en una colina barrida por | |
los vientos, y desde la terraza se ve�a el para�so sin limite de las ci�nagas cubiertas de | |
an�monas moradas, y en los d�as claros del verano se alcanzaba a ver el horizonte n�tido | |
del Caribe, y los trasatl�nticos de turistas de Cartagena de Indias. Bayardo San Rom�n | |
fue esa misma noche al Club Social y se sent� a la mesa del viudo de Xius a jugar una | |
partida de domin�. | |
-Viudo -le dijo-: le compro su casa. | |
-No est� a la venta -dijo el viudo. | |
-Se la compro con todo lo que tiene dentro. | |
El viudo de Xius le explic� con una buena educaci�n a la antigua que los objetos de la | |
casa hab�an sido comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para �l | |
segu�an siendo como parte de ella. �Hablaba con el alma en la mano -me dijo el doctor | |
Dionisio Iguar�n, que estaba jugando con ellos-. Yo estaba seguro que prefer�a morirse | |
antes que vender una casa donde hab�a sido feliz durante m�s de treinta a�os.� | |
Tambi�n Bayardo San Rom�n comprendi� sus razones. | |
-De acuerdo -dijo-. Entonces v�ndame la casa vac�a. | |
Pero el viudo se defendi� hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya mejor | |
preparado, Bayardo San Rom�n ,Volvi� a la mesa de domin�. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
-Viudo -empez� de nuevo-: �Cu�nto cuesta la casa? | |
-No tiene precio. | |
-Diga uno cualquiera. | |
-Lo siento, Bayardo -dijo el viudo-, pero ustedes los j�venes no entienden los motivos | |
del coraz�n. | |
Bayardo San Rom�n no hizo una pausa para pensar. | |
-Digamos cinco mil pesos -dijo. | |
Juega limpio -le replic� el viudo con la dignidad alerta-. Esa casa no vale tanto. | |
-Diez mil -dijo Bayardo San Rom�n-. Ahora mismo, y con un billete encima del otro. | |
El viudo lo mir� con los ojos llenos de l�grimas. �Lloraba de rabia -me dijo el doctor | |
Dionisio Iguar�n, que adem�s de m�dico era hombre de letras-. Imag�nate: semejante | |
cantidad al alcance de la mano, y tener que decir que no por una simple flaqueza del | |
esp�ritu.� Al viudo de Xius no le sali� la voz, pero neg� sin vacilaci�n con la cabeza. | |
-Entonces h�game un �ltimo favor -dijo Bayardo San Rom�n-. Esp�reme aqu� cinco | |
minutos. | |
Cinco minutos despu�s, en efecto, volvi� al Club Social con las alforjas enchapadas de | |
plata, y puso sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil todav�a con las bandas | |
impresas del Banco del Estado. El viudo de Xius muri� dos a�os despu�s. �Se muri� de | |
eso -dec�a el doctor Dionisio Iguar�n-. Estaba m�s sano que nosotros, pero cuando uno | |
lo auscultaba se le sent�an borboritar las l�grimas dentro del coraz�n.� Pues no s�lo | |
hab�a vendido la casa con todo lo que ten�a dentro, sino que le pidi� a Bayardo San | |
Rom�n que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni un ba�l de | |
consolaci�n para guardar tanto dinero. | |
Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que �ngela Vicario no fuera virgen. No se le | |
hab�a conocido ning�n novio anterior y hab�a crecido junto con sus hermanas bajo el | |
rigor de una madre de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos meses para casarse, | |
Pura Vicario no permiti� que fuera sola con Bayardo San Rom�n a conocer la casa en | |
que iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acompa�aron para custodiarle la honra. | |
� Lo �nico que le rogaba a Dios es que me diera valor para matarme -me dijo �ngela | |
Vicario-. Pero no me lo dio.� Tan aturdida estaba que hab�a resuelto contarle la verdad a | |
su madre para librarse de aquel martirio, cuando sus dos �nicas confidentes, que la | |
ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena | |
intenci�n. �Les obedec� a ciegas -me dijo- porque me hab�an hecho creer que eran | |
expertas en chanchullos de hombres.� Le aseguraron que casi todas las mujeres perd�an | |
la virginidad en accidentes de la infancia. Le insistieron en que aun los maridos m�s | |
dif�ciles se resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron, | |
en fin, de que la mayor�a de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas, | |
que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad no | |
pod�an responder de sus propios actos. �Lo �nico que creen es lo que vean en la | |
s�bana�, le dijeron. De modo que le ense�aron artima�as de comadronas para fingir sus | |
prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera ma�ana de reci�n casada, | |
abierta al sol en el patio de su casa, la s�bana de hilo con la mancha del honor. | |
Se cas� con esa ilusi�n. Bayardo San Rom�n, por su parte, debi� casarse con la | |
ilusi�n de comprar la felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna, pues | |
cuanto m�s aumentaban los planes de la fiesta, m�s ideas de delirio se le ocurr�an para | |
hacerla m�s grande. Trat� de retrasar la boda por un d�a cuando se anunci� la visita del | |
obispo, para que �ste los casara, pero �ngela Vicario se opuso. �La verdad -me dijo- es | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
que yo no quer�a ser bendecida por un hombre que s�lo cortaba las crestas para la sopa | |
y botaba en la basura el resto del gallo.� Sin embargo, aun sin la bendici�n del obispo, | |
la fiesta adquiri� una fuerza propia tan dif�cil de amaestrar, que al mismo Bayardo San | |
Rom�n se le sali� de las manos y termin� por ser un acontecimiento p�blico. | |
El general Petronio San Rom�n y su familia vinieron esta vez en el buque de | |
ceremonias del Congreso Nacional, que permaneci� atracado en el muelle hasta el | |
t�rmino de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin embargo | |
pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron tantos regalos, que fue | |
preciso restaurar el local olvidado de la primera planta el�ctrica para exhibir los m�s | |
admirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de Mus que ya | |
estaba dispuesta para recibir a los reci�n casados. Al novio le regalaron un autom�vil | |
convertible con su nombre grabado en letras g�ticas bajo el escudo de la f�brica. A la | |
novia le regalaron un estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro invitados. | |
Trajeron adem�s un espect�culo de bailarines, y dos orquestas de valses que | |
desentonaron con las bandas locales, y con las muchas papayeras y grupos de | |
acordeones que ven�an alborotados por la bulla de la parranda. | |
La familia Vicario viv�a en una casa modesta, con paredes de ladrillos y un, techo de | |
palma rematado por dos buhardas donde se met�an a empollar las golondrinas en enero. | |
Ten�a en el frente una terraza ocupada casi por completo con macetas de flores, y un | |
patio grande con gallinas sueltas y �rboles frutales. En el fondo del patio, los gemelos | |
ten�an un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar, que fue | |
una buena fuente de recursos dom�sticos desde que a Poncio Vicario se le acab� la | |
vista. El negocio lo hab�a empezado Pedro Vicario, pero cuando �ste se fue al servicio | |
militar, su hermano gemelo aprendi� tambi�n el oficio de matarife. | |
El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las hermanas mayores | |
trataron de pedir una casa prestada cuando se dieron cuenta del tama�o de la fiesta. | |
�Imag�nate -me dijo �ngela Vicario-: hab�an pensado en la casa de Pl�cida Linero, pero | |
por fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de que nuestras hijas se | |
casan en nuestro chiquero, o no se casan.� As� que pintaron la casa de su color amarillo | |
original, enderezaron las puertas y compusieron los pisos, y la dejaron tan digna como | |
fue posible para una boda de tanto estruendo. Los gemelos se llevaron los cerdos para | |
otra parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero aun as� se vio que iba a faltar | |
espacio. Al final, por diligencias de Bayardo San. Rom�n, tumbaron las cercas del patio, | |
pidieron prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron mesones de carpinteros | |
para sentarse a comer bajo la fronda de los tamarindos. | |
El �nico sobresalto imprevisto lo caus� el novio en la ma�ana de la boda, pues lleg� a | |
buscar a �ngela Vicario con dos horas de retraso, y ella se hab�a negado a vestirse de | |
novia mientras no lo viera en la casa. �Imag�nate -me dijo-: hasta me hubiera alegrado | |
de que no llegara, pero nunca que me dejara vestida.� Su cautela pareci� natural, | |
porque no hab�a un percance p�blico m�s vergonzoso para una mujer que quedarse | |
plantada con el vestido de novia. En cambio, el hecho de que �ngela Vicario se atreviera | |
a ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, hab�a de ser interpretado despu�s como | |
una profanaci�n de los s�mbolos de la pureza. Mi madre fue la �nica que apreci� como | |
un acto de valor el que hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las �ltimas | |
consecuencias. �En aquel tiempo -me explic�-, Dios entend�a esas cosas.� Por el | |
contrario, nadie ha sabido todav�a con qu� cartas jug� Bayardo San Rom�n. Desde que | |
apareci� por fin de levita y chistera, hasta que se fug� del baile con la criatura de sus | |
tormentos, fue la imagen perfecta del novio feliz. | |
19 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Tampoco se supo nunca con qu� cartas jug� Santiago Nasar. Yo estuve con �l todo el | |
tiempo, en la iglesia y en la fiesta, junto con Cristo Bedoya y mi hermano Luis Enrique, y | |
ninguno de nosotros vislumbr� el menor cambio en su modo de ser. He tenido que | |
repetir esto muchas veces, pues los cuatro hab�amos crecido juntos en la escuela y | |
luego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie pod�a creer que tuvi�ramos un secreto | |
sin compartir, y menos un secreto tan grande. | |
Santiago Nasar era un hombre de fiestas, y su gozo mayor lo tuvo la v�spera de su | |
muerte, calculando los costos de la boda. En la iglesia estim� que hab�an puesto adornos | |
florales por un valor igual al de catorce entierros de primera clase. Esa precisi�n hab�a | |
de perseguirme durante muchos a�os, pues Santiago Nasar me hab�a dicho a menudo | |
que el olor de las flores encerradas ten�a para �l una relaci�n inmediata con la muerte, y | |
aquel d�a me lo repiti� al entrar en el templo. �No quiero flores en mi entierro�, me dijo, | |
sin pensar que yo hab�a de ocuparme al d�a siguiente de que no las hubiera. En el | |
trayecto de la iglesia a la casa de los Vicario sac� la cuenta de las guirnaldas de colores | |
con que adornaron las calles, calcul� el precio de la m�sica y los cohetes, y hasta de la | |
granizada de arroz crudo con que nos recibieron en la fiesta. En el sopor del medio d�a | |
los reci�n casados hicieron la ronda del patio. Bayardo San Rom�n se hab�a hecho muy | |
amigo nuestro, amigo de tragos, como se dec�a entonces, y parec�a muy a gusto en | |
nuestra mesa. �ngela Vicario, sin el velo y la corona y con el vestido de raso ensopado | |
de sudor, hab�a asumido de pronto su cara de mujer casada. Santiago Nasar calculaba, y | |
se lo dijo a Bayardo San Rom�n, que la boda iba costando hasta ese momento unos | |
nueve mil pesos. Fue evidente que ella lo entendi� como una impertinencia. � Mi madre | |
me hab�a ense�ado que nunca se debe hablar de plata delante de la otra gente�, me | |
dijo. Bayardo San Rom�n, en cambio, lo recibi� de muy buen talante y hasta con una | |
cierta jactancia. | |
-Casi -dijo-, pero apenas estamos empezando. Al final ser� m�s o menos el doble. | |
Santiago Nasar se propuso comprobarlo hasta el �ltimo c�ntimo, y la vida le alcanz� | |
justo. En efecto, con los datos finales que Cristo Bedoya le dio al d�a siguiente en el | |
puerto, 45 minutos antes de morir, comprob� que el pron�stico de Bayardo San Rom�n | |
hab�a sido exacto. | |
Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido | |
rescatarla a pedazos de la memoria ajena. Durante a�os se sigui� hablando en mi casa | |
de que mi padre hab�a vuelto a tocar el viol�n de su juventud en honor de los reci�n | |
casados, que mi hermana la monja bail� un merengue con su h�bito de tornera, y que el | |
doctor Dionisio Iguar�n, que era primo hermano de mi madre, consigui� que se lo | |
llevaran en el buque oficial para no estar aqu� al d�a siguiente cuando viniera el obispo. | |
En el curso de las indagaciones para esta cr�nica recobr� numerosas vivencias | |
marginales, y entre ellas el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Rom�n, | |
cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con pinzas de oro | |
en la espalda, llamaron m�s la atenci�n que el penacho de plumas y la coraza de | |
medallas de guerra de su padre. Muchos sab�an que en la inconsciencia de la parranda le | |
propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas hab�a terminado la | |
escuela primaria, tal como ella misma me lo record� cuando nos casamos catorce a�os | |
despu�s. La imagen m�s intensa que siempre conserv� de aquel domingo indeseable fue | |
la del viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo hab�an | |
puesto ah� pensando quiz�s que era el sitio de honor, y los invitados tropezaban con �l, | |
lo confund�an con otro, lo cambiaban de lugar para que no estorbara, y �l mov�a la | |
cabeza nevada hacia todos lados con una expresi�n err�tica de ciego demasiado | |
reciente, contestando preguntas que no eran para �l y respondiendo saludos fugaces que | |
20 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
nadie le hac�a, feliz en su cerco de olvido, con la camisa acartonada de engrudo y el | |
bast�n de guayac�n que le hab�an comprado para la fiesta. | |
El acto formal termin� a las seis de la tarde cuando se despidieron los invitados de | |
honor. El buque se fue con las luces encendidas y dejando un reguero de valses de | |
pianola, y por un instante quedamos a la deriva sobre un abismo de incertidumbre, | |
hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos hundimos en el manglar de la | |
parranda. Los reci�n casados aparecieron poco despu�s en el autom�vil descubierto, | |
abri�ndose paso a duras penas en el tumulto. Bayardo San Rom�n revent� cohetes, | |
tom� aguardiente de las botellas que le tend�a la muchedumbre, y se baj� del coche con | |
�ngela Vicario para meterse en la rueda de la cumbiamba. Por �ltimo orden� que | |
sigui�ramos bailando por cuenta suya hasta donde nos alcanzara la vida, y se llev� a la | |
esposa aterrorizada para la casa de sus sue�os donde el viudo de Xius hab�a sido feliz. | |
La parranda p�blica se dispers� en fragmentos hacia la media noche, y s�lo qued� | |
abierto el negocio de Clotilde Armenta a un costado de la plaza. Santiago Nasar y yo, | |
con mi hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, nos fuimos para la casa de misericordias | |
de Mar�a Alejandrina Cervantes. Por all� pasaron entre muchos otros los hermanos | |
Vicario, y estuvieron bebiendo con nosotros y cantando con Santiago Nasar cinco horas | |
antes de matarlo. Deb�an quedar a�n algunos rescoldos desperdigados de la fiesta | |
