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Citas de "La más recóndita memoria de los hombres" de Mohamed Mbougar Sarr

La más recóndita memoria de los hombres

— Mohamed Mbougar Sarr — 2022

la vida es lo que hay en medio de tal y vez, ¡a lo mejor acabas amargado!, ¡decepcionado!, ¡marginado!, ¡fracasado! Sí, es posible, decía yo. La infatigable tercera del plural insistía: ¡igual acabas suicidándote! Sí, tal vez; pero la vida es lo que hay en medio de tal y vez, replicaba yo. Intento caminar sobre un cable tendido entre esas dos palabras. Si me caigo, mala suerte: ya veré entonces qué vive o muere ahí abajo. (p. 20)


Apuesto a que eres escritor. O aprendiz de escritor. No te sorprendas: he aprendido a reconocer a los de tu especie al primer vistazo. Miran las cosas como si detrás de cada una de ellas hubiese un profundo secreto. Ven un sexo de mujer y lo contemplan como si encerrase la clave de su misterio. Estetizan. Pero un coño no es más que un coño. No vale la pena babear vuestro lirismo o vuestra mística con los ojos anegados. No se puede vivir el instante y escribirlo al mismo tiempo. —Por supuesto que sí. Se puede. Eso es vivir como escritor. Hacer de todo momento de la vida un momento de escritura. Verlo todo con los ojos de un escritor y… —Ahí está tu error. Ahí está el error de todos los tipos como tú. Os creéis que la literatura corrige la vida. O que la completa. O que la reemplaza. Es falso. Los escritores, y he conocido a muchos, siempre han sido los amantes más mediocres con los que me he topado. Apuesto a que eres escritor. O aprendiz de escritor. No te sorprendas: he aprendido a reconocer a los de tu especie al primer vistazo. Miran las cosas como si detrás de cada una de ellas hubiese un profundo secreto. Ven un sexo de mujer y lo contemplan como si encerrase la clave de su misterio. Estetizan. Pero un coño no es más que un coño. No vale la pena babear vuestro lirismo o vuestra mística con los ojos anegados. No se puede vivir el instante y escribirlo al mismo tiempo. —Por supuesto que sí. Se puede. Eso es vivir como escritor. Hacer de todo momento de la vida un momento de escritura. Verlo todo con los ojos de un escritor y… —Ahí está tu error. Ahí está el error de todos los tipos como tú. Os creéis que la literatura corrige la vida. O que la completa. O que la reemplaza. Es falso. Los escritores, y he conocido a muchos, siempre han sido los amantes más mediocres con los que me he topado. ¿Sabes por qué? Cuando hacen el amor, piensan ya en la escena en la que se convertirá esa experiencia. Cada una de sus caricias está echada a perder por lo que su imaginación hace o hará de ellas, cada una de sus embestidas, debilitada por una frase. Mientras les hablo haciendo el amor, casi oigo sus «murmura ella». Viven en capítulos. Una raya de diálogo precede a sus palabras. Als het erop aan komt —es neerlandés, significa «al final»—, los escritores como tú acaban atrapados en sus ficciones. Sois narradores permanentes. Apuesto a que eres escritor. O aprendiz de escritor. No te sorprendas: he aprendido a reconocer a los de tu especie al primer vistazo. Miran las cosas como si detrás de cada una de ellas hubiese un profundo secreto. Ven un sexo de mujer y lo contemplan como si encerrase la clave de su misterio. Estetizan. Pero un coño no es más que un coño. No vale la pena babear vuestro lirismo o vuestra mística con los ojos anegados. No se puede vivir el instante y escribirlo al mismo tiempo. —Por supuesto que sí. Se puede. Eso es vivir como escritor. Hacer de todo momento de la vida un momento de escritura. Verlo todo con los ojos de un escritor y… —Ahí está tu error. Ahí está el error de todos los tipos como tú. Os creéis que la literatura corrige la vida. O que la completa. O que la reemplaza. Es falso. Los escritores, y he conocido a muchos, siempre han sido los amantes más mediocres con los que me he topado. ¿Sabes por qué? Cuando hacen el amor, piensan ya en la escena en la que se convertirá esa experiencia. Cada una de sus caricias está echada a perder por lo que su imaginación hace o hará de ellas, cada una de sus embestidas, debilitada por una frase. Mientras les hablo haciendo el amor, casi oigo sus «murmura ella». Viven en capítulos. Una raya de diálogo precede a sus palabras. Als het erop aan komt —es neerlandés, significa «al final»—, los escritores como tú acaban atrapados en sus ficciones. Sois narradores permanentes. Lo que cuenta es la vida. La obra solo viene después. Una y otra no se confunden. Nunca. (p. 29)