original, pues de todos lados nos llegaban r�fagas de m�sica. y pleitos remotos, y nos | |
siguieron llegando, cada vez m�s tristes, hasta muy poco antes de que bramara el buque | |
del obispo. | |
Pura Vicario le cont� a mi madre que se hab�a acostado a las once de la noche | |
despu�s de que las hijas mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragos | |
de la boda. Como a las diez, cuando todav�a quedaban algunos borrachos cantando en el | |
patio, �ngela Vicario hab�a mandado a pedir una maletita de cosas personales que | |
estaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso mandarle tambi�n una maleta con ropa | |
de diario, pero el recadero estaba de prisa. Se hab�a dormido a fondo cuando tocaron a | |
la puerta. �Fueron tres toques muy despacio -le cont� a mi madre-, pero ten�an esa cosa | |
rara de las malas noticias.� Le cont� que hab�a abierto la puerta sin encender la luz para | |
no despertar a nadie, y vio a Bayardo San Rom�n en el resplandor del farol p�blico, con | |
la camisa de seda sin abotonar y los pantalones de fantas�a sostenidos con tirantes | |
el�sticos. �Ten�a ese color verde de los sue�os�, le dijo Pura Vicario a mi madre. �ngela | |
Vicario estaba en la sombra, de modo que s�lo la vio cuando Bayardo San Rom�n la | |
agarr� por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba | |
envuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario crey� que se hab�an desbarrancado | |
con el autom�vil y estaban muertos en el fondo del precipicio. | |
Ave Mar�a Pur�sima -dijo aterrada-. Contesten si todav�a son de este mundo. | |
Bayardo San Rom�n no entr�, sino que empuj� con suavidad a su esposa hacia el | |
interior de la casa, sin decir una palabra. Despu�s bes� a Pura Vicario en la mejilla y le | |
habl� con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura. | |
-Gracias por todo, madre -le dijo-. Usted es una santa. | |
S�lo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muerte | |
con su secreto. �Lo �nico que recuerdo es que me sosten�a por el pelo con una mano y | |
me golpeaba con la otra con tanta rabia que pens� que me iba a matar�, me cont� | |
�ngela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo, que su marido y sus hijas | |
mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el amanecer | |
cuando ya estaba consumado el desastre. | |
21 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por | |
su madre. Encontraron � �ngela Vicario tumbada bocabajo en un sof� del comedor y con | |
la cara macerada a golpes, pero hab�a terminado de llorar. �Ya no estaba asustada -me | |
dijo-. Al contrario: sent�a como si por fin me hubiera quitado de encima la conduerma de | |
la muerte, y lo �nico que quer�a era que todo terminara r�pido para tirarme a dormir.� | |
Pedro Vicario, el m�s resuelto de los hermanos, la levant� en vilo por la cintura y la | |
sent� en la mesa del comedor. | |
-Anda, ni�a -le dijo temblando de rabia-: dinos qui�n fue. | |
Ella se demor� apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo busc� en las | |
tinieblas, lo encontr� a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de | |
este mundo y del otro, y lo dej� clavado en la pared con su dardo certero, como a una | |
mariposa sin albedr�o cuya sentencia estaba escrita desde siempre. | |
-Santiago Nasar -dijo. | |
22 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
El abogado sustent� la tesis del homicidio en leg�tima defensa del honor, que fue | |
admitida por el tribunal de conciencia, y los gemelos declararon al final del juicio que | |
hubieran vuelto a hacerlo mil veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes | |
vislumbraron el recurso de la defensa desde que se rindieron ante su iglesia pocos | |
minutos despu�s del crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural, perseguidos de | |
cerca por un grupo de �rabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el acero limpio en | |
la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo b�rbaro de la | |
muerte, y ten�an la ropa y los brazos empapados y la cara embadurnada de sudor y de | |
sangre todav�a viva, pero �l p�rroco recordaba la rendici�n como un acto de una gran | |
dignidad. | |
-Lo matamos a conciencia -dijo Pedro Vicario-, pero somos inocentes. | |
-Tal vez ante Dios -dijo el padre Amador. | |
-Ante Dios y ante los hombres -dijo Pablo Vicario-. Fue un asunto de honor. | |
M�s a�n: en la reconstrucci�n de los hechos fingieron un encarnizamiento mucho m�s | |
inclemente que el de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar con | |
fondos p�blicos la puerta principal de la casa de Pl�cida Linero, que qued� desportillada | |
a punta de cuchillo. En el pan�ptico de Riohacha, donde estuvieron tres a�os en espera | |
del juicio porque no ten�an con que pagar la fianza para la libertad condicional, los | |
reclusos m�s antiguos los recordaban por su buen car�cter y su esp�ritu social, pero | |
nunca advirtieron en ellos ning�n indicio de arrepentimiento. Sin embargo, la realidad | |
parec�a ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que conven�a para matar a | |
Santiago Nasar de inmediato y sin espect�culo p�blico, sino que hicieron mucho m�s de | |
lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron. | |
Seg�n me dijeron a�os despu�s, hab�an empezado por buscarlo en la casa de Mar�a | |
Alejandrina Cervantes, donde estuvieron con �l hasta las dos. Este dato, como muchos | |
otros, no fue registrado en el sumario. En realidad, Santiago Nasar ya no estaba ah� a la | |
hora en que los gemelos dicen que fueron a buscarlo, pues hab�amos salido a hacer una | |
ronda de serenatas, pero en todo caso no era cierto que hubieran ido. �Jam�s habr�an | |
vuelto a salir de aqu��, me dijo Mar�a Alejandrina Cervantes, y conoci�ndola tan bien, | |
nunca lo puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de Clotilde Armenta, | |
por donde sab�an que iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar. �Era el �nico | |
lugar abierto�, declararon al instructor. �Tarde o temprano ten�a que salir por ah��, me | |
dijeron a m�, despu�s de que fueron absueltos. Sin embargo, cualquiera sab�a que la | |
puerta principal de la casa de Pl�cida Linero permanec�a trancada por dentro, inclusive | |
durante el d�a, y que Santiago Nasar llevaba siempre consigo las llaves de la entrada | |
posterior. Por all� entr� de regreso a su casa, en efecto, cuando hac�a m�s de una hora | |
que los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado, y si despu�s sali� por la puerta de | |
la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una. raz�n tan imprevista que el mismo | |
instructor del sumario no acab� de entenderla. | |
Nunca hubo una muerte m�s anunciada. Despu�s de que la hermana les revel� el | |
nombre, los gemelos Vicario pasaron por el dep�sito de la pocilga, donde guardaban los | |
�tiles de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez | |
pulgadas de largo por dos y media de ancho, y otro de limpiar, de siete pulgadas de | |
largo por una y media de ancho. Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos en | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
el mercado de carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los | |
primeros clientes eran escasos, pero veintid�s personas declararon haber o�do cuanto | |
dijeron, y todas coincid�an en la impresi�n de que lo hab�an dicho con el �nico prop�sito | |
de que los oyeran. Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando | |
acababa de abrir su mesa de v�sceras, y no entendi� por qu� llegaban el lunes y tan | |
temprano, y todav�a con los vestidos de pa�o oscuro de la boda. Estaba acostumbrado a | |
verlos los viernes, pero un poco m�s tarde, y con los delantales de cuero que se pon�an | |
para la matanza. �Pens� que estaban tan borrachos -me dijo Faustino Santos-, que no | |
s�lo se hab�an equivocado de hora sino tambi�n de fecha.� Les record� que era lunes. | |
-Qui�n no lo sabe, pendejo -le contest� de buen modo Pablo Vicario-. S�lo venimos a | |
afilar los cuchillos. | |
Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hac�an siempre: Pedro sosteniendo los | |
dos cuchillos y altern�ndolos en la piedra, y Pablo d�ndole vuelta a la manivela. Al | |
mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros carniceros. Algunos se | |
quejaron de no haber recibido su raci�n de pastel, a pesar de ser compa�eros de oficio, | |
y ellos les prometieron que las har�an mandar m�s tarde. Al final, hicieron cantar los | |
cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la l�mpara para que destellara el | |
acero: | |
-Vamos a matar a Santiago Nasar -dijo. | |
Ten�an tan bien fundada su reputaci�n de gente buena, que nadie les hizo caso. | |
�Pensamos que eran vainas de borrachos�, declararon varios carniceros, lo mismo que | |
Victoria Guzm�n y tantos otros que los vieron despu�s. Yo hab�a de preguntarles alguna | |
vez a los carniceros si el oficio de matarife no revelaba un alma predispuesta para matar | |
un ser humano. Protestaron: �Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle los | |
ojos�. Uno de ellos me dijo que no pod�a comer la carne del animal que degollaba. Otro | |
me dijo que no ser�a capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido antes, y menos | |
si hab�a tomado su leche. Les record� que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos | |
cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distingu�an por sus nombres. �Es | |
cierto -me replic� uno-, pero f�jese que no les pon�an nombres de gente sino de flores.� | |
Faustino Santos fue el �nico que percibi� una lumbre de verdad en la amenaza de Pablo | |
Vicario, y le pregunt� en broma por qu� ten�an que matar a Santiago Nasar habiendo | |
tantos ricos que merec�an morir primero. | |
-Santiago Nasar sabe por qu� -le contest� Pedro Vicario. | |
Faustino Santos me cont� que se hab�a quedado con la duda, y se la comunic� a un | |
agente de la polic�a que pas� poco m�s tarde a comprar una libra de h�gado para el | |
desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy, | |
y muri� el a�o siguiente por una cornada de toro en la yugular durante las fiestas | |
patronales. De modo que nunca pude hablar con �l, pero Clotilde Armenta me confirm� | |
que fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se | |
hab�an sentado a esperar. | |
Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el mostrador. Era el sistema | |
habitual. La tienda vend�a leche al amanecer y v�veres durante el d�a, y se transformaba | |
en cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta la abr�a a las 3.30 de la | |
madrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor, se hac�a cargo de la cantina | |
hasta la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo tantos clientes descarriados de la boda, | |
que se acost� pasadas las tres sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta estaba | |
levantada m�s temprano que de costumbre, porque quer�a terminar antes de que llegara | |
el obispo. | |
24 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora s�lo se vend�an cosas de comer, | |
pero Clotilde Armenta les vendi� una botella de aguardiente de ca�a, no s�lo por el | |
aprecio que les ten�a, sino tambi�n porque estaba muy agradecida por la porci�n de | |
pastel de boda que le hab�an mandado. Se bebieron la botella entera con dos largas | |
tragantadas, pero siguieron imp�vidos. �Estaban pasmados -me dijo Clotilde Armenta-, | |
y ya no pod�an levantar presi�n ni con petr�leo de l�mpara.� Luego se quitaron las | |
chaquetas de pa�o, las colgaron con mucho cuidado en el espaldar de las sillas, y | |
pidieron otra botella. Ten�an la camisa sucia de sudor seco y una barba del d�a anterior | |
que les daba un aspecto montuno. La segunda botella se la tomaron m�s despacio, | |
sentados, mirando con insistencia hacia la casa de Pl�cida Linero, en la acera de | |
enfrente, cuyas ventanas estaban apagadas. La m�s grande del balc�n era la del | |
dormitorio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le pregunt� a Clotilde Armenta si hab�a visto | |
luz en esa ventana, y ella le contest� que no, pero le pareci� un inter�s extra�o. | |
-�Le pas� algo? -pregunt�. | |
-Nada -le contest� Pedro Vicario-. No m�s que lo andamos buscando para matarlo. | |
Fue una respuesta tan espont�nea que ella no pudo creer que fuera cierta. Pero se fij� | |
en que los gemelos llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina. | |
-�Y se puede saber por qu� quieren matarlo tan temprano? -pregunt�. | |
-�l sabe por qu� -contest� Pedro Vicario. | |
Clotilde Armenta los examin� en serio. Los conoc�a tan bien que pod�a distinguirlos, | |
sobre todo despu�s de que Pedro Vicario regres� del cuartel. �Parec�an dos ni�os�, me | |
dijo. Y esa reflexi�n la asust�, pues siempre hab�a pensado que s�lo los ni�os son | |
capaces de todo. As� que acab� de preparar los trastos de la leche, y se fue a despertar | |
a su marido para contarle lo que estaba pasando en la tienda. Don Rogelio de la Flor la | |
escuch� medio dormido. | |
-No seas pendeja -le dijo-, �sos no matan a nadie, y menos a un rico. | |
Cuando Clotilde Armenta volvi� a la tienda los gemelos estaban conversando con el | |
agente Leandro Pornoy, que iba por la leche del alcalde. No oy� lo que hablaron, pero | |
supuso que algo le hab�an dicho de sus prop�sitos, por la forma en que observ� los | |
cuchillos al salir. | |
El coronel L�zaro Aponte se hab�a levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de | |
afeitarse cuando el agente Leandro Pornoy le revel� las intenciones de los hermanos | |
Vicario. Hab�a resuelto tantos pleitos de amigos la noche anterior, que no se dio ninguna | |
prisa por uno m�s. Se visti� con calma, se hizo varias veces hasta que le qued� perfecto | |
el corbat�n de mariposa, y se colg� en el cuello el escapulario de la Congregaci�n de | |
Mar�a para recibir al obispo. Mientras desayunaba con un guiso de h�gado cubierto de | |
anillos de cebolla, su esposa le'cont� muy excitada que Bayardo San Rom�n hab�a | |
devuelto a �ngela Vicario, pero �l no lo tom� con igual dramatismo. | |
-�Dios m�o! -se burl�-, �qu� va a pensar el obispo? | |
Sin embargo, antes de terminar el desayuno record� lo que acababa de decirle el | |
ordenanza, junt� las dos noticias y descubri� de inmediato que casaban exactas como | |
dos piezas de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del puerto nuevo, cuyas | |
casas empezaban a revivir por la llegada del obispo. �Recuerdo con seguridad que eran | |
casi las cinco y empezaba a llover�, me dijo el coronel L�zaro Aponte. En el trayecto, | |
tres personas lo detuvieron para contarle en secreto que los hermanos Vicario estaban | |
esperando a Santiago Nasar para matarlo, pero s�lo uno supo decirle d�nde. | |
25 | |
Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Los encontr� en la tienda de Clotilde Armenta. �Cuando los vi pens� que eran puras | |
bravuconadas -me dijo con su l�gica personal-, porque no estaban tan borrachos como | |
yo cre�a.� Ni siquiera los interrog� sobre sus intenciones, sino que les quit� los cuchillos | |
y los mand� a dormir. Los trataba con la misma complacencia de s� mismo con que | |
hab�a sorteado la alarma de la esposa. | |
-�Imag�nense -les dijo-: qu� va a decir el obispo si los encuentra en ese estado! | |
Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufri� una desilusi�n m�s con la ligereza del alcalde, | |
pues pensaba que deb�a arrestar a los | |
gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostr� los cuchillos como un | |
argumento final. | |
-Ya no tienen con qu� matar a nadie -dijo. | |
-No es por eso -dijo Clotilde Armenta-. Es para librar a esos pobres muchachos del | |
horrible compromiso que les ha ca�do encima. | |
Pues ella lo hab�a intuido. Ten�a la certidumbre de que los hermanos Vicario no | |
estaban tan ansiosos por cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que les | |
hiciera el favor de imped�rselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su alma. | |
-No se detiene a nadie por sospechas -dijo-. Ahora es cuesti�n de prevenir a Santiago | |
Nasar, y feliz a�o nuevo. | |
Clotilde Armenta recordar�a siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le | |
causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque | |
un poco trastornado por la pr�ctica solitaria del espiritismo aprendido por correo. Su | |
comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La verdad es | |
que no volvi� a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo vio en el puerto, y entonces se | |
felicit� por haber tomado la decisi�n justa. | |
Los hermanos Vicario les hab�an contado sus prop�sitos a m�s de doce personas que | |
fueron a comprar leche, y �stas los hab�an divulgado por todas partes antes de las seis. | |
A Clotilde Arrnenta le parec�a imposible que no se supiera en la casa de enfrente. | |
Pensaba que Santiago Nasar no estaba all�, pues no hab�a visto encenderse la luz del | |
dormitorio, y a todo el que pudo le pidi� prevenirlo donde lo vieran. Se lo mand� a decir, | |
inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a comprar la leche para las | |
monjas. Despu�s de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de Pl�cida | |
Linero, le mand� el �ltimo recado urgente a Victoria Guzm�n con la pordiosera que iba | |
todos los d�as a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bram� el buque del obispo | |
casi todo el mundo estaba despierto para recibirlo, y �ramos muy pocos quienes no | |
sab�amos que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y | |
se conoc�a adem�s el motivo con sus pormenores completos. | |
Clotilde Armenta no hab�a acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos | |
Vicario con otros dos cuchillos envueltos en peri�dicos. Uno era de descuartizar, con una | |
hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho, que hab�a sido | |
fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en una �poca en que no ven�an | |
cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era m�s corto, pero ancho y curvo. El | |
juez instructor lo dibuj� en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se arriesg� | |
apenas a indicar que parec�a un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se | |
cometi� el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados. | |
Faustino Santos no pudo entender lo que hab�a pasado. �Vinieron a afilar otra vez los | |
cuchillos -me dijo- y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a | |
Santiago Nasar, as� que yo cre� que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me | |
fij� en los cuchillos, y pens� que eran los mismos.� Esta vez, sin embargo, Clotilde | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Armenta not� desde que los vio entrar que no llevaban la misma determinaci�n de | |
antes. | |
En realidad, hab�an tenido la primera discrepancia. No s�lo eran mucho m�s distintos | |
por dentro de lo que parec�an por fuera, sino que en emergencias dif�ciles ten�an | |
caracteres contrarios. Sus amigos lo hab�amos advertido desde la escuela primaria. | |
Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue m�s imaginativo y resuelto | |
hasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareci� siempre m�s sentimental, y por lo | |
mismo m�s autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los 20 a�os, y | |
Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro Vicario | |
cumpli� el servicio durante once meses en patrullas de orden p�blico. El r�gimen de | |
tropa, agravado por el miedo de la muerte, le madur� la vocaci�n de mandar y la | |
costumbre de decidir por su hermano. Regres� con una blenorragia de sargento que | |
resisti� a los m�todos m�s brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de | |
ars�nico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguar�n. S�lo en la | |
c�rcel lograron sanarlo. Sus amigos est�bamos de acuerdo en que Pablo Vicario | |
desarroll� de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario | |
regres� con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle | |
a quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Lleg� a | |
sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su | |
hermano exhib�a como una condecoraci�n de guerra. | |
Pedro Vicario, seg�n declaraci�n propia, fue el que tom� la decisi�n de matar a | |
Santiago Nasar, y al principio su hermano no hizo m�s que seguirlo. Pero tambi�n fue �l | |
quien pareci� dar por cumplido el compromiso cuando los desarm� el alcalde, y entonces | |
fue Pablo Vicario quien asumi� el mando. Ninguno de los dos mencion� este desacuerdo | |
en sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirm� varias | |
veces que no le fue f�cil convencer al hermano de la resoluci�n final. Tal vez no fuera en | |
realidad sino una r�faga de p�nico, pero el hecho es que Pablo Vicario entr� solo en la | |
pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota | |
tratando de orinar bajo los tamarindos. �Mi hermano no supo nunca lo que es eso -me | |
dijo Pedro Vicario en nuestra �nica entrevista-. Era como orinar vidrio molido.� Pablo | |
Vicario lo encontr� todav�a abrazado del �rbol cuando volvi� con los cuchillos. �Estaba | |
sudando fr�o del dolor -me dijo- y trat� de decir que me fuera yo solo porque �l no | |
estaba en condiciones de matar a nadie.� Se sent� en uno de los mesones de carpintero | |
que hab�an puesto bajo los �rboles para el almuerzo de la boda, y se baj� los pantalones | |
hasta las rodillas. �Estuvo como media hora cambi�ndose la gasa con que llevaba | |
envuelta la pinga�, me dijo Pablo Vicario. En realidad no se demor� m�s de diez | |
minutos, pero fue algo tan dif�cil, y tan enigm�tico para Pablo Vicario, que lo interpret� | |
como una nueva artima�a del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De | |
modo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llev� casi por la fuerza a buscar la honra | |
perdida de la hermana. | |
-Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera sucedido. | |
Salieron por el port�n de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por | |
el alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. �No estaba lloviendo�, | |
recordaba Pablo Vicario. �Al contrario -recordaba Pedro-: hab�a viento de mar y todav�a | |
las estrellas se pod�an contar con el dedo.� La noticia estaba entonces tan bien | |
repartida, que Hortensia Baute abri� la puerta justo cuando ellos pasaban frente a su | |
casa, y fue la, primera que llor� por Santiago Nasar. �Pens� que ya lo hab�an matado | |
-me dijo-, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareci� que iban chorreando | |
sangre.� Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ah� a | |
esa hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el | |
primer caf�. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieron | |
en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina. A�n | |
no estaba el caf�. | |
-Lo dejamos para despu�s -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos de prisa. | |
-Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera. | |
Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pens� que el | |
hermano estaba perdiendo el tiempo a prop�sito. Mientras tomaban el caf�, Prudencia | |
Cotes sali� a la cocina en plena adolescencia con un rollo de peri�dicos viejos para | |
animar la lumbre de la hornilla. �Yo sab�a en qu� andaban -me dijo- y no s�lo estaba de | |
acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con �l si no cumpl�a como hombre.� Antes | |
de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quit� dos secciones de peri�dicos y le dio una al | |
hermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se qued� esperando en la cocina | |
hasta que los vio salir por la puerta del patio, y sigui� esperando durante tres a�os sin | |
un instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario sali� de la c�rcel y fue su esposo de | |
toda la vida. | |
-Cu�dense mucho -les dijo. | |
De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba raz�n cuando le pareci� que los | |
gemelos no estaban tan resueltos como antes, y les sirvi� una botella de gordolobo de | |
vaporino con la esperanza de rematarlos. ��Ese d�a me di cuenta -me dijo- de lo solas | |
que estamos las mujeres en el mundo!� Pedro Vicario le pidi� prestado los utensilios de | |
afeitar de su marido, y ella le llev� la brocha, el jab�n, el espejo de colgar y la m�quina | |
con la cuchilla nueva, pero �l se afeit� con el cuchillo de destazar. Clotilde Armenta | |
pensaba que eso fue el colmo del machismo. �Parec�a un mat�n de cine�, me dijo. Sin | |
embargo, �l me explic� despu�s, y era cierto, que en el cuartel hab�a aprendido a | |
afeitarse con navaja barbera, y nunca m�s lo pudo hacer de otro modo. Su hermano, | |
por su parte, se afeit� del modo m�s humilde con la m�quina prestada de don Rogelio | |
de la Flor. Por �ltimo se bebieron la botella en silencio, muy despacio, contemplando con | |
el aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en la casa de enfrente, mientras | |
pasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas de | |
comer que no exist�an, con la intenci�n de ver si era cierto que estaban esperando a | |
Santiago Nasar para matarlo. | |
Los hermanos Vicario no ver�an encenderse esa ventana. Santiago Nasar entr� en su | |
casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque | |
el foco de la escalera permanec�a encendido durante la noche. Se tir� sobre la cama en | |
la oscuridad y con la ropa puesta, pues s�lo le quedaba una hora para dormir, y as� lo | |
encontr� Victoria Guzm�n cuando subi� a despertarlo para que recibiera al obispo. | |
Hab�amos estado juntos en la casa de Mar�a Alejandrina Cervantes hasta pasadas las | |
tres, cuando ella misma despach� a los m�sicos y apag� las luces del patio de baile para | |
que sus mulatas de placer se acostaran solas a descansar. Hac�a tres d�as con sus | |
noches que trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a los invitados de | |
honor, y despu�s destrampadas a puertas abiertas con los que nos quedamos | |
incompletos con la parranda de la boda. Mar�a Alejandrina Cervantes, de quien dec�amos | |
que s�lo hab�a de dormir una vez para morir, fue la mujer m�s elegante y la m�s tierna | |
que conoc� jam�s, y la m�s servicial en la cama, pero tambi�n la m�s severa. Hab�a | |
nacido y crecido aqu�, y aqu� viv�a, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de | |
alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazares | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
chinos de Paramaribo. Fue ella quien arras� con la virginidad de mi generaci�n. Nos | |
ense�� mucho m�s de lo que deb�amos aprender, pero nos ense�� sobre todo que | |
ning�n lugar de la vida es m�s triste que una canea vac�a. Santiago Nasar perdi� el | |
sentido desde que la vio por primera vez. Yo lo previne: Halc�n que se atreve con garza | |
guerrera, peligros espera. Pero �l no me oy�, aturdido por los silbos quim�ricos de | |
Mar�a Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasi�n desquiciada, su maestra de l�grimas a | |
los 15 a�os, hasta que Ibrahim Nasar se lo quit� de la cama a correazos y lo encerr� | |
m�s de un a�o en El Divino Rostro. Desde entonces siguieron vinculados por un afecto | |
serio, pero sin el desorden del amor, y ella le ten�a tanto respeto que no volvi� a | |
acostarse con nadie si �l estaba presente. En aquellas �ltimas vacaciones nos | |
despachaba temprano con el pretexto inveros�mil de que estaba cansada, pero dejaba la | |
puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que yo volviera a entrar en | |
secreto. | |
Santiago Nasar ten�a un talento casi m�gico para los disfraces, y su diversi�n | |
predilecta era trastocar la identidad de las mulatas. Saqueaba los roperos de unas para | |
disfrazar a las otras, de modo que todas terminaban por sentirse distintas de s� mismas | |
e iguales a las que no eran. En cierta ocasi�n, una de ellas se vio repetida en otra con tal | |
acierto, que sufri� una crisis de llanto. �Sent� que me hab�a salido del espejo�, dijo. Pero | |
aquella noche, Mar�a Alejandrina Cervantes no permiti� que Santiago Nasar se | |
complaciera por �ltima vez en sus artificios de transformista, y lo hizo con pretextos tan | |
fr�volos que el mal sabor de ese recuerdo le cambi� la vida. As� que nos llevamos a los | |
m�sicos a una ronda de serenatas, y seguirnos la fiesta por nuestra cuenta, mientras los | |
gemelos Vicario esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Fue a �l a quien se le ocurri�, | |
casi a las cuatro, que subi�ramos a la colina del viudo de Xius para cantarles a los reci�n | |
casados. | |
No s�lo les cantamos por las ventanas, sino que tiramos cohetes y reventamos | |
petardos en los jardines, pero no percibimos ni una se�al de vida dentro de la quinta. No | |
se nos ocurri� que no hubiera nadie, sobre todo porque el autom�vil nuevo estaba en la | |
puerta, todav�a con la capota plegada y con las cintas de raso y los macizos de azahares | |
de parafina que les hab�an colgado en la fiesta. Mi hermano Luis Enrique, que entonces | |
tocaba la guitarra como un profesional, improvis� en honor de los reci�n casados una | |
canci�n de equ�vocos matrimoniales. Hasta entonces no hab�a llovido. Al contrario, la | |
luna estaba en el centro del cielo, y el aire era di�fano, y en el fondo del precipicio se | |
ve�a el reguero de luz de los fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisaban | |
los sembrados de pl�tanos azules bajo la luna, las ci�nagas tristes y la l�nea | |
fosforescente del Caribe en el horizonte. Santiago Nasar se�al� una lumbre intermitente | |
en el mar, y nos dijo que era el �nima en pena de un barco negrero que se hab�a | |
hundido con un cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca grande de | |
Cartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera alg�n malestar de la conciencia, | |