comprendí que estaba asistiendo a un espectáculo cuya escena me había parecido hasta entonces que solo debía de ser interior, relegada al secreto de la conciencia, reservado a una experiencia mística, posible solo en un cuadro simbolista o en una pesadilla: vi una introspección. comprendí que estaba asistiendo a un espectáculo cuya escena me había parecido hasta entonces que solo debía de ser interior, relegada al secreto de la conciencia, reservado a una experiencia mística, posible solo en un cuadro simbolista o en una pesadilla: vi una introspección. Un alma ajena invitaba a la mía a entrar en ella, volvía su mirada hacia sus profundidades y se aprestaba a juzgarse despiadadamente. Era una autopsia de la que el forense también era el cadáver; y el único testigo de esta visión, de esta sensación que se podría haber calificado de bella u horrible, de bella y horrible, era yo. (p. 34)


Quizá es una casualidad. Quizá es el destino. Pero uno y otro no se oponen necesariamente. El azar no es más que un destino que ignoramos, un destino escrito con tinta invisible. (p. 35)


me dormí, me dormí, listo para reencontrar en mi sueño la transfiguración alucinada de los acontecimientos de la noche, para despertarme en un mundo que parecía inalterado a primera vista, pero donde todo, bajo la superficie de las cosas, bajo la piel del tiempo, habría cambiado para siempre. Así fueron, después de mi velada en la tela de la Araña, mis primeros pasos en el círculo de soledad hacia el que resbalaban El laberinto de lo inhumano y T. C. Elimane. Segunda me dormí, listo para reencontrar en mi sueño la transfiguración alucinada de los acontecimientos de la noche, para despertarme en un mundo que parecía inalterado a primera vista, pero donde todo, bajo la superficie de las cosas, bajo la piel del tiempo, habría cambiado para siempre. Así fueron, después de mi velada en la tela de la Araña, mis primeros pasos en el círculo de soledad hacia el que resbalaban El laberinto de lo inhumano y T. C. Elimane. de Diamono hasta que todas las estrellas se borraron en el rayo de la luz que perforó mi ventana y hasta que se desvanecieron todas las sombras y todos los silencios heridos y el ronquido de Stanislas y la melopeya más antigua de esta triste tierra y todo lo que yo creía conocer de los hombres; luego, cuando el día hubo amanecido y mi selección musical se terminó (pero el silencio tras Pène es el testamento poético de Pène), me me dormí, listo para reencontrar en mi sueño la transfiguración alucinada de los acontecimientos de la noche, para despertarme en un mundo que parecía inalterado a primera vista, pero donde todo, bajo la superficie de las cosas, bajo la piel del tiempo, habría cambiado para siempre. (p. 37)


Él me mira con desprecio, inagotable, y brilla como un cráneo en la noche de un cementerio. (p. 39)


Te voy a dar un consejo: nunca intentes decir de qué habla un gran libro. O, si lo haces, te digo la única respuesta posible: de nada. Un gran libro no habla nunca de otra cosa que de nada, y sin embargo está todo en él. No Te voy a dar un consejo: nunca intentes decir de qué habla un gran libro. O, si lo haces, te digo la única respuesta posible: de nada. Un gran libro no habla nunca de otra cosa que de nada, y sin embargo está todo en él. No vuelvas a caer en la trampa de querer decir de qué habla un libro que percibes que es grande. Te voy a dar un consejo: nunca intentes decir de qué habla un gran libro. O, si lo haces, te digo la única respuesta posible: de nada. Un gran libro no habla nunca de otra cosa que de nada, y sin embargo está todo en él. No vuelvas a caer en la trampa de querer decir de qué habla un libro que percibes que es grande. Esa trampa es la que te tiende la opinión. La gente quiere que un libro hable necesariamente de algo. La verdad, Diégane, es que solo un libro mediocre o malo o banal habla de algo. Un gran libro no tiene tema y no habla de nada, solamente busca decir o descubrir algo, pero este solamente ya lo es todo, y este algo también lo es todo. (p. 42)