aunque entonces no sab�a que la ef�mera vida matrimonial de �ngela Vicario hab�a | |
terminado dos horas antes. Bayardo San Rom�n la hab�a llevado a pie a casa de sus | |
padres para que el ruido del motor no delatara su desgracia antes de tiempo, y estaba | |
otra vez solo y con las luces apagadas en la quinta feliz del viudo de Xius. | |
Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invit� a desayunar con pescado frito en las | |
fondas del mercado, pero Santiago Nasar se opuso porque quer�a dormir una hora hasta | |
que llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la orilla del r�o bordeando los tambos | |
de pobres que empezaban a encenderse en el puerto antiguo, y antes de doblar la | |
esquina nos hizo una se�al de adi�s con la mano. Fue la �ltima vez que lo vimos. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse m�s tarde en el puerto, | |
lo despidi� en la entrada posterior de su casa. Los perros le ladraban por costumbre | |
cuando lo sent�an entrar, pero �l los apaciguaba en la penumbra con el campanilleo de | |
las llaves. Victoria Guzm�n estaba vigilando la cafetera en el fog�n cuando �l pas� por la | |
cocina hacia el interior de la casa. | |
-Blanco -lo llam�-: ya va a estar el caf�. | |
Santiago Nasar le dijo que lo tomar�a m�s tarde, y le pidi� decirle a Divina Flor que lo | |
despertara a las cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a la que | |
llevaba puesta. Un instante despu�s de que �l subi� a acostarse, Victoria Guzm�n recibi� | |
el recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de la leche. A las 5.30 cumpli� la orden | |
de despertarlo, pero no mand� a Divina Flor sino que subi� ella misma al dormitorio con | |
el vestido de lino, pues no perd�a ninguna ocasi�n de preservar a la hija contra las | |
garras del boyardo. | |
Mar�a Alejandrina Cervantes hab�a dejado sin tranca la puerta de la casa. Me desped� | |
de mi hermano, atraves� el corredor donde dorm�an los gatos de las mulatas | |
amontonados entre los tulipanes, y empuj� sin tocar la puerta del dormitorio. Las luces | |
estaban apagadas, pero tan pronto como entr� percib� el olor de mujer tibia y vi los ojos | |
de leoparda insomne en la oscuridad, y despu�s no volv� a saber de m� mismo hasta que | |
empezaron a sonar las campanas. | |
De paso para nuestra casa, mi hermano entr� a comprar cigarrillos en la tienda de | |
Clotilde Armenta. Hab�a bebido tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro fueron | |
siempre muy confusos, pero no olvid� nunca el trago mortal que le ofreci� Pedro Vicario. | |
�Era candela pura�, me dijo. Pablo Vicario, que hab�a empezado a dormirse, despert� | |
sobresaltado cuando lo sinti� entrar, y le mostr� el cuchillo. | |
-Vamos a matar a Santiago Nasar -le dijo. | |
Mi hermano no lo recordaba. �Pero aunque lo recordara no lo hubiera cre�do -me ha | |
dicho muchas veces-. �A qui�n carajo se le pod�a ocurrir que los gemelos iban a matar a | |
nadie, y menos con un cuchillo de puercos!� Luego le preguntaron d�nde estaba | |
Santiago Nasar, pues los hab�an visto juntos a las dos, y mi hermano no record� | |
tampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta y los hermanos Vicario se | |
sorprendieron tanto al o�rla, que la dejaron establecida en el sumario con declaraciones | |
separadas. Seg�n ellos, mi hermano dijo: �Santiago Nasar est� muerto�. Despu�s | |
imparti� una bendici�n episcopal, tropez� en el pretil de la puerta y sali� dando tumbos. | |
En medio de la plaza se cruz� con el padre Amador. Iba para el puerto con sus ropas de | |
oficiar, seguido por un ac�lito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el altar | |
para la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los hermanos Vicario se santiguaron. | |
Clotilde Armenta me cont� que hab�an perdido las �ltimas esperanzas cuando el | |
p�rroco pas� de largo frente a su casa. �Pens� que no hab�a recibido mi recado�, dijo. | |
Sin embargo, el padre Amador me confes� muchos a�os despu�s, retirado del mundo en | |
la tenebrosa Casa de Salud de Calafell, que en efecto hab�a recibido el mensaje de | |
Clotilde Armenta, y otros m�s perentorios, mientras se preparaba para ir al puerto. �La | |
verdad es que no supe qu� hacer -me dijo-. Lo primero que pens� fue que no era un | |
asunto m�o sino de la autoridad civil, pero despu�s resolv� decirle algo de pasada a | |
Pl�cida Linero.� Sin embargo, cuando atraves� la plaza lo hab�a olvidado por completo. | |
�Usted tiene que entenderlo -me dijo-: aquel d�a desgraciado llegaba el obispo.� En el | |
momento del crimen se sinti� tan desesperado, y tan indigno de s� mismo, que no se le | |
ocurri� nada m�s que ordenar que tocaran a fuego. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Mi hermano Luis Enrique entr� en la casa por la puerta de la cocina, que mi madre | |
dejaba sin cerrojo para que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al ba�o antes de | |
acostarse, pero se durmi� sentado en el retrete, y cuando mi hermano Jaime se levant� | |
para ir a la escuela, lo encontr� tirado boca abajo en las baldosas, y cantando dormido. | |
Mi hermana la monja, que no ir�a a esperar al obispo porque ten�a una cruda de cuarenta | |
grados, no consigui� despertarlo. �Estaban dando las cinco cuando fui al ba�o�, me dijo. | |
M�s tarde, cuando mi hermana Margot entr� a ba�arse para ir al puerto, logr� llevarlo a | |
duras penas al dormitorio. Desde el otro lado del sue�o, oy� sin despertar los primeros | |
bramidos del buque del obispo. Despu�s se durmi� a fondo, rendido por la parranda, | |
hasta que mi hermana la monja entr� en el dormitorio tratando de ponerse el h�bito a la | |
carrera, y lo despert� con su grito de loca: | |
-�Mataron a Santiago Nasar! | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente que | |
el padre Carmen Amador se vio obligado a hacer por ausencia del doctor Dionisio | |
Iguar�n. �Fue como si hubi�ramos vuelto a matarlo despu�s de muerto -me dijo el | |
antiguo p�rroco en su retiro de Calafell-. Pero era una orden del alcalde, y las �rdenes | |
de aquel b�rbaro, por est�pidas que fueran, hab�a que cumplirlas.� No era del todo | |
justo. En la confusi�n de aquel lunes absurdo, el coronel Aponte hab�a sostenido una | |
conversaci�n telegr�fica urgente con el gobernador de la provincia, y �ste lo autoriz� | |
para que hiciera las diligencias preliminares mientras mandaban un juez instructor. El | |
alcalde hab�a sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de justicia, y | |
era demasiado fatuo para preguntarle a alguien que lo supiera por d�nde ten�a que | |
empezar. Lo primero que lo inquiet� fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era estudiante | |
de medicina, logr� la dispensa por su amistad �ntima con Santiago Nasar. El alcalde | |
pens� que el cuerpo pod�a mantenerse refrigerado hasta que regresara el doctor Dionisio | |
Iguar�n, pero no encontr� nevera de tama�o humano, y la �nica apropiada en el | |
mercado estaba fuera de servicio. El cuerpo hab�a sido expuesto a la contemplaci�n | |
p�blica. en el centro de la sala, tendido sobre un angosto catre de hierro mientras le | |
fabricaban un ata�d de rico. Hab�an llevado los ventiladores de los dormitorios, y | |
algunos de las casas vecinas, pero hab�a tanta gente ansiosa de verlo. que fue preciso | |
apartar los muebles y descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y aun as� era | |
insoportable el calor. Adem�s, los perros alborotados por el olor de la muerte | |
aumentaban la zozobra. No hab�an dejado de aullar desde que yo entr� en la casa, | |
cuando Santiago Nasar agonizaba todav�a en la cocina, y encontr� a Divina Flor llorando | |
a gritos y manteni�ndolos a raya con una tranca. | |
-Ay�dame -me grit�-, que lo que quieren es comerse las tripas. | |
Los encerramos con candado en las pesebreras. Pl�cida Linero orden� m�s tarde que | |
los llevaran a alg�n lugar apartado hasta despu�s del entierro. Pero hacia el medio d�a, | |
nadie supo c�mo, se escaparon de donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la casa. | |
Pl�cida Linero, por una vez, perdi� los estribos. | |
-�Estos perros de mierda! -grit�-. �Que los maten! | |
La orden se cumpli� de inmediato, y la casa volvi� a quedar en silencio. Hasta | |
entonces no hab�a temor alguno por el estado del cuerpo. La cara hab�a quedado intacta, | |
con la misma expresi�n que ten�a cuando cantaba, y Cristo Bedoya le hab�a vuelto a | |
colocar las v�sceras en su lugar y lo hab�a fajado con una banda de lienzo. Sin embargo, | |
en la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de alm�bar que atrajeron | |
a las moscas, y una mancha morada le apareci� en el bozo y se extendi� muy despacio | |
como la sombra de una nube en el agua hasta la ra�z del cabello. La cara que siempre | |
fue indulgente adquiri� una expresi�n de enemigo, y su madre se la cubri� con un | |
pa�uelo. El coronel Aponte comprendi� entonces que ya no era posible esperar, y le | |
orden� al padre Amador que practicara la autopsia. �Habr�a sido peor desenterrarlo | |
despu�s de una semana�, dijo. El p�rroco hab�a hecho la carrera de medicina y cirug�a | |
en Salamanca, pero ingres� en el seminario sin graduarse, y hasta el alcalde sab�a que | |
su autopsia carec�a de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden. | |
Fue una masacre, consumada en el local de la escuela p�blica con la ayuda del | |
boticario que tom� las notas, y un estudiante de primer a�o de medicina que estaba aqu� | |
de vacaciones. S�lo dispusieron de algunos instrumentos de cirug�a menor, y el resto | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
fueron hierros de artesanos. Pero al margen de los destrozos en el cuerpo, el informe del | |
padre Amador parec�a correcto, y el instructor lo incorpor� al sumario como una pieza | |
�til. | |
Siete de las numerosas heridas eran mortales. El h�gado estaba casi seccionado por | |
dos perforaciones profundas en la cara anterior. Ten�a cuatro incisiones en el est�mago, | |
y una de ellas tan profunda que lo atraves� por completo y le destruy� el p�ncreas. | |
Ten�a otras seis perforaciones menores en el colon trasverso, y m�ltiples heridas en el | |
intestino delgado. La �nica que ten�a en el dorso, a la altura de la tercera v�rtebra | |
lumbar, le hab�a perforado el ri��n derecho. La cavidad abdominal estaba ocupada por | |
grandes t�mpanos de sangre, y entre el lodazal de contenido g�strico apareci� una | |
medalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se hab�a tragado a la edad | |
de cuatro a�os. La cavidad tor�cica mostraba dos perforaciones: una en el segundo | |
espacio intercostal derecho que le alcanz� a interesar el pulm�n, y otra muy cerca de la | |
axila izquierda. Ten�a adem�s seis heridas menores en los brazos y las manos, y dos | |
tajos horizontales: uno en el muslo derecho y otro en los m�sculos del abdomen. Un�a | |
una punzada profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice: �Parec�a un | |
estigma del Crucificado�. La masa encef�lica pesaba sesenta gramos m�s que 1a de un | |
ingl�s normal, y el padre Amador consign� en el informe que Santiago Nasar ten�a una | |
inteligencia superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final se�alaba una | |
hipertrofia del h�gado que atribuy� a una hepatitis mal curada. �Es decir -me dijo-, que | |
de todos modos le quedaban muy pocos a�os de vida.� El doctor Dionisio Iguar�n, que | |
en efecto le hab�a tratado una hepatitis a Santiago Nasar a los doce a�os, recordaba | |
indignado aquella autopsia. �Ten�a que ser cura para ser tan bruto -me dijo-. No hubo | |
manera de hacerle entender nunca que la gente del tr�pico tenemos el h�gado m�s | |
grande que los gallegos.� El informe conclu�a que la causa de la muerte fue una | |
hemorragia masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas mayores. | |
Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cr�neo hab�a sido destrozado con la | |
trepanaci�n, y el rostro de gal�n que la muerte hab�a preservado acab� de perder su | |
identidad. Adem�s, el p�rroco hab�a arrancado de cuajo las v�sceras destazadas, pero al | |
final no supo qu� hacer con ellas, y les imparti� una bendici�n de rabia y las tir� en el | |
balde de la basura. A los �ltimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela p�blica | |
se les acab� la curiosidad, el ayudante se desvaneci�, y el coronel L�zaro Aponte, que | |
hab�a visto y causado tantas masacres de represi�n, termin� por ser vegetariano | |
adem�s de espiritista. El cascar�n vac�o, embutido de trapos y cal viva, y cosido a la | |
machota con bramante basto y agujas de enfardelar, estaba a punto de desbaratarse | |
cuando lo pusimos en el ata�d nuevo de seda capitonada. �Pens� que as� se conservar�a | |
por m�s tiempo�, me dijo el padre Amador. Sucedi� lo contrario: tuvimos que enterrarlo | |
de prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable dentro | |
de la casa. | |
Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al t�rmino de la jornada | |
opresiva, y empuj� la puerta de la casa de Mar�a Alejandrina Cervantes por si no hab�a | |
pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los �rboles, y en el patio | |
de baile hab�a varios fogones de le�a con enormes ollas humeantes, donde las mulatas | |
estaban ti�endo de luto sus ropas de parranda. Encontr� a Mar�a Alejandrina Cervantes | |
despierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo como siempre que no | |
hab�a extra�os en la casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a un | |
plat�n babil�nico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de | |
cerdo, y una guarnici�n de pl�tanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco. | |
Comer sin medida fue siempre su �nico modo de llorar, y nunca la hab�a visto hacerlo | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
con semejante pesadumbre. Me acost� a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando | |
yo tambi�n a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le | |
hab�a cobrado 20 a�os de dicha no s�lo con la muerte, sino adem�s con el | |
descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersi�n y exterminio. So�� que una mujer | |
entraba en el cuarto con una ni�a en brazos, y que �sta ronzaba sin tomar aliento y los | |
granos de ma�z a medio mascar le ca�an en el corpi�o. La mujer me dijo: �Ella mastica a | |
la topa tolondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriate�. De pronto sent� los dedos | |
ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sent� el olor peligroso de la bestia | |
de amor acostada a mis espaldas, y sent� que me hund�a en las delicias de las arenas | |
movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosi� desde muy lejos y se escurri� | |
de mi vida. | |
-No puedo -dijo-: hueles a �l. | |
No s�lo yo. Todo sigui� oliendo a Santiago Nasar aquel d�a. Los hermanos Vicario lo | |
sintieron en el calabozo donde los encerr� el alcalde mientras se le ocurr�a qu� hacer con | |
ellos. �Por m�s que me restregaba con jab�n y estropajo no pod�a quitarme el olor�, me | |
dijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin dormir, pero no pod�an descansar, porque | |
tan pronto como empezaban a dormirse volv�an a cometer el crimen. Ya casi viejo, | |
tratando de explicarme su estado de aquel d�a interminable, Pablo Vicario me dijo sin | |
ning�n esfuerzo: �Era como estar despierto dos veces�. Esa frase me hizo pensar que lo | |
m�s insoportable para ellos en el calabozo debi� haber sido la lucidez. | |
El cuarto ten�a tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro, una | |
letrina port�til, un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mamposter�a | |
con colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se hab�a construido, | |
dec�a que no hubo nunca un hotel m�s humano. Mi hermano Luis Enrique estaba de | |
acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de m�sicos, y el alcalde | |
permiti� por caridad que una de las mulatas lo acompa�ara. Tal vez los hermanos | |
Vicario hubieran pensado lo mismo a las ocho de la ma�ana, cuando se sintieron a salvo | |
de los �rabes. En ese momento los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su | |
ley, y su �nica inquietud era la persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jab�n de | |
monte y estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron adem�s las | |
camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidi� tambi�n sus purgaciones y | |
diur�ticos, y un rollo de gasa est�ril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces | |
durante la ma�ana. Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan dif�cil a medida que | |
avanzaba el d�a, que el olor pas� a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando hubiera | |
podido fundirlos la modorra del calor, Pedro Vicario estaba tan cansado que no pod�a | |
permanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio le imped�a mantenerse de pie. | |
El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerr� la orina, y padeci� la | |
certidumbre espantosa de que no volver�a a dormir en el resto de su vida. �Estuve | |
despierto once meses�, me dijo, y yo lo conoc�a bastante bien para saber que era cierto. | |
No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comi� un poco de cada cosa que le | |
llevaron, y un cuarto de hora despu�s se desat� en una colerina pestilente. A las seis de | |
la tarde, mientra le hac�an la autopsia al cad�ver de Santiago Nasar, el alcalde fue | |
llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba convencido de que hab�an envenenado | |
a su hermano. �Me estaba yendo en aguas -me dijo Pablo Vicario-, y no pod�amos | |
quitarnos la idea de que eran vainas de los turcos.� Hasta entonces hab�a desbordado | |
dos veces la letrina port�til, y el guardi�n de vista lo hab�a llevado otras seis al retrete | |
de la alcald�a. All� lo encontr� el coronel Aponte, enca�onado por la guardia en el | |
excusado sin puertas, y desagu�ndose con tanta fluidez que no era absurdo pensar en el | |
veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se estableci� que s�lo hab�a bebido el | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
agua y comido el almuerzo que les mand� Pura Vicario. No obstante, el alcalde qued� | |
tan impresionado, que se llev� a los presos para su casa con una custodia especial, | |
hasta que vino el juez de instrucci�n y los traslad� al pan�ptico de Riohacha. | |
El temor de los gemelos respond�a al estado de �nimo de la calle. No se descartaba | |
una represalia de los �rabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario, habla pensado en | |
el veneno. Se supon�a m�s bien que aguardaran la noche para echar gasolina por la | |
claraboya e incendiar a los prisioneros dentro del calabozo. Pero aun �sa era una | |
suposici�n demasiado f�cil. Los �rabes constitu�an una comunidad de inmigrantes | |
pac�ficos que se establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun en los | |
m�s remotos y pobres, y all� se quedaron vendiendo trapos de colores y baratijas de | |
feria. Eran unidos, laboriosos y cat�licos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo, | |
criaban corderos en los patios y cultivaban el or�gano y la berenjena, y su �nica pasi�n | |
tormentosa eran los juegos de barajas. Los mayores siguieron hablando el �rabe rural | |
que trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto en familia hasta la segunda | |
generaci�n, pero los de la tercera, con la excepci�n de Santiago Nasar, les o�an a sus | |
padres en �rabe y les contestaban en castellano. De modo que no era concebible que | |
fueran a alterar de pronto su esp�ritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables | |
pod�amos ser todos. En cambio nadie pens� en una represalia de la familia de Pl�cida | |
Linero, que fueron gentes de poder y de guerra hasta que se les acab� la fortuna, y que | |
hab�an engendrado m�s de dos matones de cantina preservados por la sal de su | |
nombre. | |
El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visit� a los �rabes familia por familia, | |
y al menos por esa vez sac� una conclusi�n correcta. Los encontr� perplejos y tristes, | |
con insignias de duelo en sus altares, y algunos lloraban a gritos sentados en el suelo, | |
pero ninguno abrigaba prop�sitos de venganza. Las reacciones de la ma�ana hab�an | |
surgido al calor del crimen, y sus propios protagonistas admitieron que en ning�n caso | |
habr�an pasado de los golpes. M�s a�n: fue Suseme Abdala, la matriarca centenaria, | |
quien recomend� la infusi�n prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor que seg� | |
la colerina de Pablo Vicario y desat� a la vez el manantial florido de su gemelo. Pedro | |
Vicario cay� entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido concili� su primer | |
sue�o sin remordimientos. As� los encontr� Pur�sima Vicario a las tres de la madrugada | |
del martes, cuando el alcalde la llev� a despedirse de ellos. | |
Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus maridos, por iniciativa del | |
coronel Aponte. Se fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del agotamiento | |
p�blico, mientras los �nicos sobrevivientes despiertos de aquel d�a irreparable | |
est�bamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras se calmaban los �nimos, | |
seg�n la decisi�n del alcalde, pero no regresaron jam�s. Pura Vicario le envolvi� la cara | |
con un trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la visti� de rojo | |
encendido para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante secreto. | |
Antes de irse le pidi� al padre Amador que confesara a los hijos en la c�rcel, pero Pedro | |
Vicario se neg�, y convenci� al hermano de que no ten�an nada de que arrepentirse. Se | |
quedaron solos, y el d�a del traslado a Riohacha estaban ten repuestos y convencidos de | |
su raz�n, que no quisieron ser sacados de noche, como hicieron con la familia, sino a | |
pleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario, el padre, muri� poco despu�s. �Se lo llev� | |
la pena moral�, me dijo �ngela Vicario. Cuando los gemelos fueron absueltos se | |
quedaron en Riohacha, a s�lo un d�a de viaje de Manaure, donde viv�a la familia. All� fue | |
Prudencia Cotes a casarse con Pablo Vicario, que aprendi� el oficio del oro en el taller de | |
su padre y lleg� a ser un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, se | |
reintegr� tres a�os despu�s a las Fuerzas Armadas, mereci� las insignias de sargento | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
primero, y una ma�ana espl�ndida su patrulla se intern� en territorio de guerrillas | |
cantando canciones de putas, y nunca m�s se supo de ellos. | |
Para la inmensa mayor�a s�lo hubo una v�ctima: Bayardo San Rom�n. Supon�an que | |
los otros protagonistas de la tragedia hab�an cumplido con dignidad, y hasta con cierta | |
grandeza, la parte de favor que la vida les ten�a se�alada. Santiago Nasa, hab�a expiado | |
la injuria, los hermanos Vicario hab�an probado su condici�n de hombres, y la hermana | |
burlada estaba otra vez en posesi�n de su honor. El �nico que lo hab�a perdido todo era | |
Bayardo San Rom�n. �El pobre Bayardo�, como se le record� durante a�os. Sin | |
embargo, nadie se hab�a acordado de �l hasta despu�s del eclipse de luna, el s�bado | |
siguiente, cuando el viudo de Mus le cont� al alcalde que hab�a visto un p�jaro | |
fosforescente aleteando sobre su antigua casa, y pensaba que era el �nima de su esposa | |
que andaba reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada que no ten�a | |
nada que ver con la visi�n del viudo. | |
-�Carajo! -grit�-. �Se me hab�a olvidado ese pobre hombre! | |
Subi� a la colina con una patrulla, y encontr� el autom�vil descubierto frente a la | |
quinta, y vio una luz solitaria en el dormitorio, pero nadie respondi� a sus llamados. As� | |
que forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del | |
eclipse. �Las cosas parec�an debajo del agua�, me cont� el alcalde. Bayardo San Rom�n | |
estaba inconsciente en la cama, todav�a como lo hab�a visto Pura Vicario en la | |
madrugada del lunes con el pantal�n de fantas�a y la camisa de seda, pero sin los | |
zapatos. Hab�a botellas vac�as por el suelo, y muchas m�s sin abrir junto a la cama, pero | |
ni un rastro de comida. �Estaba en el �ltimo grado de intoxicaci�n et�lica�, me dijo el | |
doctor Dionisio Iguar�n, que lo hab�a atendido de emergencia. Pero se recuper� en | |
pocas horas, y tan pronto como recobr� la raz�n los ech� a todos de la casa con los | |
mejores modos de que fue capaz. | |
-Que nadie me joda -dijo-. Ni mi pap� con sus pelotas de veterano. | |
El alcalde inform� del episodio al general Petronio San Rom�n, hasta la �ltima frase | |
literal, con un telegrama alarmante. | |
El general San Rom�n debi� tomar al pie de la letra la voluntad del hijo, porque no | |
vino a buscarlo, sino que mand� a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres | |
mayores que parec�an ser sus hermanas. Vinieron en un buque de carga, cerradas de | |
luto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San Rom�n, y con los cabellos sueltos de | |
dolor. Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la | |
colina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio d�a, arranc�ndose mechones | |
de ra�z y llorando con gritos tan desgarradores que parec�an de j�bilo. Yo las vi pasar | |
desde el balc�n de Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelo | |
como �se s�lo pod�a fingirse para ocultar otras verg�enzas mayores. | |
El coronel L�zaro Aponte las acompa�� a la casa de la colina, y luego subi� el doctor | |
Dionisio Iguar�n en su mula de urgencias. Cuando se alivi� el sol, dos hombres del | |
municipio bajaron a Bayardo San Rom�n en una hamaca colgada de un palo, tapado | |
hasta la cabeza con una manta y con el s�quito de pla�ideras. Magdalena Oliver crey� | |
que estaba muerto. | |
-�Collons de d�u -exclam�-, qu� desperdicio! | |
Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo, | |
porque el brazo derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se | |
lo pon�a dentro de la hamaca se le volv�a a descolgar, de modo que dej� un rastro en la | |
tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque. Eso fue lo �ltimo que | |
nos qued� de �l: un recuerdo de v�ctima. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo sub�amos a explorarla en noches de | |
parranda cuando volv�amos de vacaciones, y cada vez encontr�bamos menos cosas de | |
valor en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de mano que | |
�ngela Vicario le hab�a pedido a su madre la noche de bodas, pero no le dimos ninguna | |
importancia. Lo que encontramos dentro parec�an ser los afeites naturales para la | |
higiene y la belleza de una mujer, y s�lo conoc� su verdadera utilidad cuando �ngela | |
Vicario me cont� muchos a�os m�s tarde cu�les fueron los artificios de comadrona que | |
le hab�an ense�ado para enga�ar al esposo. Fue el �nico rastro que dej� en el que fuera | |
su hogar de casada por cinco horas. | |
A�os despu�s, cuando volv� a buscar los �ltimos testimonios para esta cr�nica, no | |
quedaban tampoco ni los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas hab�an ido | |
desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia empecinada del coronel L�zaro | |
Aponte, inclusive el escaparate de seis lunas de cuerpo entero que los maestros cantores | |
de Mompox hab�an tenido que armar dentro de la casa, pues no cab�a por las puertas. Al | |
principio, el viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos p�stumos de la | |
esposa para llevarse lo que era suyo. El coronel L�zaro Aponte se burlaba de �l. Pero | |
una noche se le ocurri� oficiar una misa de espiritismo para esclarecer el misterio, y el | |
alma de Yolanda de Mus le confirm� de su pu�o y letra que en efecto era ella quien | |
estaba recuperando para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad. La quinta | |
empez� a desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta, y al final | |
no qued� sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante muchos a�os no se volvi� | |
a saber nada de su due�o. Hay una declaraci�n suya en el sumario, pero es tan breve y | |
convencional, que parece remendada a �ltima hora para cumplir con una f�rmula | |
ineludible. La �nica vez que trat� de hablar con �l, 23 a�os m�s tarde, me recibi� con | |
una cierta agresividad, y se neg� a aportar el dato m�s �nfimo que permitiera clarificar | |
un poco su participaci�n en el drama. En todo caso, ni siquiera sus padres sab�an de �l | |
mucho m�s que nosotros, ni ten�an la menor idea de qu� vino a hacer en un pueblo | |
extraviado sin otro prop�sito aparente que el de casarse con una mujer que no hab�a | |
visto nunca. | |
De �ngela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de r�fagas que me inspiraron una | |
imagen idealizada. Mi hermana la monja anduvo alg�n tiempo por la alta Guajira | |
tratando de convertir a los �ltimos id�latras, y sol�a detenerse a conversar con ella en la | |
aldea abrasada por la sal del Caribe donde su madre hab�a tratado de enterrarla en vida. | |
�Saludos de tu prima�, me dec�a siempre. Mi hermana Margot, que tambi�n la visitaba | |
en los primeros a�os, me cont� que hab�an comprado una casa de material con un patio | |
muy grande de vientos cruzados, cuyo �nico problema eran las noches de mareas altas, | |
porque los retretes se desbordaban y los pescados amanec�an dando saltos en los | |
dormitorios. Todos los que la vieron en esa �poca coincid�an en que era absorta y diestra | |
en la m�quina de bordar, y que a trav�s de su industria hab�a logrado el olvido. | |
Mucho despu�s, en una �poca incierta en que trataba de entender algo de m� mismo | |
vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegu� por | |
casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar, | |