Dijo que de lo que no se puede hablar, mejor guardar silencio; sí, admitámoslo, pero si no se puede ni hablar ni callar ni olvidar, ¿qué hacer, Herr Wittgenstein? Lo ignoro, pero sí sé una cosa: lo que no se puede ni olvidar ni contar ni callar hace sufrir al hombre y acaba por matarlo; Intentar anularse en la propia obra no siempre es un signo de humildad. Hasta el deseo de la nada puede ser una vanidad… fui a provocar la noche parisina, su incandescencia, sus olas de cerveza, su alegría pura, sus risas puras, su droga dura, sus ilusiones de habitar la eternidad o el instante. (p. 45)


siempre llega ese momento terrible, en mitad del camino, en plena noche, en que retumba una voz y te alcanza como un rayo; y la voz te revela, o te recuerda, que la voluntad no basta, que el talento no basta, que la ambición no basta, que tener una buena pluma no basta, que haber leído mucho no basta, que ser famoso no basta, que tener una vasta cultura no basta, que ser sensato no basta, que el compromiso no basta, que la paciencia no basta, que emborracharse de pura vida no basta, que apartarse de la vida no basta, que creer en tus sueños no basta, que descomponer la realidad no basta, que la inteligencia no basta, que emocionarse no basta, que la estrategia no basta, que la comunicación no basta, que ni siquiera basta con tener cosas que decir, igual que tampoco basta el trabajo apasionado; y la voz dice además que todo esto puede ser, y a menudo es, una condición, una ventaja, un atributo, una fuerza, sí, pero la voz añade enseguida que, en esencia, ninguna de estas cualidades basta nunca cuando se trata de literatura, ya que escribir exige siempre otra cosa, otra cosa, otra cosa. Luego la voz se calla y te deja solo, en mitad del camino, con el eco de otra cosa, otra cosa, que rebota y se escapa, otra cosa ante ti, escribir exige siempre otra cosa, en esta noche sin amanecer seguro. (p. 46)


No escribíamos ni por el romanticismo de la vida del escritor —se ha caricaturizado—, ni por el dinero —sería suicida—, ni por la gloria —valor pasado de moda, la época prefería la fama—, ni por el futuro —no había pedido nada—, ni para transformar el mundo —no es el mundo lo que hace falta transformar—, ni para cambiar la vida —nunca cambia—, ni por el compromiso —dejemos eso a los escritores heroicos—, ni tampoco celebrábamos el arte gratuito —que es una ilusión, ya que el arte siempre se paga—. Entonces, ¿por qué? No lo sabíamos; y a lo mejor ahí estaba nuestra respuesta: escribíamos porque no sabíamos nada, escribíamos para decir que ya no sabíamos qué había que hacer en el mundo sino escribir, sin esperanza pero sin resignación fácil, con obstinación, cansancio y alegría, con el único objetivo de acabar lo mejor posible, es decir: con los ojos abiertos: verlo todo, no perderse una, no pestañear, no refugiarse tras los párpados, correr el riesgo de estropearse los ojos a fuerza de querer verlo todo, no como ve un testigo o un profeta, no, sino como desea ver un centinela, el centinela solo y tembloroso de una ciudad miserable y perdida, que escruta, no obstante, la sombra de la que surgirán el resplandor de su muerte y el fin de su ciudad. Luego habíamos estado comentando por extenso las ambigüedades, a veces confortables, a menudo humillantes, de nuestra situación de escritores africanos (o de origen africano) en el ámbito literario francés. No escribíamos ni por el romanticismo de la vida del escritor —se ha caricaturizado—, ni por el dinero —sería suicida—, ni por la gloria —valor pasado de moda, la época prefería la fama—, ni por el futuro —no había pedido nada—, ni para transformar el mundo —no es el mundo lo que hace falta transformar—, ni para cambiar la vida —nunca cambia—, ni por el compromiso —dejemos eso a los escritores heroicos—, ni tampoco celebrábamos el arte gratuito —que es una ilusión, ya que el arte siempre se paga—. Entonces, ¿por qué? No No lo sabíamos; y a lo mejor ahí estaba nuestra respuesta: escribíamos porque no sabíamos nada, escribíamos para decir que ya no sabíamos qué había que hacer en el mundo sino escribir, sin esperanza pero sin resignación fácil, con obstinación, cansancio y alegría, con el único objetivo de acabar lo mejor posible, es decir: con los ojos abiertos: verlo todo, no perderse una, no pestañear, no refugiarse tras los párpados, correr el riesgo de estropearse los ojos a fuerza de querer verlo todo, no como ve un testigo o un profeta, no, sino como desea ver un centinela, el centinela solo y tembloroso de una ciudad miserable y perdida, que escruta, no obstante, la sombra de la que surgirán el resplandor de su muerte y el fin de su ciudad. ¿para qué continuar, intentar escribir después de milenios de libros como El laberinto de lo inhumano, que daban la impresión de que no se podía añadir nada? No escribíamos ni por el romanticismo de la vida del escritor —se ha caricaturizado—, ni por el dinero —sería suicida—, ni por la gloria —valor pasado de moda, la época prefería la fama—, ni por el futuro —no había pedido nada—, ni para transformar el mundo —no es el mundo lo que hace falta transformar—, ni para cambiar la vida —nunca cambia—, ni por el compromiso —dejemos eso a los escritores heroicos—, ni tampoco celebrábamos el arte gratuito —que es una ilusión, ya que el arte siempre se paga—. Entonces, ¿por qué? No escribíamos ni por el romanticismo de la vida del escritor —se ha caricaturizado—, ni por el dinero —sería suicida—, ni por la gloria —valor pasado de moda, la época prefería la fama—, ni por el futuro —no había pedido nada—, ni para transformar el mundo —no es el mundo lo que hace falta transformar—, ni para cambiar la vida —nunca cambia—, ni por el compromiso —dejemos eso a los escritores heroicos—, ni tampoco celebrábamos el arte gratuito —que es una ilusión, ya que el arte siempre se paga—. Entonces, ¿por qué? (p. 48)