bordando a m�quina en la hora de m�s calor, hab�a una mujer de medio luto con | |
antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con | |
un canario que no paraba de cantar. Al verla as�, dentro del marco id�lico de la ventana, | |
no quise creer que aquella mujer fuera la que yo cre�a, porque me resist�a a admitir que | |
la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: �ngela Vicario | |
23 a�os despu�s del drama. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Me trat� igual que siempre, como un primo remoto, y contest� a mis preguntas con | |
muy buen juicio y con sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba | |
trabajo creer que fuera la misma. Lo que m�s me sorprendi� fue la forma en que hab�a | |
terminado por entender su propia vida. Al cabo de pocos minutos ya no me pareci� tan | |
envejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y no ten�a | |
nada en com�n con la que hab�an obligado a casarse sin amor a los 20 a�os. Su madre, | |
de una vejez mal entendida, me recibi� como a un fantasma dif�cil. Se neg� a hablar del | |
pasado, y tuve que conformarme para esta cr�nica con algunas frases sueltas de sus | |
conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Hab�a hecho | |
m�s que lo posible para que �ngela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le | |
malogr� los prop�sitos, porque nunca hizo ning�n misterio de su desventura. Al | |
contrario: a todo el que quiso o�rla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nunca | |
se hab�a de aclarar: qui�n fue, y c�mo y cu�ndo, el verdadero causante de su perjuicio, | |
porque nadie crey� que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenec�an a dos | |
mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar | |
era demasiado altivo para fijarse en ella. �Tu prima la boba�, me dec�a, cuando ten�a | |
que mencionarla. Adem�s, como dec�amos entonces, �l era un gavil�n pollero. Andaba | |
solo, igual que su padre, cort�ndole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba a | |
despuntar por esos montes, pero nunca se le conoci� dentro del pueblo otra relaci�n | |
distinta de la convencional que manten�a con Flora Miguel, y de la tormentosa que lo | |
enloqueci� durante catorce meses con Mar�a Alejandrina Cervantes. La versi�n m�s | |
corriente, tal vez por ser la m�s perversa, era que �ngela Vicario estaba protegiendo a | |
alguien a quien de veras amaba, y hab�a escogido el nombre de Santiago Nasar porque | |
nunca pens� que sus hermanos se atrever�an contra �l. Yo mismo trat� de arrancarle | |
esta verdad cuando la visit� por segunda vez con todos mis argumentos en orden, pero | |
ella apenas si levant� la vista del bordado para rebatirlos. | |
-Ya no le des m�s vueltas, primo -me dijo-. Fue �l. | |
Todo lo dem�s lo cont� sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Cont� | |
que sus amigas la hab�an adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hasta | |
que perdiera el sentido, que aparentara m�s verg�enza de la que sintiera para que �l | |
apagara la luz, que se hiciera un lavado dr�stico de aguas de alumbre para fingir la | |
virginidad, y que manchara la s�bana con mercurio cromo para que pudiera exhibirla al | |
d�a siguiente en su patio de reci�n casada. S�lo dos cosas no tuvieron en cuenta sus | |
coberteras: la excepcional resistencia de bebedor de Bayardo San Rom�n, y la decencia | |
pura que �ngela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre. | |
�No hice nada de lo que me dijeron -me dijo-, porque mientras m�s lo pensaba m�s me | |
daba cuenta de que todo aquello era una porquer�a que no se le pod�a hacer a nadie, y | |
menos al pobre hombre que hab�a tenido la mala suerte de casarse conmigo.� De modo | |
que se dej� desnudar sin reservas en el dormitorio iluminado, a salvo ya de todos los | |
miedos aprendidos que le hab�an malogrado la vida. �Fue muy f�cil -me dijo-, porque | |
estaba resuelta a morir.� | |
La verdad es que hablaba de su desventura sin ning�n pudor para disimular la otra | |
desventura, la verdadera, que le abrasaba las entra�as. Nadie hubiera sospechado | |
siquiera, hasta que ella se decidi� a cont�rmelo, que Bayardo San Rom�n estaba en su | |
vida para siempre desde que la llev� de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. �De | |
pronto, cuando mam� empez� a pegarme, empec� a acordarme de �l�, me dijo. Los | |
pu�etazos le dol�an menos porque sab�a que eran por �l. Sigui� pensando en �l con un | |
cierto asombro de s� misma cuando sollozaba tumbada en el sof� del comedor. �No | |
lloraba por los golpes ni por nada de lo que hab�a pasado -me dijo-: lloraba por �l.� | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Segu�a pensando en �l mientra su madre le pon�a compresas de �rnica en la cara, y m�s | |
a�n cuando oy� la griter�a en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madre | |
entr� a decirle que ahora pod�a dormir, pues lo peor hab�a pasado. | |
Llevaba mucho tiempo pensando en �l sin ninguna ilusi�n cuando tuvo que acompa�ar | |
a su madre a un examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en el | |
Hotel del Puerto, a cuyo due�o conoc�an, y Pura Vicario pidi� un vaso de agua en la | |
cantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando �sta vio su propio | |
pensamiento reflejado en los espejos repetidos de la sala. �ngela Vicario volvi� la cabeza | |
con el �ltimo aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego | |
mir� otra vez a su madre con el coraz�n hecho trizas. Pura Vicario hab�a acabado de | |
beber, se sec� los labios con la manga y le sonri� desde el mostrador con los lentes | |
nuevos. En esa sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, �ngela Vicario la vio tal | |
como era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos. �Mierda�, se dijo. | |
Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tir� | |
en la cama a llorar durante tres d�as. | |
Naci� de nuevo. �Me volv� loca por �l -me dijo-, loca de remate.� Le bastaba cerrar | |
los ojos para verlo, lo o�a respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje de | |
su cuerpo en la cama. A fines de esa semana, sin haber conseguido un minuto de | |
sosiego, le escribi� la primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le contaba | |
que lo hab�a visto salir del hotel, y que le habr�a gustado que �l la hubiera visto. Esper� | |
en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar, le mand� otra carta | |
en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo �nico prop�sito parec�a ser reprocharle | |
su falta de cortes�a. Seis meses despu�s hab�a escrito seis cartas sin respuestas, pero se | |
conform� con la comprobaci�n de que �l las estaba recibiendo. | |
Due�a por primera vez de su destino, �ngela Vicario descubri� entonces que el odio y | |
el amor son pasiones rec�procas. Cuantas m�s cartas mandaba, m�s encend�a las brasas | |
de su fiebre, pero m�s calentaba tambi�n el rencor feliz que sent�a contra su madre. �Se | |
me revolv�an las tripas de s�lo verla -me dijo-, pero no pod�a verla sin acordarme de �l.� | |
Su vida de casada devuelta segu�a siendo tan simple corno la de soltera, siempre | |
bordando a m�quina con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y p�jaros de | |
papel, pero cuando su madre se acostaba permanec�a en el cuarto escribiendo cartas sin | |
porvenir hasta la madrugada. Se volvi� l�cida, imperiosa, maestra de su albedr�o, y | |
volvi� a ser virgen s�lo para �l, y no reconoci� otra autoridad que la suya ni m�s | |
servidumbre que la de su obsesi�n. | |
Escribi� una carta semanal durante media vida. �A veces no se me ocurr�a qu� decir | |
-me dijo muerta de risa-, pero me bastaba con saber que �l las estaba recibiendo.� Al | |
principio fueron esquelas de compromiso, despu�s fueron papelitos de amante furtiva, | |
billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por | |
�ltimo fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba | |
enfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derram� | |
el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agreg� una posdata: �En | |
prueba de mi amor te env�o mis l�grimas�. En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba | |
de su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consigui� | |
su complicidad. Lo �nico que no se le ocurri� fue renunciar. Sin embargo, �l parec�a | |
insensible a su delirio: era como escribirle a nadie. | |
Una madrugada de vientos, por el a�o d�cimo, la despert� la certidumbre de que �l | |
estaba desnudo en su cama. Le escribi� entonces una carta febril de veinte pliegos en la | |
que solt� sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el coraz�n desde su | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
noche funesta. Le habl� de las lacras eternas que �l hab�a dejado en su cuerpo, de la sal | |
de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entreg� a la empleada del | |
correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para llevarse las cartas, y se | |
qued� convencida de que aquel desahogo terminal seria el �ltimo de su agon�a. Pero no | |
hubo respuesta. A partir de entonces ya no era consciente de lo que escrib�a, ni a qui�n | |
le escrib�a a ciencia cierta, pero sigui� escribiendo sin cuartel durante diecisiete a�os. | |
Un medio d�a de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sinti� que alguien llegaba | |
a la puerta. No tuvo que mirar para saber qui�n era. �Estaba gordo y se le empezaba a | |
caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca -me dijo-. �Pero era �l, carajo, | |
era �l!� Se asust�, porque sab�a que �l la estaba viendo tan disminuida como ella lo | |
estaba viendo a �l, y no cre�a que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo. | |
Ten�a la camisa empapada de sudor, como lo hab�a visto la primera vez en la feria, y | |
llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata. | |
Bayardo San | |
Rom�n dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras at�nitas, y puso las | |
alforjas en la m�quina de coser. | |
-Bueno -dijo-, aqu� estoy. | |
Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil | |
cartas que ella le hab�a escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos | |
con cintas de colores, y todas sin abrir. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Durante a�os no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada | |
hasta entonces por tantos h�bitos lineales, hab�a empezado a girar de golpe en torno de | |
una misma ansiedad com�n. Nos sorprend�an los gallos del amanecer tratando de | |
ordenar las numerosas casualidades encadenadas que hab�an hecho posible el absurdo, | |
y era evidente que no lo hac�amos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque | |
ninguno de nosotros pod�a seguir viviendo sin saber con exactitud cu�l era el sitio y la | |
misi�n que le hab�a asignado la fatalidad. | |
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que lleg� a ser un cirujano notable, | |
no pudo explicarse nunca por qu� cedi� al impulso de esperar dos horas donde sus | |
abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la casa de sus padres, | |
que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para alertarlo. Pero la mayor�a de | |
quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se | |
consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los | |
cuales s�lo tienen acceso los due�os del drama. �La honra es el amor�, le o�a decir a mi | |
madre. Hortensia Baute, cuya �nica participaci�n fue haber visto ensangrentados dos | |
cuchillos que todav�a no lo estaban, se sinti� tan afectada por la alucinaci�n que cay� en | |
una crisis de penitencia, y un d�a no pudo soportarla m�s y se ech� desnuda a las calles. | |
Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fug� por despecho con un teniente de | |
fronteras que la prostituy� entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadrona | |
que hab�a ayudado a nacer a tres generaciones, sufri� un espasmo de la vejiga cuando | |
conoci� la noticia, y hasta el d�a de su muerte necesit� una sonda para orinar. Don | |
Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad a | |
los 86 a�os, se levant� por �ltima vez para ver c�mo desguazaban a Santiago Nasar | |
contra la puerta cerrada de su propia casa, y no sobrevivi� a la conmoci�n. Pl�cida | |
Linero hab�a cerrado esa puerta en el �ltimo instante, pero se liber� a tiempo de la | |
culpa. �La cerr� porque Divina Flor me jur� que hab�a visto entrar a mi hijo -me cont�-, | |
y no era cierto.� Por el contrario, nunca se perdon� el haber confundido el augurio | |
magn�fico de los �rboles con el infausto de los p�jaros, y sucumbi� a la perniciosa | |
costumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina. | |
Doce d�as despu�s del crimen, el instructor del sumario se encontr� con un pueblo en | |
carne viva. En la s�rdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo caf� de olla | |
con ron de ca�a contra los espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo para | |
encauzar a la muchedumbre que se precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de | |
exhibir su propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todav�a el | |
vestido de pa�o negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el emblema de su | |
promoci�n, y las �nfulas y el lirismo del prim�paro feliz. Pero nunca supe su nombre. | |
Todo lo que sabemos de su car�cter es aprendido en el sumario, que numerosas | |
personas me ayudaron a buscar veinte a�os despu�s del crimen en el Palacio de justicia | |
de Riohacha. No exist�a clasificaci�n alguna en los archivos, y m�s de un siglo de | |
expedientes estaban amontonados en el suelo del decr�pito edificio colonial que fuera | |
por dos d�as el cuartel general de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el mar | |
de leva, y los vol�menes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo explor� | |
muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y s�lo | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
una casualidad me permiti� rescatar al cabo de cinco a�os de b�squeda unos 322 | |
pliegos salteados de los m�s de 500 que debi� de tener el sumario. | |
El nombre del juez no apareci� en ninguno, pero es evidente que era un hombre | |
abrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda hab�a le�do a los cl�sicos espa�oles, y | |
algunos latinos, y conoc�a muy bien a Nietzsche, que era el autor de moda entre los | |
magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no s�lo por el color de la tinta, | |
parec�an escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le hab�a tocado en | |
suerte, que muchas veces incurri� en distracciones l�ricas contrarias al rigor de su | |
ciencia. Sobre todo, nunca le pareci� leg�timo que la vida se sirviera de tantas | |
casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte | |
tan anunciada. | |
Sin embargo, lo que m�s le hab�a alarmado al final de su diligencia excesiva fue no | |
haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos veros�mil, de que Santiago Nasar | |
hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de �ngela Vicario que | |
hab�an sido sus c�mplices en el enga�o siguieron contando durante mucho tiempo que | |
ella las hab�a hecho part�cipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les hab�a | |
revelado ning�n nombre. En el sumario declararon: �Nos dijo el milagro pero no el | |
santo�. �ngela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le | |
pregunt� con su estilo lateral si sab�a qui�n era el difunto Santiago Nasar, ella le | |
contest� impasible: | |
-Fue mi autor. | |
As� consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisi�n de modo ni de lugar. | |
Durante el juicio, que s�lo dur� tres d�as, el representante de la parte civil puso su | |
mayor empe�o en la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez instructor | |
ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor parece por | |
momentos desvirtuada por la desilusi�n. En el folio 416, de su pu�o y letra y con la tinta | |
roja del boticario, escribi� una nota marginal: Dadme un prejuicio y mover� el mundo. | |
Debajo de esa par�frasis de desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de sangre, | |
dibuj� un coraz�n atravesado por una flecha. Para �l, como para los amigos m�s | |
cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de �ste en las �ltimas horas fue | |
una prueba terminante de su inocencia. | |
La ma�ana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no hab�a tenido un instante de | |
duda, a pesar de que sab�a muy bien cu�l hubiera sido el precio de la injuria que le | |
imputaban. Conoc�a la �ndole mojigata de su mundo, y deb�a saber que la naturaleza | |
simple de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie conoc�a muy bien a | |
Bayardo San Rom�n, pero Santiago Nasar lo conoc�a bastante para saber que debajo de | |
sus �nfulas mundanas estaba tan subordinado como cualquier otro a sus prejuicios de | |
origen. De manera que su despreocupaci�n consciente hubiera sido suicida. Adem�s, | |
cuando supo por fin en el �ltimo instante que los hermanos Vicario lo estaban esperando | |
para matarlo, su reacci�n no fue de p�nico, como tanto se ha dicho, sino que fue m�s | |
bien el desconcierto de la inocencia. | |
Mi impresi�n personal es que muri� sin entender su muerte. Despu�s de que le | |
prometi� a mi hermana Margot que ir�a a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya se lo | |
llev� del brazo por el muelle, y ambos parec�an tan desprevenidos que suscitaron | |
ilusiones falsas. �Iban tan contentos -me dijo Meme Loaiza-, que le di gracias a Dios, | |
porque pens� que el asunto se hab�a arreglado.� No todos quer�an tanto a Santiago | |
Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el due�o de la planta el�ctrica, pensaba que su | |
serenidad no era inocencia sino cinismo. �Cre�a que su plata lo hac�a intocable�, me | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
dijo. Fausta L�pez, su mujer, coment�: �Como todos los turcos�. Indalecio Pardo | |
acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le hab�an dicho que | |
tan pronto como se fuera el obispo matar�an a Santiago Nasar. Pens�, como tantos | |
otros, que eran fantas�as de amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver que era | |
cierto, y le pidi� que alcanzara a Santiago Nasar para prevenirlo. | |
-Ni te moleste -le dijo Pedro Vicario-: de todos modos es como si ya estuviera muerto. | |
Era un desaf�o demasiado evidente. Los gemelos conoc�an los v�nculos de Indalecio | |
Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el | |
crimen sin que ellos quedaran en verg�enza. Pero Indalecio Pardo encontr� a Santiago | |
Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto, | |
y no se atrevi� a prevenirlo. �Se me afloj� la pasta�, me dijo. Le dio una palmada en el | |
hombro a cada uno, y los dej� seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban | |
abismados en las cuentas de la boda. | |
La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitud | |
apretada, pero Escol�stica Cisneros crey� observar que los dos amigos caminaban en el | |
centro sin dificultad, dentro de un c�rculo vac�o, porque la gente sab�a que Santiago | |
Nasar iba a morir, y no se atrev�an a tocarlo. Tambi�n Cristo Bedoya recordaba una | |
actitud distinta hacia ellos. �Nos miraban como si llev�ramos la cara pintada�, me dijo. | |
M�s a�n: Sara Noriega abri� su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban, | |
y se espant� con la palidez de Santiago Nasar. Pero �l la tranquiliz�. | |
-�Imag�nese, ni�a Sara -le dijo sin detenerse-, con este guayabo! | |
Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burl�ndose de los | |
que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invit� a Santiago Nasar a tomar caf�. | |
�Fue para ganar tiempo mientras pensaba�, me dijo. Pero Santiago Nasar le contest� | |
que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. �Me hice bolas | |
-me explic� Celeste Dangond- pues de pronto me pareci� que no pod�an matarlo si | |
estaba tan seguro de lo que iba a hacer.� Yamil Shaium fue el �nico que hizo lo que se | |
hab�a propuesto. Tan pronto como conoci� el rumor sali� a la puerta de su tienda de | |
g�neros y esper� a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los �ltimos �rabes que | |
llegaron con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y segu�a siendo el | |
consejero hereditario de la familia. Nadie ten�a tanta autoridad como �l para hablar con | |
Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a causar una | |
alarma in�til, y prefiri� consultarlo primero con Cristo Bedoya por si �ste estaba mejor | |
informado. Lo llam� al pasar. Cristo Bedoya le dio una palmadita en la espalda a | |
Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudi� al llamado de Yamil Shaium. | |
-Hasta el s�bado -le dijo. | |
Santiago Nasar no le contest�, sino que se dirigi� en �rabe a Yamil Shaium y �ste le | |
replic� tambi�n en �rabe, torci�ndose de risa. �Era un juego de palabras con que nos | |
divert�amos siempre�, me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a | |
ambos su se�al de adi�s con la mano y dobl� la esquina de la plaza. Fue la �ltima vez | |
que lo vieron. | |
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la informaci�n de Yamil Shaium | |
cuando sali� corriendo de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo hab�a visto doblar | |
la esquina, pero no lo encontr� entre los grupos que empezaban a dispersarse en la | |
plaza. Varias personas a quienes les pregunt� por �l le dieron la misma respuesta: | |
-Acabo de verlo contigo. | |
Le pareci� imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos | |
modos entr� a preguntar por �l, pues encontr� sin tranca y entreabierta la puerta del | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
frente. Entr� sin ver el papel en el suelo, y atraves� la sala en penumbra tratando de no | |
hacer ruido, porque a�n era demasiado temprano para visitas, pero los perros se | |
alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su encuentro. Los calm� con las llaves, | |
como lo hab�a aprendido del due�o, y sigui� acosado por ellos hasta la cocina. En el | |
corredor se cruz� con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los | |
pisos de la sala. Ella le asegur� que Santiago Nasar no hab�a vuelto. Victoria Guzm�n | |
acababa de poner en el fog�n el guiso de conejos cuando �l entr� en la cocina. Ella | |
comprendi� de inmediato. | |
�El coraz�n se le estaba saliendo por la boca�, me dijo. Cristo Bedoya le pregunt� si | |
Santiago Nasar estaba en casa, y ella le contest� con un candor fingido que a�n no | |
hab�a llegado a dormir. . | |
-Es en serio -le dijo Cristo Bedoya-, lo est�n buscando para matarlo. | |
A Victoria Guzm�n se le olvid� el candor. | |
-Esos pobres muchachos no matan a nadie -dijo. | |
-Est�n bebiendo desde el s�bado -dijo Cristo Bedoya. | |
-Por lo mismo -replic� ella-: no hay borracho que se coma su propia caca. | |
Cristo Bedoya volvi� a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. �Por | |
supuesto que no estaba lloviendo -me dijo Cristo Bedoya-. Apenas iban a ser las siete, y | |
ya entraba un sol dorado por las ventanas.� Le volvi� a preguntar a Divina Flor si estaba | |
segura de que Santiago Nasar no hab�a entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo | |
entonces tan segura como la primera vez. Le pregunt� por Pl�cida Linero, y ella le | |
contest� que hac�a un momento le hab�a puesto el caf� en la mesa de noche, pero no la | |
hab�a despertado. As� era siempre: despertar�a a las siete, se tomar�a el caf�, y bajar�a a | |
dar las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya mir� el reloj: eran las 6.56. | |
Entonces subi� al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no hab�a | |
entrado. | |
La puerta del dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar hab�a | |
salido a trav�s del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no s�lo conoc�a la casa tan | |
bien como la suya, sino que ten�a tanta confianza con la familia que empuj� la puerta del | |
dormitorio de Pl�cida Linero para pasar desde all� al dormitorio contiguo. Un haz de sol | |
polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca, de | |
costado, con la mano de novia en la mejilla, ten�a un aspecto irreal. �Fue como una | |
aparici�n�, me dijo Cristo Bedoya. La contempl� un instante, fascinado por su belleza, y | |
luego atraves� el dormitorio en silencio, pas� de largo frente al ba�o, y entr� en el | |
dormitorio de Santiago Nasar. La cama segu�a intacta, y en el sill�n estaba el sombrero | |
de jinete, y en el suelo estaban las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el | |
reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. �De pronto pens� que hab�a vuelto | |
a salir armado�, me dijo Cristo Bedoya. Pero encontr� la magnum en la gaveta de la | |
mesa de noche. �Nunca hab�a disparado un arma -me dijo Cristo Bedoya-, pero resolv� | |
coger el rev�lver para llev�rselo a Santiago Nasar.� Se lo ajust� en el cintur�n, por | |
dentro de la camisa, y s�lo despu�s del crimen se dio cuenta de que estaba descargado. | |
Pl�cida Linero apareci� en la puerta con el pocillo de caf� en el momento en que �l | |
cerraba la gaveta. | |
-�Santo Dios -exclam� ella-, qu� susto me has dado! | |
Cristo Bedoya tambi�n se asust�. La vio a plena luz, con una bata de alondras | |
doradas y el cabello revuelto, y el encanto se hab�a desvanecido. Explic� un poco | |
confuso que hab�a entrado a buscar a Santiago Nasar. | |
-Se fue a recibir al obispo -dijo Pl�cida Linero. | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
-Pas� de largo -dijo �l. | |
-Lo supon�a -dijo ella-. Es el hijo de la peor madre. | |
No sigui�, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sab�a d�nde | |
poner el cuerpo. �Espero que Dios me haya perdonado -me dijo Pl�cida Linero-, pero lo | |
vi tan confundido que de pronto se me ocurri� que hab�a entrado a robar.� Le pregunt� | |
qu� le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de estar en una situaci�n sospechosa, pero | |
no tuvo valor para revelarle la verdad. | |
-Es que no he dormido ni un minuto -le dijo. | |
Se fue sin m�s explicaciones. �De todos modos -me dijo- ella siempre se imaginaba | |
que le estaban robando.� En la plaza se encontr� con el padre Amador que regresaba a | |
la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le pareci� que pudiera hacer | |
por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando | |
sinti� que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en la | |
puerta, l�vido y desgre�ado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas hasta los | |
codos, y con el cuchillo basto que �l mismo hab�a fabricado con una hoja de segueta. Su | |
actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la �nica ni la m�s | |
visible que intent� en los �ltimos minutos para que le impidieran cometer el crimen. | |
-Crist�bal -grit�-: dile a Santiago Nasar que aqu� lo estamos esperando para matarlo. | |
Cristo Bedoya le habr�a hecho el favor de imped�rselo. �Si yo hubiera sabido disparar | |
un rev�lver, Santiago Nasar estar�a vivo�, me dijo. Pero la sola idea lo impresion�, | |
despu�s de todo lo que hab�a o�do decir sobre la potencia devastadora de una bala | |
blindada. | |
-Te advierto que est� armado con una magnum capaz de atravesar un motor -grit�. | |
Pedro Vicario sab�a que no era cierto. �Nunca estaba armado si no llevaba ropa de | |
montar�, me dijo. Pero de todos modos hab�a previsto que lo estuviera cuando tom� la | |
decisi�n de lavar la honra de la hermana. | |
-Los muertos no disparan -grit�. | |
Pablo Vicario apareci� entonces en la puerta. Estaba tan p�lido como el hermano, y | |
ten�a puesta la chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el peri�dico. �Si no hubiera | |
sido por eso -me dijo Cristo Bedoya-, nunca hubiera sabido cu�l de los dos era cu�l.� | |
Clotilde Armenta apareci� detr�s de Pablo Vicario, y le grit� a Cristo Bedoya que se diera | |
prisa, porque en este pueblo de maricas s�lo un hombre como �l pod�a impedir la | |
tragedia. | |
Todo lo que ocurri� a partir de entonces fue del dominio p�blico. La gente que | |
regresaba del puerto, alertada por los gritos, empez� a tomar posiciones en la plaza | |
para presenciar el crimen. Cristo Bedoya les pregunt� a varios conocidos por Santiago | |
Nasar, pero nadie lo hab�a visto. En la puerta del Club Social se encontr� con el coronel | |
L�zaro Aponte y le cont� lo que acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde | |
Armenta. | |
-No puede ser -dijo el coronel Aponte-, porque yo los mand� a dormir. | |
Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo Bedoya. | |
-No puede ser, porque yo se los quit� antes de mandarlos a dormir -dijo el alcalde-. | |
Debe ser que los viste antes de eso. | |
-Los vi hace dos minutos y cada uno ten�a un cuchillo de matar puercos -dijo Cristo | |
Bedoya. | |
-�Ah carajo -dijo el alcalde-, entonces debi� ser que volvieron con otros! | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
Prometi� ocuparse de eso al instante, pero entr� en el Club Social a confirmar una cita | |
de domin� para esa noche, y cuando volvi� a salir ya estaba consumado el crimen. | |
Cristo Bedoya cometi� entonces su �nico error mortal: pens� que Santiago Nasar hab�a | |
resuelto a �ltima hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y all� se | |
fue a buscarlo. Se apresur� por la orilla del r�o, pregunt�ndole a todo el que encontraba | |
si lo hab�an visto pasar, pero nadie le dio raz�n. No se alarm�, porque hab�a otros | |
caminos para nuestra casa. Pr�spera Arango, la cachaca, le suplic� que hiciera algo por | |
su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la bendici�n fugaz | |
del obispo. �Yo lo hab�a visto al pasar -me dijo mi hermana Margot-, y ya ten�a cara de | |