Dije que sí un poco distraído: toda mi atención la captaba, como cada vez que iba a casa de Béatrice, un gran crucifijo que presidía el salón. Miré a Jesús, y se me pasó por la cabeza el mismo pensamiento que me venía siempre cuando lo veía así, en la cruz y en plena absorción del mal de los hombres: Se está preguntando qué cojones hace ahí. Había soñado muchas veces que lo interrogaba: han pasado dos milenios desde que sufrió y pereció en esta cruz, Señor, eso le honra, pero ya ha visto el resultado; ahora le pregunto: ¿lo volvería a hacer? (p. 66)


Yo no me moví. Él se detuvo, se giró hacia mí y adivinó mis intenciones. —Déjate de idioteces, compañero. Ahora no. Ven. Por fin vamos a verle la cara al ángel cubista. Le vamos a hacer una cara nueva. Por fin vamos a saber si se llama Miguel, Djibril o Lucifer. Un trío fabuloso nos espera. Ven. Negué con la cabeza y me senté para dar a entender que era una decisión irrevocable. Musimbwa pareció dudar medio segundo, luego me dijo, con un tono de consejo y amenaza al mismo tiempo: Faye, las mujeres perdonan a veces al que fuerza la ocasión, pero nunca al que la deja pasar. (p. 67)


en cualquier caso, se reclavó ante mi mirada y, en el preciso instante en que Béatrice y Musimbwa alcanzaban el éxtasis en un estruendo desenfrenado, Jesucristo, antes de que su rostro volviera a su expresión dolorosa, apasionada y doblemente milenaria, me miró y me dijo (esta vez abrió la boca): Lo volvería a hacer. (p. 71)


Me gustaba amarla, me gustaba amar, amare amabam, me gustaba amándola, la amaba mirándome amarla. Vertiginosa Me gustaba amarla, me gustaba amar, amare amabam, me gustaba amándola, la amaba mirándome amarla. (p. 83)


El mal es la gran cuestión. La inocencia no sucede en la literatura. Nada bello se escribe sin melancolía. Podemos representarla, travestirla, prolongarla en tragedia absoluta o transmutarla en comedia infinita. Todo está permitido en las variaciones y combinaciones que ofrece la creación literaria. Levantamos la trampilla de la tristeza y la literatura hace subir del hueco una gran risotada. Entráis en un libro como en un lago de dolor negro y helado. Pero, en el fondo, descubrís de pronto la atmósfera jubilosa de una fiesta: tangos de cachalotes, zouks de caballitos de mar, twerks de tortugas, moonwalks de cefalópodos gigantes. Al principio es la melancolía, la melancolía de ser un hombre; el alma que sepa mirarla hasta el fondo y hacerla resonar en cada cual, solo esa será el alma de un artista: de un escritor. (p. 107)


En un relato, siempre nos encontramos —pero quizá, más en general, en cualquier momento de nuestra existencia— entre las voces y los lugares, entre el presente, el pasado y el futuro. Nuestra verdad profunda es más que la simple suma de sus voces, tiempos y lugares; nuestra verdad profunda es lo que corre sin cesar y sin agotarse entre ellos, en un doble movimiento de ida y vuelta, de reconocimiento y pérdida, de vértigo y seguridad. Yo En un relato, siempre nos encontramos —pero quizá, más en general, en cualquier momento de nuestra existencia— entre las voces y los lugares, entre el presente, el pasado y el futuro. Nuestra verdad profunda es más que la simple suma de sus voces, tiempos y lugares; nuestra verdad profunda es lo que corre sin cesar y sin agotarse entre ellos, en un doble movimiento de ida y vuelta, de reconocimiento y pérdida, de vértigo y seguridad (p. 122)


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