muerto.� Cristo Bedoya demor� cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y | |
prometi� volver m�s tarde para un recurso de urgencia, pero perdi� tres minutos m�s | |
ayudando a Pr�spera Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvi� a salir sinti� | |
gritos remotos y le pareci� que estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza. | |
Trat� de correr, pero se lo impidi� el rev�lver mal ajustado en la cintura. Al doblar la | |
�ltima esquina reconoci� de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo | |
menor. | |
-Luisa Santiaga -le grit�-: d�nde est� su ahijado. | |
Mi madre se volvi� apenas con la cara ba�ada en l�grimas. | |
-�Ay, hijo -contest�-, dicen que lo mataron! | |
As� era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar hab�a entrado en la casa | |
de Flora Miguel, su novia, justo a la vuelta de la esquina donde �l lo vio por �ltima vez. | |
�No se me ocurri� que estuviera ah� -me dijo- porque esa gente no se levantaba nunca | |
antes de medio d�a.� Era una versi�n corriente que la familia entera dorm�a hasta las | |
doce por orden de Nahir Miguel, el var�n sabio de la comunidad. �Por eso Flora Miguel, | |
que ya no se cocinaba en dos aguas, se manten�a como una rosa�, dice Mercedes. La | |
verdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran | |
gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se hab�an | |
puesto de acuerdo para casarlos. Santiago Nasar acept� el compromiso en plena | |
adolescencia, y estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque ten�a del matrimonio la | |
misma concepci�n utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una | |
cierta condici�n floral, pero carec�a de gracia y de juicio y hab�a servido de madrina de | |
bodas a toda su generaci�n, de modo que el convenio fue para ella una soluci�n | |
providencial. Ten�an un noviazgo f�cil, sin visitas formales ni inquietudes del coraz�n. La | |
boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la pr�xima Navidad. | |
Flora Miguel despert� aquel lunes con los primeros bramidos del buque del obispo, y | |
muy poco despu�s se enter� de que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago | |
Nasar para matarlo. A mi hermana la monja, la �nica que habl� con ella despu�s de la | |
desgracia, le dijo que no recordaba siquiera qui�n se lo hab�a dicho. �S�lo s� que a las | |
seis de la ma�ana todo el mundo lo sab�a�, le dijo. Sin embargo, le pareci� inconcebible | |
que a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurri� que lo iban a casar a | |
la fuerza con �ngela Vicario para que le devolviera la honra. Sufri� una crisis de | |
humillaci�n. Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su dormitorio | |
llorando de rabia, y poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le hab�a | |
mandado desde el colegio. | |
Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago | |
Nasar raspaba con las llaves la tela met�lica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba | |
esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no pod�a verla desde la | |
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Cr�nica de una muerte anunciada | |
Gabriel Garc�a M�rquez | |
calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a trav�s de la red met�lica desde antes de que | |
la raspara con las llaves. | |
-Entra -le dijo. | |
Nadie, ni siquiera un m�dico, hab�a entrado en esa casa a las 6.45 de la ma�ana. | |
Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y hab�a | |
tanta gente pendiente de �l en la plaza, que no era comprensible que nadie lo viera | |
entrar en casa de su novia. El juez instructor busc� siquiera una persona que lo hubiera | |
visto, y lo hizo con tanta persistencia como yo, pero no fue posible encontrarla. En el | |
folio 382 del sumario escribi� otra sentencia marginal con tinta roja: La fatalidad nos | |
hace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entr� por la puerta principal, a la vista | |
de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de | |
c�lera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que sol�a llevar en las | |
ocasiones memorables, y le puso el cofre en las manos. | |
Aqu� tienes -le dijo-. �Y ojal� te maten! | |
Santiago Nasar qued� tan perplejo, que el cofre se le cay� de las manos, y sus cartas | |
sin amor se regaron por el suelo. Trat� de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio, pero | |
ella cerr� la puerta y puso la aldaba. Toc� varias veces, y la llam� con una voz | |
demasiado apremiante para la hora, as� que toda la familia acudi� alaranada. Entre | |
consangu�neos y pol�ticos, mayores y menores de edad, eran m�s de catorce. El �ltimo | |
que sali� fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que | |
trajo de su tierra, y que siempre us� dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era | |
inmenso y parsimonioso, pero lo que m�s me impresionaba era el fulgor de su | |
autoridad. | |
-Flora -llam� en su lengua-. Abre la puerta. | |
Entr� en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a Santiago | |
Nasar. Estaba arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poni�ndolas en el | |
cofre. �Parec�a una penitencia�, me dijeron. Nahir Miguel sali� del dormitorio al cabo de | |
unos minutos, hizo una se�al con la mano y la familia entera desapareci�. | |
Sigui� hablando en �rabe a Santiago Nasar. �Desde el primer momento comprend� | |
que no ten�a la menor idea de lo que le estaba diciendo�, me dijo. Entonces le pregunt� | |
en concreto si sab�a que los hermanos Vicario lo buscaban para matarlo. �Se puso | |
p�lido, y perdi� de tal modo el dominio, que no era posible creer que estaba fingiendo�, | |
me dijo. Coincidi� en que su actitud no era tanto de miedo como de turbaci�n. | |
-T� sabr�s si ellos tienen raz�n, o no -le dijo-. Pero en todo caso, ahora no te quedan | |
sino dos caminos: o te escondes aqu�, que es tu casa, o sales con mi rifle. | |
-No entiendo un carajo -dijo Santiago Nasar. | |
Fue lo �nico que alcanz� a decir, y lo dijo en castellano. �Parec�a un pajarito mojado�, | |
me dijo Nahir Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque �l no sab�a d�nde | |
dejarlo para abrir la puerta. | |
-Ser�n dos contra uno -le dijo. | |
Santiago Nasar se fue. La gente se hab�a situado en la plaza como en los d�as de | |
desfiles. Todos lo vieron salir, y todos comprendieron que ya sab�a que lo iban a matar, | |
y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien grit� | |
desde un balc�n: �Por ah� no, turco, por el puerto viejo�. Santiago Nasar busc� la voz. | |
Yamil Shaium le grit� que se metiera en su tienda, y entr� a buscar su escopeta de caza, | |
pero no record� d�nde hab�a escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a | |
gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al rev�s y al derecho, deslumbrado por | |
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tantas voces a la vez. Era evidente que se dirig�a a su casa por la puerta de la cocina, | |
pero de pronto debi� darse cuenta de que estaba abierta la puerta principal. | |
Ah� viene -dijo Pedro Vicario. | |
Ambos lo hab�an visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quit� el saco, lo puso en el | |
taburete, y desenvolvi� el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin | |
ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarr� a Pedro | |
Vicario por la camisa y le grit� a Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar. | |
Fue un grito tan apremiante que apag� a los otros. �Al principio se asust� -me dijo | |
Clotilde Armenta-, porque no sab�a qui�n le estaba gritando, ni de d�nde.� Pero cuando | |
la vio a ella vio tambi�n a Pedro Vicario, que la tir� por tierra con un empell�n, y alcanz� | |
al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de 50 metros de su casa, y corri� hacia la | |
puerta principal. | |
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzm�n le hab�a contado a Pl�cida Linero | |
lo que ya todo el mundo sab�a. Pl�cida Linero era una mujer de nervios firmes, as� que | |
no dej� traslucir ning�n signo de alarma. Le pregunt� a Victoria Guzm�n si le hab�a | |
dicho algo a su hijo, y ella le minti� a conciencia, pues contest� que todav�a no sab�a | |
nada cuando �l baj� a tomar el caf�. En la sala, donde segu�a trapeando los pisos, Divina | |
Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entr� por la puerta de la plaza y subi� por | |
las escaleras de buque de los dormitorios. �Fue una visi�n n�tida�, me cont� Divina Flor. | |
�Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me pareci� un | |
ramo de rosas.� De modo que cuando Pl�cida Linero le pregunt� por �l, Divina Flor la | |
tranquiliz�. | |
-Subi� al cuarto hace un minuto -le dijo. | |
Pl�cida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pens� en recogerlo, y s�lo se | |
enter� de lo que dec�a cuando alguien se lo mostr� m�s tarde en la confusi�n de la | |
tragedia. A trav�s de la puerta vio a los hermanos Vicario que ven�an corriendo hacia la | |
casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que ella se encontraba pod�a verlos a | |
ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corr�a desde otro �ngulo hacia la puerta. | |
�Pens� que quer�an meterse para matarlo dentro de la casa�, me dijo. Entonces corri� | |
hacia la puerta y la cerr� de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oy� los gritos de | |
Santiago Nasar, y oy� los pu�etazos de terror en la puerta, pero crey� que �l estaba | |
arriba, insultando a los hermanos Vicario desde el balc�n de su dormitorio. Subi� a | |
ayudarlo. | |
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerr� la | |
puerta. Alcanz� a golpear varias veces con los pu�os, y en seguida se volvi� para | |
enfrentarse a manos limpias con sus enemigos. �Me asust� cuando lo vi de frente ---me | |
dijo Pablo Vicario-, porque me pareci� como dos veces m�s grande de lo que era.� | |
Santiago Nasar levant� la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atac� | |
por el flanco derecho con el cuchillo recto. | |
-�Hijos de puta! -grit�. | |
El cuchillo le atraves� la palma de la mano derecha, y luego se le hundi� hasta el | |
fondo en el costado. Todos oyeron su grito de dolor. | |
-�Ay mi madre! | |
Pedro Vicario volvi� a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asest� un | |
segundo golpe casi en el mismo lugar. �Lo raro es que el cuchillo volv�a a salir limpio | |
-declar� Pedro Vicario al instructor-. Le hab�a dado por lo menos tres veces y no hab�a | |
una gota de sangre.� Santiago Nasar se torci� con los brazos cruzados sobre el vientre | |
despu�s de la tercera cuchillada, solt� un quejido de becerro, y trat� de darles la | |
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espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le asest� | |
entonces la �nica cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presi�n le empap� | |
la camisa. �Ol�a como �l�, me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les dio | |
otra vez el frente, y se apoy� de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor | |
resistencia, como si s�lo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales. | |
�No volvi� a gritar --dijo Pedro Vicario al instructor-. Al contrario: me pareci� que se | |
estaba riendo.� Entonces ambos siguieron acuchill�ndolo contra la puerta, con golpes | |
alternos y f�ciles, flotando en el remanso deslumbrante que encontraron del otro lado | |
del miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen. �Me | |
sent�a como cuando uno va corriendo en un caballo�, declar� Pablo Vicario. Pero ambos | |
despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo les | |
parec�a que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. ��Mierda, primo -me dijo | |
Pablo Vicario-, no te imaginas lo dif�cil que es matar a un hombre!� Tratando de acabar | |
para siempre, Pedro Vicario le busc� el coraz�n, pero se lo busc� casi en la axila, donde | |
lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no ca�a porque ellos mismos lo estaban | |
sosteniendo a cuchilladas contra la puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo | |
horizontal en el vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosi�n. Pedro | |
Vicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torci� de horror, y le dio un tajo | |
extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneci� todav�a un instante apoyado contra | |
la puerta, hasta que vio sus propias v�sceras al sol, limpias y azules, y cay� de rodillas. | |
Despu�s de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber d�nde otros gritos | |
que no eran los suyos, Pl�cida Linero se asom� a la ventana de la plaza y vio a los | |
gemelos Vicario que corr�an hacia la iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil | |
Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros �rabes desarmados y Pl�cida | |
Linero pens� que hab�a pasado el peligro. Luego sali� al balc�n del dormitorio, y vio a | |
Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de su | |
propia sangre. Se incorpor� de medio lado, y se ech� a andar en un estado de | |
alucinaci�n, sosteniendo con las manos las v�sceras colgantes. | |
Camin� m�s de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la | |
puerta de la cocina. Tuvo todav�a bastante lucidez para no ir por la calle, que era el | |
trayecto m�s largo, sino que entr� por la casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus | |
cinco hijos no se hab�an enterado de lo que acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta. | |
�O�mos la griter�a -me dijo la esposa-, pero pensamos que era la fiesta del obispo.� | |
Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre | |
llevando en las manos el racimo de sus entra�as. Poncho Lanao me dijo: �Lo que nunca | |
pude olvidar fue el terrible olor a mierda�. Pero Arg�nida Lanao, la hija mayor, cont� | |
que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de siempre, midiendo bien los pasos, y | |
que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba m�s bello que nunca. Al | |
pasar frente a la mesa les sonri�, y sigui� a trav�s de los dormitorios hasta la salida | |
posterior de la casa. �Nos quedamos paralizados de susto�, me dijo Arg�nida Lanao. Mi | |
t�a Wenefrida M�rquez estaba desescamando un s�balo en el patio de su casa al otro | |
lado del r�o, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso | |
firme el rumbo de su casa. | |
-�Santiago, hijo --le grit�-, qu� te pasa! | |
Santiago Nasar la reconoci�. | |
-Que me mataron, ni�a Wene -dijo. | |
Tropez� en el �ltimo escal�n, pero se incorpor� de inmediato. �Hasta tuvo el cuidado | |
de sacudir con la mano la tierra que le qued� en las tripas�, me dijo mi t�a Wene. | |
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Gabriel Garc�a M�rquez | |
Despu�s entr� en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se | |
derrumb� de bruces en la cocina. | |
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